jueves, 18 de septiembre de 2025

Fugas que dañan los tejidos sociales

 De la “fuga blanca” al éxodo rural: migraciones que transforman la base de las naciones


Introducción

A lo largo de la historia, las naciones han enfrentado procesos de desplazamiento poblacional que, lejos de ser simples movimientos migratorios, han tenido un impacto profundo en sus estructuras sociales, económicas y culturales. Algunos de estos procesos han sido voluntarios, otros forzados o inducidos, pero en todos los casos su saldo ha significado la pérdida de capital humano, de cohesión social y de proyectos colectivos.

Entre ellos destacan tres fenómenos que, aunque diferentes en sus motivaciones, guardan un hilo común: la reconfiguración de los tejidos sociales. Se trata de la fuga blanca en Estados Unidos durante las décadas de 1960 y 1970, la emigración de élites tras procesos emancipadores como en Haití en el siglo XIX o en Cuba tras 1959, y el éxodo rural hacia las ciudades, intensificado desde la Revolución Industrial hasta nuestros días. Este artículo propone mirarlos en conjunto, como expresiones de una misma dinámica histórica que redefine sociedades enteras.


1. La fuga blanca: la huida inducida de la clase media blanca en EE. UU.

En Estados Unidos, durante las décadas de 1960 y 1970, se produjo un fenómeno conocido como White Flight o “fuga blanca”. Millones de familias blancas de clase media abandonaron los centros urbanos hacia suburbios periféricos, motivadas por una combinación de factores: la integración racial promovida tras las leyes de derechos civiles, el temor a la delincuencia en barrios empobrecidos, y una intensa campaña mediática que asoció lo urbano con lo decadente.

Este proceso tuvo consecuencias notorias:

La fuga blanca muestra cómo las migraciones internas pueden ser inducidas por discursos sociales y mediáticos, generando un desplazamiento que no solo es físico, sino también simbólico: el abandono de la idea de ciudad compartida.


2. Emigración de élites tras procesos emancipadores: la huida del saber y del poder

Un fenómeno paralelo, pero en clave histórica y política, es la emigración de élites tras revoluciones o procesos emancipadores. A diferencia de la fuga blanca, aquí no se trata de clases medias temerosas, sino de sectores dominantes —blancos, terratenientes, intelectuales, profesionales— que deciden abandonar sus países cuando el orden social cambia.

Haití en el siglo XIX

Tras la revolución de 1804, que convirtió a Haití en la primera república negra independiente, se produjo la salida masiva de colonos franceses y sus descendientes, muchos de ellos propietarios de tierras, técnicos y comerciantes. El país recién nacido perdió así un segmento que concentraba conocimientos técnicos y redes comerciales, lo cual condicionó su desarrollo posterior.

Cuba después de 1959

En el caso cubano, el triunfo revolucionario provocó varias oleadas migratorias de profesionales, empresarios y técnicos. La “sangría” de médicos, ingenieros y académicos, estimulada además por políticas de acogida en EE. UU., fue uno de los desafíos más complejos para el nuevo gobierno. No obstante, la Revolución respondió con programas de masificación de la educación que, en pocos años, compensaron parcialmente la pérdida.

En ambos casos, el denominador común es la salida del capital humano más formado, lo que genera un vacío en el aparato productivo y cultural de la nación, y reconfigura tanto la composición social interna como la imagen internacional del país.



3. Éxodo rural: del campo a la ciudad, la otra fuga


El tercer fenómeno es el éxodo rural hacia las ciudades, presente en casi todas las sociedades modernas. Desde la Revolución Industrial en el siglo XVIII hasta los procesos de urbanización masiva en América Latina en el siglo XX, millones de campesinos se desplazaron buscando empleo, educación y servicios.

Si bien este movimiento no suele estar marcado por el rechazo político o racial, sus efectos son comparables:

  • Despoblación del campo: abandono de tierras, pérdida de tradiciones y envejecimiento de comunidades rurales.

  • Crecimiento urbano desigual: aparición de cinturones de pobreza, marginalidad y servicios insuficientes.

  • Cambios en la estructura política: la concentración de masas en las ciudades dio lugar a movimientos obreros y urbanos con gran capacidad de presión social y política.

Autores como Karl Marx y Friedrich Engels ya habían advertido sobre la separación del trabajador de su tierra y la creación de un proletariado urbano. Más tarde, estudiosos como Manuel Castells analizaron cómo este proceso produce “ciudades duales”: modernas y conectadas, pero atravesadas por la exclusión social.


