En los últimos años, hemos visto cómo palabras como “policrisis”, “colapso”, “ingobernabilidad” o “estado fallido” se repiten con fuerza en informes, titulares y redes sociales. Pero, ¿quién decide cuándo un país “ha fallado”? ¿Y por qué ciertos Estados son retratados como fallidos mientras otros, con problemas similares o peores, no lo son?
Más allá de la realidad que pueda vivir una nación, estos términos no son neutrales. Son parte de un lenguaje cuidadosamente construido para deslegitimar proyectos soberanos, romper el tejido social y preparar el terreno para cambios de régimen impulsados desde el exterior. Esta ha sido la estrategia aplicada en países como Libia, Siria, Venezuela y, desde hace más de seis décadas, en Cuba.
La “policrisis”: cuando todas las crisis parecen venir juntas
El término policrisis fue popularizado por el historiador Adam Tooze para describir la superposición de crisis —económica, climática, energética, sanitaria— que se entrelazan y dificultan respuestas coherentes. Según Tooze, la particularidad de este fenómeno es su interconexión: una crisis agrava a la otra.
Pero lo que puede ser un concepto útil para el análisis sistémico también puede usarse como herramienta política. Cuando ciertos medios o gobiernos extranjeros insisten en mostrar a un país como atrapado en una policrisis incontrolable, lo que buscan es instalar la idea de que su modelo ha fracasado. Así, no sólo se diagnostica un problema: se promueve una solución desde afuera, muchas veces a través de intelectuales “orgánicos”.
¿Qué es un “estado fallido”? Y quién tiene el derecho de nombrarlo
Un estado fallido, según el Fund for Peace, es aquel que no puede proveer servicios básicos, mantener el orden interno, ni controlar su territorio. Pero esta definición, en la práctica, es profundamente política. Noam Chomsky ha señalado cómo este tipo de etiquetas son utilizadas como instrumentos de guerra cultural:
“El término 'estado fallido' se aplica sólo a países enemigos. Jamás a aliados, aunque estén claramente fallando a su gente.”
— Noam Chomsky, “Failed States” (2006)
Así, mientras se señala a Venezuela o Siria como estados fallidos, se omite hablar de Haití o Ucrania con los mismos términos, a pesar de su profunda crisis institucional. El objetivo no es el análisis, sino la justificación.
La deconstrucción como estrategia: desmontar la base social
En filosofía, deconstruir es cuestionar estructuras establecidas. Pero en política internacional, la deconstrucción opera como táctica: consiste en desmontar los vínculos simbólicos y afectivos que sostienen un proyecto nacional. Se busca horadar poco a poco la confianza en lo colectivo, erosionar la legitimidad del Estado, debilitar los lazos entre generaciones y promover una salida “salvadora” desde el exterior.
Naomi Klein, en su libro La doctrina del shock, advierte cómo las crisis son aprovechadas —o incluso provocadas— para implantar nuevos órdenes:
“El shock colectivo de una crisis puede hacer que las poblaciones acepten políticas impopulares que, de otro modo, habrían resistido.”
— Naomi Klein, “The Shock Doctrine” (2007)
En otras palabras, la descomposición narrativa precede a la intervención real.
Manuales y recetas: la guerra sin uniformes
Desde hace décadas, diversos documentos del Departamento de Estado de EE. UU., la USAID, la NED (National Endowment for Democracy) y organizaciones como la Open Society Foundation han delineado estrategias para “promover la democracia” en países considerados hostiles a los intereses de Washington. En realidad, muchos de estos textos son auténticos manuales de cambio de régimen, en los que se enseña a:
• Promover líderes “alternativos” formados en el exterior.
• Financiar ONGs y medios que debiliten el relato nacional.
• Crear climas de ingobernabilidad artificial.
• Usar sanciones para agudizar el malestar cotidiano.
Basta revisar documentos como el informe “Cuba: Transition Planning” del U.S. Institute of Peace (2005) o el Cuban Democracy Act para comprobar que la desestabilización ha sido pensada a largo plazo.
Cuba: resistencia bajo asedio prolongado
En el caso cubano, esta estrategia comenzó desde los mismos albores de la Revolución. El bloqueo económico, los intentos de aislamiento internacional y las campañas de desinformación han sido parte de un cerco sostenido. La narrativa internacional ha mutado: de ser “una amenaza comunista” en los años 60 a “una isla fallida” hoy.
Pero esa construcción omite elementos clave: el carácter sistemático del bloqueo, la decisión soberana de resistir y el hecho de que, incluso con dificultades severas, el país ha preservado pilares importantes de su sociedad fundamentalmente su independencia y soberanía territorial.
Es cierto que existen errores internos, desaciertos de política económica y un desgaste generacional evidente. Pero también lo es que la mayoría de los cubanos no han perdido su sentido de nación ni de dignidad. En un contexto de resistencia prolongada, eso ya es una forma de victoria.
Desenmascarar los relatos, defender la verdad
Finalmente, podemos afirmar que los relatos de policrisis y de estados fallidos no son diagnósticos honestos. Son herramientas para desgarrar la unidad social, destruir consensos nacionales y abrir el camino a intereses foráneos. Su objetivo no es ayudar a los pueblos, sino intervenir sobre ellos sin disparar un solo tiro.
Frente a esa maquinaria de propaganda, urge reconstruir el relato propio, recuperar la voz colectiva y defender el derecho de cada nación a equivocarse, corregirse y avanzar por sus propios medios. Nombrar la verdad también es un acto de soberanía.
JECM
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