viernes, 27 de junio de 2025

Dirección sin liderazgo: una amenaza silenciosa

En momentos de crisis estructural y redefiniciones globales, muchas sociedades que han apostado por modelos alternativos al capitalismo enfrentan un problema persistente y profundo: la desconexión entre liderazgo y dirección. Aunque estos términos suelen emplearse indistintamente, su diferencia no solo es conceptual, sino práctica y política. Esa confusión —o peor aún, su uso manipulador— puede ser una de las causas silenciosas del desgaste en los procesos revolucionarios y de transformación social.

¿Qué diferencia al liderazgo de la dirección?

Podemos apoyarnos en las ideas de autores como John Kotter, quien distingue la dirección como un conjunto de procesos orientados a la planificación, organización y control para lograr objetivos establecidos. El liderazgo, por el contrario, se enfoca en la visión, la motivación, el cambio y la inspiración. El primero administra, el segundo transforma. Uno mantiene el orden; el otro lo desafía, lo redibuja.

La filósofa Hannah Arendt, al referirse al poder y la autoridad, ya advertía que la burocratización excesiva y el abandono del liderazgo ético llevaban al vaciamiento de los procesos políticos, sustituyendo el juicio moral y la responsabilidad por reglas impersonales y estructuras jerárquicas. En muchos sistemas revolucionarios, la dirección se hace rígida, formalista, mientras que el liderazgo —vivo, apasionado, conectado con el pueblo— ha sido asfixiado por la obediencia ciega o la lógica de la eficiencia técnica.

El peligro de los resultados medibles

En la gestión moderna se ha impuesto la idea de que lo que no se mide no existe. Pero en los procesos revolucionarios, esta lógica puede ser profundamente contraproducente. El éxito no puede limitarse a indicadores económicos, asistencias a reuniones o cantidad de viviendas construidas. Es necesario considerar elementos como la participación real, la conciencia política, la confianza ciudadana y la capacidad de movilización transformadora.

El pensador cubano Fernando Martínez Heredia advertía que las revoluciones no son sostenibles si se administran como empresas. La reproducción mecánica de logros, sin pensamiento crítico ni protagonismo popular, termina alejando a los sujetos sociales del proyecto común. Una mala dirección, aunque “eficiente” en el corto plazo, puede ser letal en el largo plazo. Lo mismo ocurre con un liderazgo populista, desconectado del pensamiento estratégico y de las estructuras de base.

Consecuencias del divorcio entre líderes y dirigentes

Cuando dirección y liderazgo no dialogan o se convierten en adversarios, los efectos son múltiples:

  • Desmotivación en las bases.

  • Burocratización de los procesos sociales.

  • Pérdida de confianza en las instituciones.

  • Fractura entre generaciones.

  • Despolitización o cinismo como formas de defensa social.

Esto no es nuevo. En varios procesos del siglo XX, como el soviético o el sandinista, se observaron momentos en que el aparato directivo se volvió incapaz de sostener el impulso original del liderazgo revolucionario. En contextos como el cubano, esto ha provocado la fatiga cívica de algunos sectores, especialmente jóvenes, quienes no niegan los ideales del socialismo, pero cuestionan las formas en que estos se gestionan y representan.

¿Cómo superar esta crisis funcional?

El reto es gigantesco, pero necesario. Se podrían sugerir tres líneas de acción:

  1. Formación integral de cuadros y líderes, que combine lo técnico con lo ético, lo ideológico con lo afectivo. Dirigir no es simplemente gestionar; liderar no es solo emocionar.

  2. Mecanismos reales de participación y control popular, que permitan evaluar a los dirigentes más allá de los informes y estadísticas. La evaluación debe ser ascendente y dialógica, no solo descendente y punitiva.

  3. Reinvención del liderazgo colectivo, donde el protagonismo no recaiga en figuras mesiánicas ni en estructuras estancas, sino en redes, movimientos, saberes diversos. Inspirarse en prácticas como el “liderazgo horizontal” promovido por los zapatistas, o el “poder obediencial” del Buen Vivir andino, puede ofrecer alternativas valiosas.

Una reflexión final

Creer que basta con tener un sistema distinto al capitalismo para construir una sociedad superior es un error peligroso. El sistema debe estar vivo, repensarse, evaluarse, nutrirse de las energías populares, y eso solo es posible cuando dirección y liderazgo cooperan, dialogan, se tensionan en beneficio del pueblo.

En los procesos revolucionarios, un mal liderazgo o unas malas prácticas de dirección pueden ser tan —o incluso más— funestas que la acción directa de la contrarrevolución. Dañan no solo su entorno inmediato, sino que comprometen la credibilidad y el futuro del proyecto transformador, afectando gravemente el desarrollo político, moral y cultural de las nuevas generaciones.

Una política de cuadros ineficiente, autorreferencial o desconectada de la realidad concreta, tiene un efecto interno comparable al de una invasión enemiga: penetra de forma sigilosa, no declarada, y lo más peligroso es que cuesta identificar su alcance hasta que ya ha corroído parte de la estructura social desde dentro.

Como diría Paulo Freire, “nadie lidera solo, liderar es siempre un acto de amor comprometido con los otros”. Y dirigir, cuando no escucha ese amor ni respeta el juicio del pueblo, degenera en dominación y destruye el alma misma del proyecto revolucionario.

JECM

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