4. Un mismo fenómeno con tres rostros

Aunque distintos en sus motivaciones inmediatas, la fuga blanca, la emigración de élites y el éxodo rural comparten un núcleo común:

  • Son desplazamientos masivos que desestructuran comunidades.

  • Debilitan o reconfiguran el tejido social de los países.

  • Son aprovechados, en muchos casos, por actores políticos y económicos para reforzar proyectos de poder.

Se trata, en definitiva, de fugas del poder, del saber y del trabajo, que dejan cicatrices en las sociedades y que deben ser estudiadas como parte de una misma lógica histórica de reorganización poblacional.


5. La otra cara de la migración: oportunidad y renovación

Aunque la historia nos muestra con claridad los efectos negativos de las fugas poblacionales sobre los tejidos sociales, también es cierto que la migración —sea interna o externa— puede convertirse en una fuente de renovación, dinamismo y apertura para las naciones. Todo depende de las políticas, del contexto y de la capacidad de los Estados y las comunidades para equilibrar pérdidas y ganancias.

En el caso de la migración internacional, muchos países pobres han encontrado en la diáspora una fuente fundamental de recursos:

  • Remesas económicas: Para varias naciones de América Latina, África y Asia, las transferencias de dinero de sus emigrados representan un porcentaje significativo del PIB.

  • Circulación de saberes y redes transnacionales: Los profesionales emigrados no necesariamente significan una pérdida definitiva; muchos retornan o establecen vínculos de cooperación, facilitando transferencias tecnológicas, académicas o culturales.

  • Capital social y diplomático: Las comunidades en el exterior funcionan como “embajadas vivas” que fortalecen la proyección internacional de sus países de origen.

En cuanto a la migración interna, como el éxodo rural, también puede abrir oportunidades:

  • Modernización agrícola: La despoblación del campo obliga en muchos casos a introducir tecnologías y nuevas formas de producción.

  • Diversificación urbana: Las ciudades reciben una inyección de tradiciones, culturas y prácticas que enriquecen su vida social.

  • Nuevos actores sociales: Los migrantes rurales han sido protagonistas de movimientos populares y sindicales que ampliaron la democracia y la participación política.

La clave está en que la migración no sea vista únicamente como un “vaciamiento”, sino como un ciclo de movilidad que puede generar beneficios mutuos si existe política pública inteligente, voluntad de integración y visión de largo plazo.


Los procesos de fuga poblacional no pueden verse como simples estadísticas migratorias. Son fenómenos que alteran la capacidad de un país para sostener su desarrollo, preservar su identidad cultural y garantizar cohesión social.

La fuga blanca en Estados Unidos reveló cómo el miedo y los discursos mediáticos pueden desplazar comunidades enteras, creando desigualdades raciales profundas. La emigración de élites en Haití o Cuba mostró que los cambios políticos suelen enfrentarse a la huida del conocimiento acumulado, con consecuencias económicas y simbólicas de largo alcance. El éxodo rural, por su parte, puso en evidencia que el desarrollo económico puede concentrar poblaciones y recursos, dejando atrás a vastos sectores rurales.

Sin embargo, la migración también tiene una cara positiva: puede convertirse en fuente de recursos, de conocimiento, de redes y de renovación cultural. Puede desgarrar tejidos sociales, pero también puede tejer otros nuevos, más amplios y diversos, si se gestiona con visión y justicia social.

La lección histórica es clara: ningún proyecto de país puede sostenerse si no es capaz de retener, integrar y valorar a sus comunidades, evitando que las fugas —sean de élites, de clases medias o de campesinos— se conviertan en heridas abiertas que condicionen su futuro, y transformando la migración en un puente de desarrollo y de intercambio cultural.


lunes, 15 de septiembre de 2025

Los Años Perdidos de Jesús: Una Hipótesis que Invita a la Reflexión Histórica y Cultural

La reciente visita a una exposición sobre las culturas de Asia actuó como un imán para ideas latentes. Aunque desde mis años de estudio conocía las teorías que trazan un hilo conductor entre aquellas lejanas tradiciones y nuestra herencia judeocristiana, siempre las percibí como algo abstracto y distante: un dato académico, no una realidad vibrante. Sin embargo, recorrer aquellas salas transformó esa noción intelectual en una certeza tangible. Fue entonces cuando surgió la urgencia de escribir: para iluminar esos vasos comunicantes que muchos desconocen y que otros, no menos peligrosos, manipulan para deslegitimar lo ajeno.

En este redescubrimiento, resuena con fuerza la voz de mi amigo Alejandro Dausá, a quien acabo de recordar en el aniversario de su partida. En nuestras interminables charlas, él solía repetirme: "Uno debe conocer sus raíces y sus creencias, pero jamás tener miedo a tender un puente hacia otras experiencias, hacia otras miradas". Este texto es, en parte, un homenaje a su sabiduría. Gracias, Alejo, por aquellas conversaciones de hermano.

