Por Yeilén Delgado Calvo
Así habla quien siente lo que dice, quien le pone a las palabras el pecho, la angustia, la esperanza; pero entonces era muy pequeña para entenderlo. Solo sabía que aquella voz algo ronca me emocionaba, y mientras desde los altoparlantes se escuchaba a Camilo recitar los versos de Bonifacio Byrne, yo me apretaba contra el costado de mi papá y sujetaba bien fuerte, aunque me pinchara, la rosa arduamente conseguida, porque todos los niños ansiaban su flor, y los jardines quedaban desprovistos.
Llegábamos a la costa y las olas me salpicaban los zapatos, quería acercarme más: no había nada más triste que ver a la flor presa en el “diente de perro”, sin flotar junto al resto. Si sucedía eso, a pesar de que los adultos consolaran diciendo que luego subiría la marea y a Camilo le llegaría el regalo de la pionera, una lágrima se escapaba.
Ese día de octubre no quería dar clases de Matemática ni de Español, sino que me contaran más del joven simpático, un poco flaco, de barba y sombrero, que nos miraba desde las láminas; y que me volvieran a explicar cómo se cayó en el mar su avioneta. Siempre, tras el relato, fantaseaba que aparecía, que había estado perdido en una isla; no lo veía volver viejo, tenía el mismo pelo negro y la sonrisa.
Así Camilo fue una leyenda de mi infancia, un héroe mítico, y lo quise porque en la escuela y en casa me decían que era –así, en presente– un muchacho bueno, valiente, que protegía a la Patria y era amigo del Che.
Ya el amor estaba sembrado. Después, cuando llegaron las clases de Historia, los libros y la vida, aprendí que los héroes distan de ser perfectos y la sacralización tiende a arrebatarnos lo más genuino de su legado. A pesar de ello, la imagen de Camilo no se melló, se hizo menos ideal pero más humana; tal vez por eso, cuando no soy una niña y me restan escasos años para cumplir su edad cuando murió, aún está conmigo.
El Camilo que acompaña mis pasos no se avergüenza de sus defectos ni de sus impulsos, aunque comprende que madurar es imprescindible. Se enorgullece de la cubanía, de la pelota, los amigos, las bromas, es capaz de lograr una confesión usando un esfigmómetro como detector de mentiras. Sabe que trabajar supone el único camino honrado, y que sentado al borde del camino nada se logra.
Camilo me dice que la audacia vale mucho, y la inconformidad otro tanto, mas sin lealtad se quedan vacías. Que ser joven es ser alegre, arriesgado, desafiar la autoridad supuesta, bailar, enfermarse del hartazgo después del hambre prolongada; y nadie por ello tiene el derecho de declarar la irresponsabilidad, porque ese mismo joven puede latir en la frecuencia de su tierra que “cueste lo que cueste, tiene que ser libre”, y con devoción bajar a Dos Ríos para ponerle flores y una bandera al Apóstol, o cubrir con su cuerpo una ametralladora para salvarla del fuego enemigo, aunque implique el balazo en el abdomen.
Él me enseña el compromiso y la humildad. El Camilo Comandante era el mismo Camilo mandadero y aprendiz de sastre, enamoró a un pueblo porque no asumía imposturas: quien se autoproclama grande, hace rato extravió la grandeza en algún trillo.
No llegó a los treinta y se sembró en Cuba, ¡y aún hay quien mira con sospecha a los que no lucimos canas! Este octubre le llevaré su flor, y aunque ya me alcanza la fuerza en el brazo para que mi ofrenda flote sobre el agua, sentiré la misma cosquilla en el estómago cuando escuche su voz, grabada pero viva. Camilo me habla, nos habla, y esa emoción recuerda que aún hay mucho por lo que luchar.
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