viernes, 13 de junio de 2025

Iglesias, ONGs y guataquería hacia lo extranjero (II)

En nuestra Cuba, muchas iglesias y ONGs son hoy redes de fe, ayuda y dignidad. Reparten alimentos, enseñan, acompañan procesos de sanación y entregan apoyo legal y humano. Su presencia da vida a barrios, escuelas y comunidades.

Pero existe una realidad silenciosa que urge afrontar. En contextos empobrecidos —como el nuestro, arraigado en décadas de bloqueo, pandemia y crisis— algunas de estas entidades actúan más pensando en la reacción del donante extranjero, que en las profundas convicciones que deberían guiar su misión. No siempre por malicia, sino a veces porque han permitido que se les colonice el pensamiento sin darse cuenta.

Ignorar el origen de la pobreza

La pobreza en Cuba no es un accidente técnico ni se reduce a la buena o mala voluntad gubernamental. Es resultado directo de la política hostil de EE. UU. —el bloqueo ha costado más de 5 000 millones USD solamente desde 2023, afectando medicinas, insumos médicos y alimentos esenciales. Quien no reconoce ese dato no comprende la raíz real del drama cubano; lo convierte en caridad superficial.

Admirar el American Way of Life sin cuestionarlo

Y ese fenómeno suele venir acompañado de otra actitud: idealizar lo que viene del norte como modelo moral y funcional, olvidando que en realidad miramos al país que nos asfixia. Recibir fondos estadounidenses de USAID o fundaciones vinculadas sin evaluar el contexto político equivale a celebrar gestos de un agresor sin levantar una ceja ante su hostilidad .

Colonización del pensamiento, sin disparar balas

Hay un momento, como observó Frantz Fanon sobre el “intelectual colonizado”, en que no se necesita soldado ni torre de vigilancia: basta con que adoptes la mentalidad del colonizador para que la colonización sobreviva . Se vuelve tan sutil que no lo percibes: repites narrativas ajenas, defines lo bueno y malo a partir de discursos importados, sin arraigo ni lógica propia. Y eso es peor que la intervención visible: es la colonización de mentes.

Actuar para complacer, no para servir

Muchas veces decimos lo que otros quieren escuchar para ganarnos reconocimiento o fondos. Y en esa dinámica, los proyectos se diseñan más pensando en parecer bien ante ojos externos que en responder a las necesidades reales del pueblo todo. De ese modo, las ONG o iglesias se convierten en ventanillas de recursos, pero pierden su identidad como agentes de cambio genuino.

Al alinear discursos externos, perdemos nuestras raíces

Si ajustamos nuestras voces a lo que aplaude el donante, dejamos de ser auténticos. El que opera así, aunque tenga buenos resultados en informes, ya no habla desde su comunidad, ya no es raíz, se convierte en intermediario. Se pierde el vínculo con lo local, y con él, la legitimidad moral.

Finalmente, cuando actuamos pensando más en la reacción del otro —sea nacional o foráneo— que en lo que creemos de verdad, podemos caer en la más sutil forma de guataquería: con aplausos pagados y la mente colonizada. Y eso no solo degrada proyectos: degrada al pueblo, a los feligreses y beneficiarios su capacidad de pensar por sí mismo, de resistir con dignidad.

La verdadera ayuda dignifica, no obedece. No es algo que viene de fuera sino algo que crece desde dentro, sin traicionarse, sin renunciar a su voz ni a su historia. Quien obra desde esa convicción, aunque reciba un centavo del extranjero, actúa con fuerza nacional, no con sumisión ajena.

¿Vivimos aún desde convicciones autóctonas o terminamos construyendo solamente aquello que el otro espera ver en nosotros?

miércoles, 11 de junio de 2025

El Guataca Nacional (I)

En Cuba, “guataca” no es solo una herramienta de labranza. También es una palabra que ha pasado al lenguaje popular para describir a una figura bien conocida: el adulador, el que alaba por interés, el que se acomoda al poder o a la influencia con tal de sacar provecho. La “guataquería” es una actitud reprobable que ha echado raíces en varios rincones de nuestra vida social, aunque afortunadamente no lo ha contaminado todo.

