Como no pocos de los entusiastas de las transformaciones posmodernas, a inicios del siglo XXI Jeremy Rifkin propuso en su obra The Age of Access[1]
una serie de ideas que replanteaban las condiciones del triunfo del
“capitalismo cultural” luego del ciclo histórico del mercado. Habíamos
arribado al fin a un punto en que las nuevas circunstancias de
mercantilización invertían la representación del objeto-mercancía. Así,
según sus tesis y a diferencia de como ocurriera en la era industrial,
el producto representaba a la imagen, una vez que las marcas definían
calidad y cualidad de las compras. Y aunque esto es cierto, no ocurría
de igual modo con las condiciones del capitalismo, que solo se disponían
a adaptarse al emergente impacto tecnológico y emprendían de inmediato
el giro que las reacomodara, desde esos nuevos escenarios de redes
globales, al ciclo reproductor del capital.
Lo que sí estaba aconteciendo era una nueva ola de empresarios
jóvenes cuya virtud consistía en conocer los intersticios de la
revolución tecnológica y usarlos aceleradamente para su beneficio. La
empresa tradicional estaba, desde ese punto de vista, atrasada,
acostumbrada a fetichizar la imagen por medio del producto. Y
centralizar desde su fábrica el producto. Un auto Ford era un objeto que
solo la Ford producía. Pero la transnacionalización globalizada redujo
esta responsabilidad a producir etiquetas y, cuando más, alguna pieza
clave, fueran autos, ordenadores, ropa o enseres domésticos lo que se
fabricaba. Al no observar con esta perspectiva el fenómeno, Jeremy
Rifkin se incluía en la tradición que pretendía rescatar el “capitalismo
cultural”, de Weber a Bell a otros muchos teóricos de la
postmodernidad.
Para Rifkin, un desafío de la Era del Acceso sería “restaurar un
equilibro adecuado entre el ámbito de lo cultural y el de lo comercial”,
pues le preocupaba que, a diferencia de las relaciones anteriores,
donde, según él, lo cultural precedía a lo comercial, el monopolio de
acceso a la cultura se estaba dedicando a generar el comercio como
fuente del comportamiento, como valor cultural. Si la esfera comercial
devora a la esfera cultural, advierte Rifkin, quedan en peligro “los
fundamentos de las relaciones comerciales”. Es decir, el repentino
impacto participativo pone a prueba las bases esenciales del
capitalismo.
A juicio del propio Rifkin, la nueva comercialización cultural se
transforma por completo en entretenimiento, pues el acceso masivo a las
redes deja de tener un valor de producto para convertirse en un
ofrecimiento de servicios. ¿La información y la cultura convertidas en
servicios, como antes de la expansión de la sociedad de redes de
Internet han sido objetos-mercancía? ¿Qué se cambia en la Era del Acceso
que ponga en crisis al capitalismo?
Rifkin describe el panorama de este modo:
“Avanzamos hacia un nuevo período en el cual se compra cada vez más
la experiencia humana en forma de acceso a múltiples y diversas redes
en el ciberespacio. Estas redes electrónicas, en las cuales un número
creciente de personas basan buena parte de su experiencia cotidiana,
están controladas por pocas y muy poderosas compañías multinacionales de
medios que son las propietarias de los canales de distribución mediante
los que nos intercomunicamos y que controlan gran parte de los
contenidos culturales que configuran las experiencias de pago en un
mundo posmoderno.”
El planteamiento entre las fuerzas del comercio y las posibilidades
de democratización y retransmisión de la cultura, con libre acceso y
libre poder de exhibición, ha dado un giro hacia la lógica del capital y
ha puesto a esos monopolios de la industria cultural a legislar a su
favor. El punto de vista del capitalista ha demostrado hasta qué límites
ha de llegar el orden que la cultura debe ocupar en el devenir social
y, sobre todo, cuántas son sus posibilidades de reconvertir las
perspectivas de democratización que las redes de acceso pudieran
ofrecer. Apenas una década después de que el siglo comenzara con
encumbradas fanfarrias que proclamaban el advenimiento de la Era de la
información, el punto de vista del capitalista reclama el terreno que
había dejado yermo, una vez que está siendo cultivado por entes que
pretenden cambiar sus fuentes de financiamiento. Se pretendía que la
propiedad se haría superflua, que las tecnologías que ofrecían las
autopistas del ciberespacio, desplazaran la esencia de la propiedad
hacia la compartimentación masiva y espontánea. La más socorrida palabra
de las redes sociales de Internet es compartir (share), lo que genera una espejismo de democratización.
Pero tanto las tecnologías como sus geografías expansivas son
propiedad, y así mismo los contenidos que en ellas se intercambian. El
mapa de interconexión sigue dejando fuera periferias, no solo aquellas
sin acceso absoluto a las redes, sino además quienes acceden bajo
analfabetismo tecnológico funcional o, incluso, con alfabetización
elemental. A esto se suman los niveles y tradiciones culturales, y
educativas, de los internautas. La opinión pública que rige el panorama
digital se halla mediada, también, por intereses de las grandes
compañías que necesitan ocupar ese espacio para su propio beneficio.