Una Hipótesis que Invita a la Reflexión Histórica y Cultural

Existe un vacío en la narrativa histórica que ha fascinado a estudiosos, teólogos y curiosos por igual: los aproximadamente dieciocho años de la vida de Jesús de Nazaret de los que los evangelios canónicos no ofrecen relato alguno, desde su adolescencia hasta el inicio de su ministerio público. Este período silenciado ha dado pie a diversas hipótesis, entre las más intrigantes, la que sugiere un posible contacto de Jesús con las culturas y tradiciones filosóficas de Asia, específicamente con el budismo.

Más allá de especulaciones esotéricas, esta idea se presenta como un fascinante campo de estudio intercultural que invita a reexaminar las conexiones entre Oriente y Occidente en la antigüedad.

El Marco Histórico de una Posibilidad

La noción de que Jesús pudiera haber viajado al Este no es del todo anacrónica si consideramos el contexto histórico del siglo I. La Ruta de la Seda ya funcionaba como una compleja red de intercambio comercial y cultural que unía el Mediterráneo con India y Asia Central. Además, siglos antes, el emperador budista Ashoka (304-232 a. C.) había enviado misioneros a territorios helenísticos, como Siria, Egipto y Grecia. Existen indicios de comunidades budistas en Alejandría, un crucial centro de conocimiento del mundo antiguo.

Estos datos no demuestran un contacto directo de Jesús con estas influencias, pero sí establecen que el mundo antiguo estaba más interconectado de lo que solemos imaginar y que las ideas filosóficas y religiosas circulaban junto con las mercancías. La pregunta que se abre es entonces de naturaleza cultural: si estas ideas permeaban el ambiente, ¿cómo pudieron influir en el desarrollo espiritual de la época?

¿Influyó Oriente en los Fundadores del Cristianismo? Una Hipótesis Histórica Sólida


La idea de que Jesús viajara personalmente a la India o el Tíbet sigue siendo, para la mayoría de la academia, una especulación poética pero sin base histórica contrastable. Sin embargo, la pregunta adquiere una nueva y poderosa dimensión cuando la reformulamos: ¿Pudieron los primeros cristianos, los pensadores helenísticos judíos y los autores de los evangelios, haber estado expuestos a ideas filosóficas orientales que influyeran en la redacción y desarrollo de su teología?

La respuesta es que "sí, es muy posible", y se sustenta en el contexto histórico del Mediterráneo oriental en los siglos I a.C. y I d.C.

1. El Mundo Helenístico: Un Crisol de Ideas
Tras las conquistas de Alejandro Magno (siglo IV a.C.), el mundo desde Grecia hasta la India se vio unificado por una cultura común: el helenismo. Este fue un período de intercambio cultural sin precedentes. La Ruta de la Seda y otras rutas marítimas conectaban Roma, Alejandría, Antioquía y Jerusalén con Persia, India y más allá. No solo circulaban sedas y especias, sino también ideas, religiones y filosofías. Ciudades como Alejandría eran epicentros intelectuales donde convergían filósofos griegos, teólogos judíos, y con toda probabilidad, mercaderes e ideas de Oriente.

2. Comunidades Judías en Diáspora: El Puente Ideológico
Los judíos de la diáspora, especialmente en Alejandría, estaban inmersos en la filosofía griega y en ese caldo de cultivo intercultural. El filósofo judío Filón de Alejandría (20 a.C. - 50 d.C.), contemporáneo de Jesús, describe a los Terapeutas y los Esenios, comunidades ascéticas judías cuyas prácticas—vida comunitaria, celibato, meditación, renuncia a la propiedad—guardan un parecido notable con las de los monjes budistas. Esto sugiere que ciertos ideales ascéticos circulaban en la región y pudieron servir como un puente conceptual.

3. Evidencias en los Textos y la Práctica Cristiana
Esta influencia cultural indirecta podría rastrearse en algunos elementos del cristianismo primitivo:

  • El Logos: El evangelio de Juan comienza con "En el principio era el Logos (Verbo)", un concepto central en la filosofía griega pero que también tiene ecos en ideas orientales como el Dharma o el orden cósmico.

  • El Monacato Cristiano: Cuando emerge en Egipto siglos después, su estructura—comunidades aisladas dedicadas a la pobreza, la oración y el ascetismo—no tiene un modelo claro en la tradición judía o grecorromana. Historiadores como Peter Harvey sugieren que es plausible que los primeros monjes cristianos conocieran, aunque fuera de oídas, las prácticas de los ascetas budistas (bhikkhus) a través de las rutas comerciales.