Es importante decirlo con claridad: no todos son guatacas, ni mucho menos. Cuba sigue siendo un país de gente honesta, con reservas éticas profundas en todos los sectores: en los barrios, en las escuelas, en los centros de trabajo, en los hospitales y también en las instituciones. Hay personas que mantienen la frente en alto, que viven con coherencia, que no venden su palabra ni su conciencia. Son mayoría silenciosa a veces, pero están ahí, sosteniendo el tejido moral del país.

Sin embargo, la guataquería existe. Y cuando se hace visible —en la política, en lo social o en lo cultural— daña la autenticidad, el mérito, la verdad. Se aplaude al dirigente por costumbre, al maestro por conveniencia, al médico por cálculo. Se le rinde culto al que tiene recursos, al que manda, al que “resuelve”. Y, con demasiada frecuencia, se mira con desdén lo propio y con fascinación lo foráneo.

Esa es otra forma peligrosa de guataquería: la que se inclina ante lo extranjero, especialmente ante lo que viene del Norte. Se adula al yanqui, al europeo, al que habla inglés, al que llega con dólares. Se sobredimensiona lo de afuera mientras se minimiza lo nuestro, como si la cubanía fuese sinónimo de atraso y lo foráneo, garantía de calidad.

José Martí, en Nuestra América, ya lo advertía. Decía que había que tener fe en el carácter propio, en las raíces propias, en el alma del continente. Él denunciaba con claridad a quienes despreciaban a su pueblo para adorar lo ajeno. Y lo hacía no por nacionalismo vacío, sino porque sabía que una nación que no se respeta a sí misma está condenada a la dependencia.

“Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.” José Martí

La guataquería no es solo un problema de formas, es un problema de fondo. Deteriora el juicio crítico. Se premia al que aplaude sin pensar y se margina al que disiente con argumentos. Se le da espacio al que adula y se silencia al que propone. Así se empobrece el debate, se castiga la creatividad y se sabotea la transformación.

Por eso este fenómeno, aunque no sea dominante, debe ser cuestionado y superado. No desde el odio, sino desde la responsabilidad. No se trata de dejar de elogiar lo que merece elogio, sino de no hacer de la alabanza un instrumento de ascenso o de supervivencia.

La Cuba que construimos necesita personas con criterio, dignidad y menos simulación. Necesita voces que hablen desde el corazón, sin miedo a disentir ni necesidad de agradar. Necesita ciudadanos que valoren lo nuestro, que aprendan del mundo sin subordinarse a él.

La guataquería es una forma de sumisión. La crítica honesta, la valoración justa y el elogio merecido, en cambio, son formas de libertad.

El “Guataca Nacional” no es un simple modismo: es un espejo. Nos invita a revisar cuánto de nuestro comportamiento familiar, educativo, político o social está basado en la lisonja y no en el valor real. La guataquería impide la crítica sana, promueve la mediocridad y desdibuja la autenticidad.

Aceptar lo autóctono, valorar lo auténtico y construir con honestidad es— tal como lo proponía Martí— la tarea de un pueblo que quiere ser libre y digno. Por eso, luchar contra el guataca nacional es, en última instancia, cuidar la esencia del ser nacional.

JECM

lunes, 9 de junio de 2025

La hipocresía de los buenos: cuando la falsa compasión sirve al poder

Vivimos en una época en la que parecer virtuoso vale más que serlo. Se condena el sufrimiento de los pueblos con énfasis moralista, se llora por los pobres y se reza por los enfermos. Pero, a menudo, quienes hacen eso callan cuando deben hablar, miran hacia otro lado cuando el mal viene del poderoso, y condenan a quienes no tienen más opción que resistir desde el margen.

Ese doble rasero no es sólo una falta de coherencia: es complicidad. Una complicidad sutil, vestida de buenas intenciones. Es la hipocresía de los que dicen estar con las víctimas, pero nunca señalan a los verdaderos victimarios.

