Aquel
pitcher con apellido del México lindo y querido, cuyo nombre confundían
los locutores, fue de mis mejores amigos en la XI Serie Nacional. Él un
estelar, yo un mediocre. Frecuentemente decían:
– Al bate Jorge Negrete, lanzador.
Y el público se burlaba de quien no tenía cultura musical, ni
cinematográfica. A veces lo embullé para cantar rancheras, pero no era
su fuerte, ni le gustaban las confusiones.
Mario Negrete Miranda nació de Sebastián y Gregoria, el 25 de abril
de 1948, en San Diego de Núñez, Bahía Honda. Tuvo ocho hermanos. Y el
pasado 22 de marzo de 2012 se nos fue en la misma localidad, sereno cual
huella del montículo. Junto a Sonia, su compañera por treinta y un
años, dejó a sus hijos Inés María y Jorge Mario, de veintisiete y
veintidós respectivamente.
Por cruda, negué la noticia, pero su corazón estaba resentido, lo
supe cuando tomó descansos al subir la Calle Martí, antes de llegar al
Parque de Independencia para un encuentro en la Loynaz. Las personas
como él se eternizan en el recuerdo del pueblo, al que hizo vibrar en
incontables ocasiones sobre el box. Varios atributos lo adornaron:
blanco, alto, buen mozo, simpático, serio, fiel amigo, un enamorado de
la vida.
Defendía su época con criterios sólidos, donde vio la luz Vueltabajo
en la pelota grande, y prodigaba elogios a Emilio Salgado. Recordaba con
cariño al “Viejito Pando”. Alguna vez sentí lástima por el amigo,
cuando lo veía subir las escaleras del San Luis con Jesús Guerra encima;
después se invertían los papeles. Entrenamiento nada ortodoxo que
rindió excelentes frutos.
Por momentos de nadie se habló más, por aquel lanzamiento
indescriptible. La mano grande le permitía lanzar con todos los dedos, y
también con tres. Los entendidos no se ponían de acuerdo: ¿Sinker
natural? ¿Nudillos? ¿Tenedor? Solo era una Bola Negrete, que perfeccionó
para ubicarse entre los primeros del país, en época de gigantes.
Recuerdo al slugger Armando Capiró con el bate contra el suelo, cuando
buscaba la esférica que venía dura por el centro, y se caía. Ninguno ha
tirado tantos chuchos, los dedos de Juanito Castro no me dejarán mentir,
aunque no fue el único culpable entre serpentineros de lujo como
Rogelio, Juan Carlos, Julio, Requemo, Félix Pino, y tantos otros.
En sus once temporadas entrenó fuerte, no como Guerra, ni Julio. Su
temperamento lo llevaba al descanso para entregarse a la lectura, una de
sus pasiones. Coincidimos en el gusto por la historia. Cuando Urquiola,
Salgado, Esquivel y otros se iban al fondo de la Canberra de los años
cincuenta donde viajábamos para improvisar un guateque, él quedaba a mi
lado, abría un libro y yo el otro que intercambiábamos en tan agotadores
periplos por el país.
Un día se detuvo en los datos de Don Drysdale, entre los mejores
lanzadores de las Grandes Ligas. Se pronuncia “Draisdel”. Mario lo dijo
bien, pero yo comencé a llamarle “Drisdale”. Estuvimos sin vernos desde
1972, hasta hace poco, cuando lo invité un par de veces a la Peña
Deporte y Cultura, en el Centro Hermanos Loynaz. Allí, entre compañeros
de antaño, boleros y algún trago, recordamos esa y otras anécdotas, como
cuando utilicé su nombre para un romance camagüeyano.
Ya dije que fue, junto a Alfonso Urquiola, el pelotero más famoso del
VEGUEROS en la XI Serie. Asistí con él a no pocas recepciones. Ganó 54
juegos y perdió 61. Ponchó 652 bateadores y otorgó 339 bases por bolas.
Su promedio de carreras limpias lo dice todo: 2,26. Los rivales le
conectaron para un anémico .221. Pinar aún no estaba preparado para
ganar y los lanzadores perdían con cerrados marcadores. Si no integró
más Selecciones Nacionales fue por el arraigado concepto de no rendir
pleitesías a los poderosos, una de sus envidiables virtudes.
Pero al amigo verdadero no se recuerda en cifras. Lo prefiero en la
cola del Coppelia para un helado; en el Praga con un oeste de los
buenos; calle Real abajo y calle Real arriba; en las vegas de tabaco del
Corojo, improvisado campo de entrenamiento, o sentado al rincón
izquierdo de la fábrica de cervezas de Manacas, con una caja bien fría a
los pies, junto a Salgado, Felipe, Esquivel, Miguel López, Arturo Díaz,
Escudero y compañía, para un día después pintar de blanco a los
AZUCAREROS.
Negrete fue genuino –me cuesta trabajo hablar en pasado–, no se creyó
sobre los demás, los jóvenes encontraron en él una palabra de aliento,
de fácil acceso. Y aquellos que hacían mal las cosas, tenían que oírlo.
No comió a casa de nadie, como se dice en buen cubano, porque supo
llevar con dignidad las virtudes que le dio la vida.
No volverá a interrumpirme con el teléfono cuando escribo. Y lo
extrañaré. No me hablará de la calidad de la pelota cubana, que los de
aquí son tan buenos como los de allá. Que el pitcher tiene que pensar.
Que los managers no deben dirigirlos desde el dugout. Que Casanova y
Salgado son los mejores, o que deben regresar las Selectivas. Pero
tendrá en mí un portavoz de tan inteligentes razonamientos. Hombre de
muchas anécdotas, ya no podré entrevistarlo para la televisión, por las
cosas del tiempo. Ni hará falta el viaje hasta San Diego de Núñez. El
país ahorrará combustible y yo perdí un amigo.
Cuando vea a los jóvenes entregar cuerpo y alma al entrenamiento,
incorporar novedades en sus repertorios, oír y poner en práctica los
consejos, luchar a brazo partido por el control y estar siempre
dispuestos para ir a la carga al toque de degüello, pensaré en Negrete.
Ahora, en el infinito, buscará a Emilio, Adalberto Herrera, Miguel
López, o su antecesor Raúl Martínez. Se acercará de nuevo a los consejos
de Pando y Lacho Rivero. Cuando sienta el brazo cansado, irá por Otilio
Martínez, o simplemente Ichi, el masajista. Y tendrá la paciencia del
box para esperar por los demás, es ley inexorable de la vida.
Nosotros tendremos que conformarnos con su ausencia, la familia
continuará adorándolo y el pueblo lo tendrá presente, porque Mario
Negrete Miranda es de los irrepetibles. Hasta siempre, hermano.
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