  • Textos Apócrifos: Algunos evangelios, como el de Tomás, con su énfasis en la búsqueda interior y el conocimiento (gnosis), muestran una sensibilidad que para algunos estudiosos se acerca más a la espiritualidad oriental.

Convergencias Doctrinales: ¿Paralelismo o Influencia?

Más allá de la influencia histórica, las similitudes entre las enseñanzas de Jesús y los principios budistas son notables y merecen un análisis comparativo.

1. Paralelos Éticos y Narrativos
Ambas tradiciones comparten motivos narrativos universales, como nacimientos milagrosos y anunciaciones divinas. Éticamente, la Regla de Oro—tratar a los demás como uno quiere ser tratado—es casi idéntica en su formulación. Ambos líderes enfatizaron el desapego material y la compasión universal como caminos hacia la liberación espiritual, ideas que resonaban en un mundo interconectado.

2. Símbolos y Prácticas Transculturales
La iconografía muestra cruces notables. El halo o aureola de santidad, omnipresente en el arte cristiano, se usaba siglos antes en el arte budista. Gesto de bendición de Jesús se asemeja al mudra Abhaya (gesto de protección) del budismo. Incluso la vida monástica, con su celibato, pobreza y meditación, encuentra profundos paralelos en ambas tradiciones, sugiriendo una respuesta humana similar a la búsqueda de lo divino.

Los académicos se dividen en la interpretación. Algunos defienden la teoría del "paralelismo independiente", argumentando que mentes iluminadas en diferentes contextos pueden llegar a conclusiones éticas similares de manera natural. Otros prefieren hablar de un "diálogo intercultural indirecto", donde las ideas, filtradas a través de diversas comunidades, permearon el ambiente intelectual de la época.

"El Jardín del Edén": Una Exploración Cinematográfica de la Hipótesis

El cine ha sido un vehículo fructífero para explorar estas ideas más allá de los confines académicos. Un ejemplo notable es la película italiana "El jardín del Edén" (I giardini dell'Eden, 1998) dirigida por Alessandro D'Alatri.

Lejos de ser un relato fantástico, la cinta ofrece una aproximación humana y reflexiva a los años perdidos de Jesús (llamado Jeoshua). El filme lo muestra inmerso en un viaje de búsqueda espiritual, enfrentándose a la injusticia de su tiempo y entrando en contacto con comunidades como los esenios. Aunque no lo muestra viajando a India, la película explora de manera sutil la idea de un joven en proceso de formación, abierto a diferentes influencias, encapsulando perfectamente el espíritu de investigación que rodea esta hipótesis.

Conclusión: Un Diálogo de Tradiciones, no una Copia

La hipótesis más sólida no es que el cristianismo sea "un budismo reformulado", sino que se desarrolló en un mundo complejo e interconectado. Los primeros teólogos cristianos, muchos judíos de la diáspora educados en cultura griega, utilizaron el lenguaje y los conceptos filosóficos de su tiempo para explicar la significación de Jesús. Es altamente probable que entre esos conceptos hubiera ideas originadas en Oriente, filtradas y reinterpretadas por el helenismo.

Esto no resta originalidad al cristianismo; al contrario, enriquece nuestra comprensión de cómo las grandes tradiciones espirituales no surgen en el vacío, sino que crecen y se definen en diálogo—consciente o inconsciente—con otras tradiciones.

Finalmente, este debate trasciende la figura histórica de Jesús y nos habla de una búsqueda humana universal. Tal vez la pregunta más importante no sea "¿viajó Jesús a la India?", sino "¿qué podemos aprender hoy del diálogo entre estas dos grandes tradiciones de sabiduría?". La respuesta a eso merece una investigación profunda y serena.

JECM

viernes, 12 de septiembre de 2025

La esperanza como resistencia: lectura de Romanos 4,18

Una meditación sobre Romanos 4,18 y la lucha entre dos esperanzas: la del bien que levanta y la del mal que espera nuestra caída.

Hace poco me encontré con un amigo de buenos tiempos, alguien a quien siempre he tenido en alta estima por su sabiduría incisiva. Conversamos largo rato sobre diversos asuntos, y cómo no, sobre la situación actual de nuestro país. No hace falta extenderse en diagnósticos; basta con mirar los titulares para percibir la grieta, el deterioro en tantos aspectos de la vida.

Como cristiano, al igual que mi amigo, le compartí mi convicción en el texto paulino de Romanos 4:18:

“Él creyó en esperanza contra esperanza, para llegar a ser padre de muchas naciones, conforme a lo que se le había dicho: Así será tu descendencia.”

