Es importante decirlo con claridad: no todos son guatacas, ni mucho menos. Cuba sigue siendo un país de gente honesta, con reservas éticas profundas en todos los sectores: en los barrios, en las escuelas, en los centros de trabajo, en los hospitales y también en las instituciones. Hay personas que mantienen la frente en alto, que viven con coherencia, que no venden su palabra ni su conciencia. Son mayoría silenciosa a veces, pero están ahí, sosteniendo el tejido moral del país.
Sin embargo, la guataquería existe. Y cuando se hace visible —en la política, en lo social o en lo cultural— daña la autenticidad, el mérito, la verdad. Se aplaude al dirigente por costumbre, al maestro por conveniencia, al médico por cálculo. Se le rinde culto al que tiene recursos, al que manda, al que “resuelve”. Y, con demasiada frecuencia, se mira con desdén lo propio y con fascinación lo foráneo.
Esa es otra forma peligrosa de guataquería: la que se inclina ante lo extranjero, especialmente ante lo que viene del Norte. Se adula al yanqui, al europeo, al que habla inglés, al que llega con dólares. Se sobredimensiona lo de afuera mientras se minimiza lo nuestro, como si la cubanía fuese sinónimo de atraso y lo foráneo, garantía de calidad.
José Martí, en Nuestra América, ya lo advertía. Decía que había que tener fe en el carácter propio, en las raíces propias, en el alma del continente. Él denunciaba con claridad a quienes despreciaban a su pueblo para adorar lo ajeno. Y lo hacía no por nacionalismo vacío, sino porque sabía que una nación que no se respeta a sí misma está condenada a la dependencia.
“Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.” José Martí
La guataquería no es solo un problema de formas, es un problema de fondo. Deteriora el juicio crítico. Se premia al que aplaude sin pensar y se margina al que disiente con argumentos. Se le da espacio al que adula y se silencia al que propone. Así se empobrece el debate, se castiga la creatividad y se sabotea la transformación.
Por eso este fenómeno, aunque no sea dominante, debe ser cuestionado y superado. No desde el odio, sino desde la responsabilidad. No se trata de dejar de elogiar lo que merece elogio, sino de no hacer de la alabanza un instrumento de ascenso o de supervivencia.
La Cuba que construimos necesita personas con criterio, dignidad y menos simulación. Necesita voces que hablen desde el corazón, sin miedo a disentir ni necesidad de agradar. Necesita ciudadanos que valoren lo nuestro, que aprendan del mundo sin subordinarse a él.
La guataquería es una forma de sumisión. La crítica honesta, la valoración justa y el elogio merecido, en cambio, son formas de libertad.
El “Guataca Nacional” no es un simple modismo: es un espejo. Nos invita a revisar cuánto de nuestro comportamiento familiar, educativo, político o social está basado en la lisonja y no en el valor real. La guataquería impide la crítica sana, promueve la mediocridad y desdibuja la autenticidad.
Aceptar lo autóctono, valorar lo auténtico y construir con honestidad es— tal como lo proponía Martí— la tarea de un pueblo que quiere ser libre y digno. Por eso, luchar contra el guataca nacional es, en última instancia, cuidar la esencia del ser nacional.
JECM
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