La Iglesia que calla cuando debe hablar

No son pocos los sectores dentro de la Iglesia que, en lugar de encarnar la profecía evangélica de Jesús —“decir la verdad, aunque duela, aunque cueste”— prefieren tomar partido del lado de los verdaderos opresores, el silencio cómodo, el sermón neutral, la falsa equidistancia.

Cuando se trata de denunciar a los que detentan el poder económico global, las estructuras que fabrican pobreza, o los imperios que destruyen pueblos enteros con guerras, sanciones y bloqueos, el discurso se vuelve vago, ambiguo, pastoralmente correcto. Pero si un pueblo se levanta, si un gobierno busca soberanía, si los pobres luchan con dignidad, entonces sí hay condena: se les tacha de populistas o corruptos.

Esto ya lo señalaba Jesús mismo en los Evangelios:

“¡Ay de ustedes, que construyen los sepulcros de los profetas, a quienes mataron sus padres!”
(Lucas 11:47)

El exilio que odia más que recuerda

Una forma muy clara de esta hipocresía se manifiesta en ciertos sectores del exilio cubano, especialmente en los que han hecho de su emigración una bandera para legitimar la política de asfixia contra el pueblo que dejaron atrás.

Muchos de ellos denuncian —con razón— las carencias materiales, el deterioro social y la crisis económica que reina en Cuba. Pero lo hacen desde una ceguera selectiva, ignorando que buena parte de esa tragedia se debe a una guerra económica sostenida y cruel, impuesta por el gobierno de los Estados Unidos durante más de seis décadas.

Como escribió Frantz Fanon:

“No se puede colonizar sin fabricar miserables, y no se puede fabricar miserables sin justificar su miseria.”

La pobreza de Cuba se convierte entonces en prueba de que “el sistema no funciona”, mientras se omite deliberadamente el contexto: un bloqueo financiero, comercial y político único en el mundo, acompañado de medidas extraterritoriales ilegales, presiones diplomáticas y campañas mediáticas incesantes.

Quienes justifican esa política —incluso en nombre de la libertad o los derechos humanos— no son otra cosa que cómplices del victimario, disfrazados de críticos del sistema.

La moral invertida: condenar a las víctimas, absolver a los verdugos

Este patrón es global. En Palestina, se justifica el genocidio diciendo que se combate al terrorismo. En Venezuela, se pide más sanciones “para salvar al pueblo”. En Haití, se deja morir a la gente para evitar “inestabilidad regional”. En Cuba, se aprieta la soga económica y luego se culpa a la víctima por no poder respirar.

Esto tiene un nombre: inversión moral, donde se acusa a quienes resisten, y se disculpa a quienes agreden.

René Girard lo expresó así:

“Nada disimula mejor la violencia que una víctima.”

Hoy, los grandes victimarios se presentan como defensores del bien, mientras criminalizan a quienes apenas intentan sobrevivir. Y lo hacen con la complicidad de religiosos, periodistas, académicos, influencers o emigrados, que reproducen sin pensar el discurso del poder.


Una ética valiente y coherente

Decía Paulo Freire que:

“El silencio ante la injusticia es una forma de violencia.”

Hoy más que nunca, se necesita una ética valiente, que no tenga miedo de señalar a los verdaderos responsables, aunque eso implique incomodidad, conflicto o aislamiento.

La verdadera compasión no consiste en lamentarse por los pobres, sino en trabajar por cambiar las causas que los hacen pobres, aunque eso suponga enfrentarse a los imperios, las multinacionales, las élites o los propios prejuicios. Pero, se puede pedir peras al olmo, ONGs, iglesias, influenscer que dependen del financiamientos de quienes oprimen a su pueblo, pueden ser verdaderos defensores de los desamparados?

La fe sin justicia es idolatría. El exilio sin memoria crítica es amnesia selectiva. Y la compasión sin verdad es hipocresía funcional al poder.