Siempre lo he entendido como una construcción poética profunda, que nos invita a creer en un mundo distinto, más allá de toda adversidad, como aquellos primeros cristianos que no claudicaron en su fe a pesar de los contratiempos. Pero mi amigo, para sorpresa mía, respondió que el texto le era muy oscuro, más bien una construcción gramatical deficiente.

Me quedé pensativo mucho tiempo después de aquella conversación. Reflexionando en soledad, descubrí un ángulo distinto: “esperanza contra esperanza” no solo habla de un contraste interior, sino también de un enfrentamiento entre dos esperanzas opuestas. La de Abraham, que creyó más allá de lo imposible, y la de quienes esperaban su fracaso, quienes desconfiaban del poder de la promesa.

San Agustín decía que la esperanza de Abraham era un acto de amor: “Creer contra toda esperanza humana, apoyándose solo en la esperanza divina, es confiar en lo que aún no se ve” (Enarrationes in Psalmos). Lutero, por su parte, interpretaba este pasaje como la capacidad de aferrarse a la Palabra de Dios aun cuando todo lo visible parece desmentirla, un combate entre la fe y la razón incrédula. Y más cerca de nosotros, Jürgen Moltmann recordaba que la esperanza cristiana es siempre esperanza en medio de la contradicción, porque “creer significa aguardar lo imposible, esperar aquello que el mundo declara perdido” (Teología de la esperanza).

Mirado así, la frase se vuelve también un retrato de la lucha de todos los tiempos: la esperanza de los humildes, los oprimidos y los olvidados, contra la esperanza torcida de quienes quieren dominar, excluir o destruir. Porque sí, también el mal “espera”: espera que caigamos en la incredulidad, que renunciemos a la justicia, que nos rindamos al desaliento. Es una esperanza deformada, la del adversario, la de quienes apuestan por la injusticia creyendo que será eterna.

La Biblia no oculta esa confrontación. Habla de un enemigo que anda como león rugiente buscando a quién devorar, y de poderes de maldad que pretenden disputarle a Dios su obra. Y en ese campo de batalla espiritual, mi esperanza se vuelve resistencia. No puedo desentenderme de la esperanza del otro, del mal, si quiero vencer; necesito reconocerla, discernirla y oponerle la mía.

La verdadera victoria no radica en ignorar esa otra “esperanza”, sino en sobreponerme a ella con la fuerza del bien: la solidaridad, la inclusión, la justicia y la vida plena. La esperanza cristiana nunca es egoísta, sino compartida; no se encierra en sí misma, sino que levanta al caído, abraza al excluido y construye comunidad.

Hoy entiendo mejor a Pablo: creer en “esperanza contra esperanza” significa, en lo más profundo, participar de esa tensión entre dos fuerzas. Significa elegir cada día de qué lado espero, y perseverar, aun cuando todo indique lo contrario. La esperanza de Abraham triunfó sobre la incredulidad de su tiempo. Así también nuestra esperanza, puesta en el bien, se impondrá sobre la esperanza torcida de quienes confían en la injusticia.

De manera más clara, por un lado, la esperanza de los oprimidos, de los que desean liberarse. Por el otro, la esperanza de los victimarios, de los poderosos que quieren perpetuar su dominio y sus injusticias.

Ahí entendí que la fuerza de los débiles está justamente en oponer su esperanza a la de los opresores. En sostenerse firmes aunque la lucha parezca desigual, en resistir con fe y convicción. Porque no se trata de una ilusión pasiva, sino de una esperanza que da fuerza, que levanta, que arma de paciencia, coraje y acción transformadora.

Por eso, cada vez que regreso a esa frase, la siento más viva y luminosa. Esperanza contra esperanza es el grito de quienes, aún rodeados de oscuridad, siguen creyendo en la posibilidad de un mundo distinto. Y yo me aferro a ella, porque estoy convencido de que esa esperanza —la de los pobres, la de los que sufren, la de los que no claudican— es la que, al final, terminará venciendo.

Resistimos y venceremos, porque nuestra esperanza no es una ilusión pasajera, pero tampoco debe ser ingenua, porque ella, sin dudas, se enfrenta a múltiples retos, y en ese proceso debe crecer, fortalecerse.

