En tiempos de crisis prolongadas, como la que atraviesa hoy la sociedad cubana, proliferan discursos que intentan ofrecer explicaciones, guías o caminos para superarla. Sin embargo, muchos de ellos —especialmente los que emergen desde espacios religiosos o académicos vinculados a lo eclesial— terminan siendo fachadas vacías de contenido transformador real. Palabras grandilocuentes, críticas sin compromiso histórico auténtico, gestos de aparente radicalidad... pero sin una revisión profunda del yo individual, ni del nosotros institucional.
Se trata de análisis que denuncian la escasez, la burocracia, el deterioro institucional e incluso la desesperanza, pero que ignoran o minimizan el contexto internacional hostil que agrava todos esos males. Se habla del Estado cubano como si operara en condiciones normales, sin reconocer el impacto brutal de más de sesenta años de bloqueo económico, comercial y financiero impuesto por Estados Unidos, ni la reciente agudización de medidas coercitivas unilaterales bajo la administración Trump, que incluyó la injusta inclusión de Cuba en la lista de países patrocinadores del terrorismo, asfixiando aún más su acceso a créditos, comercio y tecnología.
En muchos de estos discursos se exige al gobierno cubano respuestas, reformas, transparencia... y es legítimo pedirlas. Pero cuando tales exigencias se formulan sin reconocer el cerco económico y político externo, y sin atender a las restricciones estructurales impuestas por una guerra económica prolongada, se incurre en una injusticia epistemológica y pastoral.
Desde el psicoanálisis, Sigmund Freud nos alerta sobre uno de los mecanismos centrales del autoengaño: la proyección. Aquello que rechazamos en nuestro interior lo adjudicamos fácilmente a los demás. Así, mientras se señala con el dedo acusador la “decadencia moral” o los “errores del otro”, se evita confrontar las propias incoherencias. El yo se protege de su sombra construyendo enemigos externos. Porque al cargar sobre el otro los errores y límites, eludimos asumir nuestro propio lugar, nuestras responsabilidades y contradicciones.
Esta lógica también opera en lo institucional. En no pocas ocasiones, actores eclesiales que deberían acompañar al pueblo desde una postura crítica y comprometida, terminan asumiendo un rol de jueces externos de un proceso que no comprenden en toda su complejidad, o del cual se han desvinculado en la práctica cotidiana.
El filósofo Paul Ricoeur llamó a esto la hermenéutica de la sospecha, señalando cómo muchas veces lo que parece conciencia crítica no es más que una estrategia para proteger el narcisismo: “la voluntad de desenmascarar al otro puede ser el disfraz más sutil del miedo a desenmascararse uno mismo”.
Esta dinámica se hace particularmente visible hoy en ciertos espacios eclesiales cubanos, donde voces que se proclaman proféticas emiten juicios severos sobre la realidad nacional, pero lo hacen desde una comodidad institucional, sin riesgo real, sin tocar las raíces del sufrimiento del pueblo ni analizar con rigor la complejidad de la sociedad cubana actual. Al hacerlo, se hacen cómplices de la guerra mediática y psicológica que con ferocidad es desatada contra el ya sufrido pueblo cubano.
Como advirtió Frantz Fanon, “el que no ha limpiado su casa no está en condiciones de señalar la basura en la casa ajena”. Y como afirmaba Simone Weil, “toda crítica que no nace del amor a la verdad y al otro es solo una forma de violencia encubierta”.
Desde la fe cristiana, esta forma de denuncia vacía fue una de las actitudes que Jesús enfrentó con mayor contundencia. En el capítulo 23 del evangelio de Mateo, no acusa a los fariseos por su saber, sino por su incoherencia radical: “Dicen y no hacen; atan cargas pesadas y las echan sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con un dedo quieren moverlas.” Su religiosidad era fachada, su juicio era máscara, su ley un instrumento para condenar.
Ese mismo patrón se repite hoy, cuando desde algunos púlpitos o publicaciones eclesiásticas se habla de justicia sin practicar la misericordia, se dice estar al lado de los pobres sin compartir sus condiciones de vida, se pide diálogo mientras se censura la disidencia interna, o se condena la corrupción ajena mientras se guarda silencio ante la corrupción cercana.
El teólogo Karl Rahner advirtió con lucidez: “La Iglesia será creíble solo si es pobre, libre y profundamente honesta consigo misma.” Esa honestidad falta cuando se denuncia sin autocrítica, cuando se predica el Reino de Dios pero se administra la Iglesia como un feudo, cuando se celebra a los mártires del pasado ignorando el sufrimiento del presente.
La liberación no comienza con discursos, sino con una mirada radical hacia dentro, hacia las estructuras que habitamos y reproducimos. Como escribió Paulo Freire, “nadie libera a nadie, nadie se libera solo: los seres humanos se liberan en comunión, en el diálogo, en el reconocimiento mutuo”. Pero ese diálogo no puede existir cuando se habla desde el podio del juicio, con una crítica huérfana de soluciones y de empatía real.
Freire también advertía que “la denuncia sin anuncio, sin esperanza concreta, sin análisis estructural, se convierte en un ejercicio estéril de superioridad moral.” Más aún cuando proviene de espacios eclesiales con recursos propios, con respaldo extranjero, con relativa estabilidad institucional, mientras la mayoría del pueblo vive bajo presión económica constante, incertidumbre y desgaste emocional.
En momentos como estos, no hay lugar para el populismo moral ni para el clericalismo disfrazado de crítica social. Se necesita una fe que se atreva a mirarse al espejo. Una Iglesia que no tema llorar sus propias heridas. Un liderazgo que descienda del estrado y camine con el pueblo.
Desde la teología, Jesús vuelve a ser contundente en Mateo 23: “Dicen y no hacen; cargan al pueblo con exigencias que ellos mismos no cumplen; aman los primeros lugares, pero descuidan lo más importante: la justicia, la misericordia y la fidelidad.”
Muchos sectores eclesiales hoy levantan su voz, pero olvidan que la justicia requiere contexto, que la denuncia necesita humildad, y que sin comprender la dimensión de la crisis global —guerras, inflación, cambio climático, militarización de las relaciones internacionales—, se corre el riesgo de caer en una crítica desubicada y simplista, señalando al Estado cubano como si fuera un actor omnipotente, cuando en realidad resiste bajo condiciones extremas de asedio.
Esto no justifica errores internos, ni exonera a quienes conducen el país. Pero sí exige análisis más profundos, honestos y situados. El agotamiento institucional, la fatiga social, el empobrecimiento sostenido, no son solo resultado de decisiones equivocadas, sino de una asfixia prolongada, planificada y ejecutada desde el poder imperial. Ignorar esto es perpetuar la crítica sin compasión, la fe sin contexto, la teología sin pueblo.
Como recordaba San Óscar Romero, “la Iglesia no debe callar, pero tampoco debe hablar desde la ignorancia o la arrogancia.” La voz profética debe estar cargada de verdad, compasión y compromiso. No se puede construir un discurso liberador sin vivir al lado de los pobres, sin comprender sus luchas, sus miedos, su resistencia cotidiana.
Hoy, más que nunca, la Iglesia cubana está llamada a mirarse en el espejo del Evangelio, no en el de las potencias extranjeras ni en el de las cómodas cátedras académicas. Está llamada a renunciar a la neutralidad disfrazada, a la crítica sin empatía, y a implicarse profundamente en la vida real del pueblo que dice servir.
Porque no hay liberación sin autocrítica.
No hay justicia sin contexto.
No hay Evangelio sin cruz.
Y no hay fe viva sin pueblo.
JECM
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