
Ese doble rasero no es sólo una falta de coherencia: es complicidad. Una complicidad sutil, vestida de buenas intenciones. Es la hipocresía de los que dicen estar con las víctimas, pero nunca señalan a los verdaderos victimarios.
La Iglesia que calla cuando debe hablar
No son pocos los sectores dentro de la Iglesia que, en lugar de encarnar la profecía evangélica de Jesús —“decir la verdad, aunque duela, aunque cueste”— prefieren tomar partido del lado de los verdaderos opresores, el silencio cómodo, el sermón neutral, la falsa equidistancia.
Cuando se trata de denunciar a los que detentan el poder económico global, las estructuras que fabrican pobreza, o los imperios que destruyen pueblos enteros con guerras, sanciones y bloqueos, el discurso se vuelve vago, ambiguo, pastoralmente correcto. Pero si un pueblo se levanta, si un gobierno busca soberanía, si los pobres luchan con dignidad, entonces sí hay condena: se les tacha de populistas o corruptos.
Esto ya lo señalaba Jesús mismo en los Evangelios:
“¡Ay de ustedes, que construyen los sepulcros de los profetas, a quienes mataron sus padres!”
(Lucas 11:47)
El exilio que odia más que recuerda
Una forma muy clara de esta hipocresía se manifiesta en ciertos sectores del exilio cubano, especialmente en los que han hecho de su emigración una bandera para legitimar la política de asfixia contra el pueblo que dejaron atrás.
Muchos de ellos denuncian —con razón— las carencias materiales, el deterioro social y la crisis económica que reina en Cuba. Pero lo hacen desde una ceguera selectiva, ignorando que buena parte de esa tragedia se debe a una guerra económica sostenida y cruel, impuesta por el gobierno de los Estados Unidos durante más de seis décadas.
Como escribió Frantz Fanon:
“No se puede colonizar sin fabricar miserables, y no se puede fabricar miserables sin justificar su miseria.”
La pobreza de Cuba se convierte entonces en prueba de que “el sistema no funciona”, mientras se omite deliberadamente el contexto: un bloqueo financiero, comercial y político único en el mundo, acompañado de medidas extraterritoriales ilegales, presiones diplomáticas y campañas mediáticas incesantes.
Quienes justifican esa política —incluso en nombre de la libertad o los derechos humanos— no son otra cosa que cómplices del victimario, disfrazados de críticos del sistema.
La moral invertida: condenar a las víctimas, absolver a los verdugos
Este patrón es global. En Palestina, se justifica el genocidio diciendo que se combate al terrorismo. En Venezuela, se pide más sanciones “para salvar al pueblo”. En Haití, se deja morir a la gente para evitar “inestabilidad regional”. En Cuba, se aprieta la soga económica y luego se culpa a la víctima por no poder respirar.
Esto tiene un nombre: inversión moral, donde se acusa a quienes resisten, y se disculpa a quienes agreden.
René Girard lo expresó así:
“Nada disimula mejor la violencia que una víctima.”
Hoy, los grandes victimarios se presentan como defensores del bien, mientras criminalizan a quienes apenas intentan sobrevivir. Y lo hacen con la complicidad de religiosos, periodistas, académicos, influencers o emigrados, que reproducen sin pensar el discurso del poder.
Una ética valiente y coherente
Decía Paulo Freire que:
“El silencio ante la injusticia es una forma de violencia.”
Hoy más que nunca, se necesita una ética valiente, que no tenga miedo de señalar a los verdaderos responsables, aunque eso implique incomodidad, conflicto o aislamiento.
La verdadera compasión no consiste en lamentarse por los pobres, sino en trabajar por cambiar las causas que los hacen pobres, aunque eso suponga enfrentarse a los imperios, las multinacionales, las élites o los propios prejuicios. Pero, se puede pedir peras al olmo, ONGs, iglesias, influenscer que dependen del financiamientos de quienes oprimen a su pueblo, pueden ser verdaderos defensores de los desamparados?
La fe sin justicia es idolatría. El exilio sin memoria crítica es amnesia selectiva. Y la compasión sin verdad es hipocresía funcional al poder.
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