La esperanza en medio de las pruebas

La Biblia misma reconoce que la esperanza no garantiza éxitos inmediatos, sino que sostiene al fiel en medio del dolor. Por ejemplo, el Salmo 25 promete: «Quien en ti espera no quedará defraudado […] en ti pongo mi esperanza cada día». Sin embargo, esta confianza en Dios discurre a través de la tribulación y la espera. En Romanos Pablo exhorta a “esperar con paciencia” las cosas que aún no se ven (8,24-25), y dice que en las tribulaciones también se encuentra gozo “con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación”. Así, la Escritura vincula esperanza y sufrimiento: nuestras pruebas purifican la fe y, a la inversa, la esperanza sana el alma que las padece.

Padres y místicos: resistencia y purificación

Los Padres y místicos cristianos desarrollaron esta misma idea. San Agustín observa que la esperanza cristiana “capacita para soportar el sufrimiento, y, al contrario, el sufrimiento puede ayudar a purificar la esperanza cristiana”. Para Agustín la vida es siempre «una prueba», en la que nadie puede considerarse a salvo; en ese contexto sólo “la misericordia de Dios” es nuestra única esperanza firme. Santo Tomás, por su parte, destaca que la esperanza es un don sobrenatural que persiste incluso cuando el cristiano pierde la gracia o la consolación espiritual. En su teología la esperanza «proteje del desaliento y procura gozo en la prueba misma»: sus frutos son la fortaleza para avanzar y el “yélmo de la esperanza” que sostiene al alma en la lucha (cfr. 1 Ts 5,8; Rm 12,12).

Santa Teresa de Ávila, dentro de la tradición mística española, explica que el camino espiritual implica “pelear” continuamente hacia Dios. La vida interior es un castillo en el que hay que permanecer con “determinación” (su palabra para la perseverancia), animados por la esperanza de un bien mayor. Teresa advierte que en ese camino habrá “tropiezos, resbalones y caídas”, pero cada caída es parte del aprendizaje del amor. Como ella misma resumió: “No os desaniméis, si alguna vez cayereis, para dejar de procurar ir adelante; que aun de esa caída sacará Dios bien”. En otras palabras, la verdadera esperanza cristiana no se rinde ante el fracaso: aprende de él y sigue avanzando confiando en Dios. O, en palabras de un creador digital español que descubrí hace poco, y que se presenta como Bob Pop: “quien tropieza siempre avanza dos pasos”.

San Juan de la Cruz profundizó esta experiencia de “noche oscura”. En él, el alma que busca a Dios atraviesa etapas de oscuridad profunda: “la noche oscura” es la privación de placer espiritual y la sensación de caminar sin luz. Pero Juan de la Cruz afirma que precisamente «por ella el alma ha de ir a Dios», pues estas pruebas purgan las imperfecciones del deseo divino. En resumen, los místicos ven en el sufrimiento y la desolación una pedagogía divina: la esperanza auténtica crece cuando el alma se vuelve más humilde y dependiente, preparándola para la luz que vendrá.

La cruz como escuela de esperanza

La espiritualidad de la cruz enseña que la verdadera esperanza se afirma en el sufrimiento de Cristo. Muchos teólogos modernos han desarrollado esta idea. Dietrich Bonhoeffer insistió que el cristiano debe reconocer la cruz de Cristo en su propia vida. Señaló que la “esperanza cristiana no está puesta en este mundo, sino en Cristo y su Reino”. Es decir, la fidelidad de quien sufre bajo opresión o en la vida ordinaria expresa su fe en un bien futuro que la Cruz inaugura. De modo parecido, Jürgen Moltmann hizo de esto el núcleo de su teología de la esperanza. Para Moltmann, la fe cristiana se fundamenta en la resurrección del Cristo crucificado: debemos “creer en la resurrección de Cristo crucificado y vivir a la luz de su realidad y su futuro”. Su Reino venidero, afirma, ya actúa desde el futuro escatológico y da sentido a la historia presente. En palabras de este autor, la esperanza cristiana descansa en el Dios que sufre en la Cruz y resucita: incluso cuando “el mundo halla su triunfo” en la opresión, «Dios obra a través de los hombres, hace milagros a pesar de nuestros pecados». En consecuencia, bajo la cruz —o en el silencio de Dios en ella— el creyente no está huérfano: Cristo se identifica con los crucificados de la historia y da a su pueblo la certeza última de la victoria futura.