Menos de un veinte por ciento las poseen y controlan sus flujos de
intercambio.
Jeremy Rifkin lo decía claramente en esa obra desde el mismo comienzo del siglo XXI:
“No hay precedentes en la historia de este tipo de control tan amplio
de las comunicaciones humanas. En la era que viene las gigantescas
agrupaciones de compañías de medios y de proveedores de contenidos se
convierten en los «vigilantes» que determinan las condiciones y los
términos en los que cientos de millones de personas se aseguran poder
acceder entre sí. Se trata de una nueva forma de monopolio comercial
global, ejercido sobre las experiencias vitales de un amplio porcentaje
de la población mundial. En un mundo en el cual el acceso a la cultura
esté cada vez más comercializado y mediado por las corporaciones
globales, la cuestión del poder institucional y la libertad resulta más
importante que nunca.”
Esa importancia se traduce en reparto del ciberespacio, en un nuevo
proceso de conquista que será validado mediante el control del ejercicio
de la ley de propiedad y, sobre todo, de la posesión de derechos de
propiedad intelectual. Lejos de reemplazar la propiedad por la
participación, como lo suponía Rifkin, el uso de las geografías
cibernéticas se transforma en un entramado de redes comerciales. Si bien
se concurre libre y espontáneamente, de inmediato es patente que hay un
mundo vedado por las convencionales relaciones mercantiles, aunque las
autopistas sean en efecto distintas y plurales. Del mismo modo en que el
paganismo grecolatino cometía al ciudadano a la vigilancia de múltiples
dioses, para cada gesto de sus vidas, el ciberespacio cuelga sobre el
internauta el sempiterno peligro de ser demandado por la ley.
Las redes de libre acceso, como pudieran ser las calles, se han
estado dotando de comercios que estarían al alcance solo de aquellos que
puedan permitirse el pago. Ahora bien, mientras que, cuando compro en
un DVD una película, puedo prestarlo, o regalarlo, a quien desee, pues
ha pasado a ser de mi exclusiva propiedad, no me está permitido hacerlo
en la red de redes, y no se considera que ese objeto, adquirido en acto
comercial legítimo y legal como unidad, pueda pasar gratuitamente a
manos de otro, también como unidad. Para las empresas del
entretenimiento, la red de redes digital adquiere el mismo valor que la
naturaleza para los monarcas, de ahí que consideren que una unidad deba
ser pagada en todas y cada una de sus reproducciones y, para la era
digital, en todas y cada una de sus representaciones. Como la muestra en
red socializa el producto, las compañías necesitan absolutizar el
alcance del derecho.
Se trata de un esfuerzo eficiente de recuperación de la lógica del
capital, la cual solo puede reproducirse a través del ciclo de
alienación del empleado. Pero, en tanto el usuario del ciberespacio no
es precisamente un empleado de los monopolios del entretenimiento, se
hace imprescindible convencerlo de que no es propietario del producto
ni, por consiguiente, tampoco la cultura le pertenece en propiedad.
Para Rifkin, la cultura es anterior al comercio y, aunque reconoce
que apenas el 20% de la humanidad consigue formar parte de este en el
ciberespacio, anuncia un nuevo desplazamiento de ambos elementos con la
Era del Acceso. Pero el acceso está siendo dominado por los monopolios
y, también contrario a lo que él mismo exponía en otra obra,[2]
el mundo del trabajo sigue presentando su perfil de explotado. Slavoj
Žižek le señalaba su paso acelerado de la sociedad industrial a la
“posindustrial”, además de su supina ignorancia de la explotación
laboral, y mercantil, aún en el ciberespacio. Así, según apunta Žižek,
“lejos de desaparecer, la producción material sigue entre nosotros”.[3]
La Era del Acceso, de Jeremy Rifkin, se suma así al
conglomerado de obras que, ante las posibilidades de transformación que
la tecnología anunciaba, inquirían un nuevo escaño de legitimación para
el capitalismo, avocado ya a la crisis que hoy estremece al Orbe.
Afincado en la más heterodoxa tradición weberiana, aunque mezclado con
los químicos del sirope finiquitador posmodernista, aportó,
precisamente, ilusiones. Si apenas una década después las condiciones de
dominio de los contenidos de la red de redes las convierten en perdidas
ilusiones, importa poco a aquellos exégetas del “capitalismo cultural”,
pues siempre habrá sellos editoriales que pongan en comercio el
producto libro y, con él, el sublime ejercicio de expresar ideas, que
bien pueden pagarse, a fin de cuentas.
[1] Jeremy Rifkin: The Age of Access, JP Tarcher, New York, 2001. En castellano: La Era del Acceso. La revolución de la nueva economía,
Paidós, Barcelona, 2002. De esta edición se toman todas las citas del
autor, aunque en una versión digitalizada que ha cambiado la paginación.
[2] El Fin del Trabajo. Nuevas Tecnologías contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era, Paidós, Buenos Aires, 1999
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