Por Carlos Manuel Alvarez
Cuando yo nací, el Che Guevara
ya estaba muerto y su retrato había aparecido en la portada de la
revista Life. Hay, ciertamente, pocos rostros tan impresionantes como
los rostros de este hombre. Contadas imágenes o palabras provocan una
compresión y un sobrecogimiento semejantes a los que sobrevienen con
esas fotografías en las que siempre, sea en una posición u otra, en este
o en aquel país, como un secreto que no resiste más, se deja ver la
estampa misma de la sugestión.
Perdonen la confidencia, pero yo he llegado a su persona desde los
terrenos más pueriles, desde las situaciones menos épicas. En caso de
que quieran decir algo, ¿qué es lo que dicen los rostros del Che? ¿Hacia
dónde, por ejemplo, miraba aquella tarde de 1960 en que Korda lo tomó desprevenido y lo incrustó con fiereza en todas las banderas y todos los pulóveres del mundo?
Los sucesos de La Coubre complementan las connotaciones dramáticas
que por sí solas se desprenden de su cara, y hacen que olvidemos algo.
El Che observaba los cadáveres, el mar de cubanos rabiosos, el hecho
consumado y sin retroceso, el hombre envuelto en el vertiginoso remolino
de la historia, el paso del tiempo, las víctimas como causa, pero
también como azar, y así, sin que hayamos reparado nunca, la inmanencia
le viene porque no mira la guerra con la gravedad o la cercanía de los
estadistas, sino con la gravedad o la cercanía de los poetas. El Che era
el Che, y era, además, Byron.
Hoy no. Hoy es otra cosa. Y esa condición oblicua no es exactamente
la que prende en los eternos rebeldes, en las descafeinadas barricadas
contemporáneas, en los adolescentes incendiarios. Los héroes corren dos
riesgos gravísimos, siempre latentes. Primero: el hecho de sobrevivir a
su propia heroicidad. Segundo: el hecho de no sobrevivirla. Primero: el
hecho de que se les mitifique en vida. Segundo: el hecho de que se les
mitifique en muerte. Todos los mitos son malos arquetipos de mitos
anteriores, los cuales, a su vez, fueron reproducidos sobre el mito de
Prometeo, tan falaz.
Los grandes hombres no son grandes hombres. Sus actos íntimos son
comunes. Sus actos públicos y sus actos históricos también. Pero tampoco
son sujetos de esquina. (No dejen, estudiantes, que los engañen con
ninguna de estas farsas.) El Che recorre el continente en moto, y no
podía sospechar, tan muchacho como era, que ese viaje era un viaje sin
retroceso, un trayecto sin fin. En primera instancia, recorrer
Latinoamérica es una acción natural que muchos otros han hecho antes y
después.
El Che no sabrá nunca que terminará en México y, por más que se lo
haya pensado madrugadas enteras, no sabrá tampoco cómo es que cae en la
Sierra Maestra, y después en La Habana, y luego en la ONU, y más tarde
en el Congo, y Europa del Este, y de nuevo La Habana, y casi finalmente
Bolivia, y por último la muerte, y con la muerte el símbolo que es. Así
como otros entran al ruedo del crimen, o de la diplomacia, o del
aburrimiento, en algún momento el Che Guevara entró al ruedo de las
epopeyas. Un ruedo, en esencia, igual a los demás. Si el crimen cambia
la vida de unos pocos, la diplomacia la vida de nadie, y el aburrimiento
la vida personal, las epopeyas cambian la vida de millones de personas,
y esa es, visto así, la única diferencia, puramente cuantitativa.
Sin embargo, hay otro rasgo distintivo: el rasgo poético. Que no se
define en los hechos, sino en el pensamiento. No se define en subir al
Granma, sino en la decisión de subir al Granma. No se define en irse a
Bolivia, sino en convencerse de que es imprescindible irse a Bolivia, y
que para ello tan solo se cuenta con lo que cuenta el resto. Es decir,
un cuerpo y un ideal (todos tenemos un ideal, por mezquino que sea). Que
tus actos individuales tengan una finalidad colectiva es la verdadera
distinción de estos hombres. Entender el destino de la humanidad como tu
destino. O darle, en suma, esa explicación.
Lo que hace héroe al héroe es la completa disposición hacia empresas
que rebasan sus límites físicos de sujetos normales. Lo que los hace
sujetos normales es que a pesar de subordinar la realidad a pretensiones
impensadas por el resto, no pueden hacer otra cosa que iniciar las
revoluciones de cero, paso a paso, casi inconscientemente, con la misma
inexplicable y ordinaria secuencia que alguien comienza un libro, o
planifica un atraco, o termina una casa. ¿En qué momento justo los
héroes se convierten en héroes? En ninguno. No hay, a pesar de las
efemérides, momentos justos. Los héroes se convierten en héroes en el
momento que se explican poéticamente. ¿Qué hay, pues, más épico que un
poeta? Pero también, ¿qué hay más absurdo?
El asesinato del Che marca el fin de una época, y no deja de ser un
acto ejecutado por un rapaz subalterno, un gatillo llevado hacia atrás
por un don nadie. Cuando se mitifiquen las ideas, siempre tan férreas, y
no los hechos, siempre tan manipulables, entenderemos a plenitud esa
aparente contradicción.
La retórica pública establece un orden falso, lleno de imprecisiones y
alarmantemente vacío de luminosos detalles. Tres mínimas escenas hacen
que para mí el resto de la vida del Che adquiera las connotaciones que
supuestamente se pide que tenga. Las tres son en los meses finales de su
vida.
La primera cuando le dice a Aleida March, antes de irse para Bolivia,
que eso es lo único que le puede dejar, lo único íntimamente suyo.
¿Qué? Una cinta con su voz, donde se escucha un poema de Vallejo y otro
de Neruda. Pensemos en todo lo que el Che ha vivido, pensemos en el
hombre que se ha ido convirtiendo, en todo lo que ha viajado y en toda
la política internacional que ha hecho. Y pensemos luego en cómo lo
único íntimamente suyo son esos versos escritos por otros, a esas
alturas escritos por nadie.
La segunda ya en Bolivia, en plena guerrilla, cuando se aparta y trepa en un árbol y se roba tiempo para revisar un libro.
Y la tercera, escena que no aparece en ningún lugar, y que no es la
fotografía bíblica con ojos entrecerrados de la revista Life, son esos
segundos finales en los que el Che yace amarrado en un piso de tierra,
de una casa presumiblemente de adobe, sucio, barbudo, en el corazón de
la selva sudamericana, definitivamente por el suelo sus utopías,
segundos en los que el mundo lo ha dejado solo, segundos en los que no
recibe los aplausos de la Asamblea General, segundos durante los cuales
nadie marcha por ninguna ciudad con su rostro en ninguna bandera,
segundos en los que nadie llega y paga unos dólares y dice hágame el
favor de tatuarme al Che Guevara, segundos en los que adelgaza
considerablemente, pero no sufre hambre, segundos en los que sueña, en
los que se vuelve intermitente y duro como una roca, en los que ni
siquiera descubren sus huesos, en los que su guerrilla ya no existe, en
los que piensa en Rosario o en sus hijos o, tal como aseguró, en Cuba,
aun cuando no sepamos si en verdad lo hizo, segundos en los que sabe que
va a morir a manos de vulgares soldados y sabe además que no existe
ninguna escapatoria.
Nada de esto lo he aprendido en los oradores de devoción gratuita. El
Che es el único muerto que no me parece muerto, pero que duele como si
lo acabaran de rematar.
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