Silencio de Dios y tensión escatológica

Los teólogos señalan además que Dios guarda silencio en el dolor. Esta “noche oscura” es ambivalente: Dios parece ausente, pero ese desierto tiene fin. Kierkegaard, por ejemplo, subraya que la fe auténtica sigue adelante aunque Dios no revele sus planes al instante (como Abraham en camino al sacrificio de Isaac). En el ámbito católico, la expresión “silencio de Dios” refleja la sensación de orar en sequedad espiritual, tema que enfrentaron Agustín y los místicos. En todo caso, se insiste en que la esperanza traza una línea entre el ya y el todavía no del Reino de Dios. Es una esperanza escatológica: aún no vemos cumplido el Reino, pero tenemos su promesa. En esta línea, la teología clásica señala que la esperanza “no es mera pasividad”, sino una actitud activa que lleva al cristiano a usar los medios de salvación y a superar los obstáculos con el auxilio divino. Los textos católicos incluso proclaman que «en la esperanza encontramos fuerza en la prueba misma». El carácter incompleto de nuestro mundo —marcado por el pecado y la fragilidad— no arruina la esperanza: al contrario, la encarna en la lucha cotidiana. Como señalan los catequistas modernos, la esperanza cristiana “no merma la importancia de lo temporal, sino que le da su pleno sentido y perfección” al apuntar hacia los «nuevos cielos y nueva tierra» prometidos (el Reino definitivo).

En suma, los escritos bíblicos y teológicos —de san Agustín y santo Tomás hasta Teresa de Ávila, Juan de la Cruz o Moltmann— coinciden en que la esperanza del justo no es una línea recta ni un atajo a la felicidad, sino el aliento que permite soportar el “camino estrecho” de la fe. No asegura éxitos inmediatos, pero da dirección y fuerza al alma fiel. Como advierte Teresa: “Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora… mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a Dios”. En definitiva, sostenerse en la esperanza —incluso cuando todo parece perdido, en la noche oscura o en el silencio de Dios— es el acto que revela la fe del justo en la promesa del Reino: un mundo alternativo al que hoy se levanta sobre la opresión, la codicia y el odio.

Para concluir, una nota final

Cuba atraviesa hoy una situación difícil en lo económico, en lo social y en lo político, pero también en ese terreno invisible donde se enfrentan dos esperanzas: la del amor y la del odio. Una que resiste y lucha por avanzar cada día, y otra que busca, a toda costa, el fracaso de nuestro pueblo como nación independiente. Por mi parte, siempre estaré del lado de quienes aman y construyen. Y lo digo sin etiquetas de militancia partidaria, porque en mi camino he conocido a cristianos sin fe y a revolucionarios que no lo son.

JECM

martes, 5 de agosto de 2025

¿Reconciliación? ¿De quiénes y con quién?


La reconciliación es, en ocasiones, un camino válido. Pero no es automático, ni puede darse por decreto. Es un proceso delicado, profundo, que exige mucho más que buenas intenciones. Y en medio de tantas voces que hoy enarbolan esa palabra, me pregunto con honestidad: ¿la reconciliación entre quiénes y con quién?

Anthony de Mello, en una de sus parábolas, habla de dos judíos que sobreviven a los campos de concentración. Uno de ellos, aunque herido, decide no odiar. El otro sigue cargando un resentimiento feroz. “Yo no puedo perdonar”, dice. Y su amigo le responde: “Entonces, aún eres prisionero de los nazis”. No siempre se perdona por el otro. A veces se perdona para que el odio no te consuma por dentro. Para no seguir preso de lo que ya pasó.

Pero el caso cubano no es solo individual. Es político, histórico, colectivo. No se trata simplemente de si yo, o tú, perdonamos. Se trata de si un pueblo entero puede reconstruirse tras décadas de fracturas, agresiones, errores, resentimientos, silencios impuestos y gritos manipulados.

Muchos hablan de reconciliación, pero ¿con qué propósito? ¿Reconciliarnos con quienes han negado incluso nuestro derecho a existir como país? ¿Con quienes han aplaudido sanciones, bloqueos, campañas de odio y de tergiversación que nos han hecho más difícil la vida a todos? ¿Con los que han buscado convertir nuestras dificultades en su oportunidad política?

No. No puede haber reconciliación a cualquier precio. Mucho menos si se pretende que signifique olvido, renuncia o claudicación. No puede llamarse reconciliación a la exigencia de borrar nuestra historia, de negar lo que fuimos, lo que somos y lo que aún aspiramos a ser.

Pero también es verdad que debemos distinguir. Porque hay muchos cubanos, dentro y fuera, que piensan distinto. Que tienen críticas válidas. Que se formaron con otras vivencias, otras narrativas. Que aman a Cuba aunque no compartan todas nuestras verdades. Y ahí, sí cabe otra pregunta: ¿cómo nos reencontramos sin ceder en lo esencial, pero sin repetir la exclusión?

Reconciliarse no es rendirse. Tampoco es tolerar el odio. Pero sí puede ser —y debe ser— un ejercicio de madurez nacional. Un compromiso con el futuro. Un diálogo honesto, sin superioridades morales, sin purismos, sin manipulaciones. Porque si no aprendemos a escucharnos, aunque duela, el país se seguirá deshaciendo por dentro.

Yo no creo en una reconciliación sin verdad. Ni sin justicia. Ni sin respeto. Pero sí creo que un día debemos hablar todos los cubanos, cara a cara, sin gritar. Con memoria. Con dignidad. Sin olvidar de dónde venimos, pero sin quedarnos anclados en el pasado.

Cuba necesita reconciliación, sí. Pero no cualquiera. No la del perdón obligado, ni la del olvido interesado. Necesita la reconciliación que nace de la verdad y del compromiso con un país para todos, no de la imposición de unos sobre otros. Porque sin verdad, la reconciliación es solo una máscara más.

JECM

sábado, 2 de agosto de 2025

La fe sin obras es vana

Un amigo escribió recientemente: “No ganamos el cielo por las buenas obras, ni lo perdemos por errores doctrinales. La salvación es un regalo de Dios por la fe.” Una afirmación que, en parte, contiene verdad: la salvación no se compra, es gracia. Pero también es incompleta. Porque puede ser peligrosa si se convierte en excusa para la pasividad o para una fe sin compromiso.

La Biblia lo expresa con fuerza a través de la epístola de Santiago:

“La fe, si no tiene obras, está completamente muerta.” (Santiago 2:17)

No dice que es débil, ni que necesita mejoras. Dice que está muerta.
Y añade: “¿Acaso puede la fe salvar a alguien si no actúa?” (Santiago 2:14). Incluso los demonios creen, dice Santiago, pero no por eso hacen el bien.

Lutero, Calvino y un giro radical

Durante la Reforma protestante, figuras como Martín Lutero y Juan Calvino reaccionaron —con razón— contra los abusos de la Iglesia de su tiempo, que vendía “obras” como si fueran salvación. De ahí nació la conocida doctrina de la sola fide: solo por la fe somos justificados.

Sin embargo, este énfasis llevó a algunos reformadores a rechazar partes esenciales del mensaje evangélico. Lutero llegó a llamar a la carta de Santiago “epístola de paja”, por su insistencia en que la fe sin obras no sirve. Calvino, por su parte, construyó una doctrina de la predestinación extrema, donde todo estaba decidido de antemano: algunos eran elegidos para salvarse, otros para condenarse.

Esta visión, como señaló el psicoanalista y filósofo Erich Fromm, tuvo consecuencias graves. En su libro El miedo a la libertad, Fromm analiza cómo esta idea calvinista, llevada al extremo, ayudó a cimentar el pensamiento autoritario, incluso llegando a ser utilizada como base ideológica para que el nazismo se justificara moralmente.

La fe que salva, actúa

Decir que la fe es un regalo de Dios es cierto. Pero Dios no nos salva sin nuestra respuesta. Lo dijo san Agustín hace siglos:

“Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti.”

La fe no es un papel que firmamos, ni un pensamiento que asentimos en la mente. Es una forma de vivir, de amar, de actuar. Por eso, Jesús no les dirá al final de los tiempos: “Tuviste la doctrina correcta”, sino:

“Tuve hambre y me diste de comer, estuve preso y me visitaste, fui extranjero y me recibiste.” (Mateo 25:35-36)

Esa es la verdadera prueba del cristianismo: cómo tratamos al otro, especialmente al más pequeño, al más necesitado. No basta con “tener fe”. Si esa fe no se traduce en acciones concretas, en solidaridad, en lucha por la justicia, en amor real, entonces es solo una idea vacía.

La fe no es excusa para hacer lo que quieras

La fe no puede ser usada como coartada para la indiferencia. Como advirtió san Pablo:

“Ustedes han sido llamados a la libertad, pero no tomen esa libertad como excusa para satisfacer los deseos egoístas.” (Gálatas 5:13)

Creer no es una licencia para desentenderse del mundo. Al contrario, es una invitación a transformarlo. La fe no es renuncia a las obras, es su raíz. Si creemos de verdad, amamos. Y si amamos, actuamos. No hay otra.

El teólogo Karl Rahner dijo que “el cristiano del futuro será un místico o no será nada”. Y ese místico no es alguien que escapa del mundo, sino quien vive profundamente conectado con Dios y con la humanidad. Su fe se expresa en obras.

No, las buenas obras no “compran” la salvación. Pero tampoco existe salvación sin transformación del corazón, y esa transformación se demuestra con hechos. La fe verdadera produce vida. Una vida nueva. Una vida que da frutos. Que ama. Que sirve. Que se entrega.

La fe que no produce obras... simplemente no es fe.

JECM