A partir de 1959, la Revolución cubana anunció desde el Caribe el
inicio de un nuevo período histórico, que tenía que resultarle anormal e
inaceptable a las lógicas propias de los sistemas sociales para los
cuales el conflicto antagónico y la acción de los oprimidos no
constituyen escenarios ni opciones posibles. Los capitalistas no habían
ido más allá de los replanteos de la posguerra: predominio mundial de
Estados Unidos; reformas sociales internas y democratización política en
los países “centrales”; rechazo inicial a la independencia de la
mayoría de las colonias, que fue derrotado por la actuación de pueblos
organizados y por el reconocimiento de que esas independencias eran
inevitables; y el logro o los intentos de pasar, en todas partes del
llamado Tercer Mundo, al tipo de dominación neocolonial propio de la
madurez del capitalismo y de las exigencias del anticolonialismo.
Lo inaceptable para el sistema de dominación eran las revoluciones de
liberación nacional, que implicaban verdadera autodeterminación de los
pueblos, triunfo de la justicia social para las mayorías, soberanía
nacional y proyectos propios. Para los imperialistas, el llamado “mundo
libre” debía ser intangible. Por su parte, la Unión Soviética y el campo
de países y de organizaciones políticas que ella lideraba tampoco
creían posible cambios revolucionarios profundos fuera del nuevo esquema
mundial creado entre las mayores potencias en 1945. Una revolución
socialista en América Latina era impensable.
Sin embargo, el mundo mostraba cada vez más señales de la emergencia
de nuevas identidades, resistencias, luchas, ideas y proyectos
provenientes de aquellas personas y pueblos que durante toda la
maravillosa y horrorosa época que han llamado moderna ―es decir, la
época del desarrollo y la mundialización del capitalismo― habían sido
excluidos de gozar totalmente de la condición humana, ser realmente
libres, tener oportunidades de satisfacer sus necesidades básicas o
lograr ascenso social, y ser considerados iguales en toda la gama de
situaciones que va desde los planos más íntimos hasta las relaciones
internacionales. Sobrevino un tiempo de revoluciones en Asia y en
África, y la emergencia de países y movimientos de esas regiones que se
coordinaban para conquistar o defender su autonomía frente al
imperialismo e intentar desarrollar su economía. Los que habían aceptado
ser subalternos y considerados inferiores ahora se reconocían,
orgullosos de sí mismos, y se levantaban contra el racismo, las
desigualdades y el orden social que había promovido y sostenido aquellas
iniquidades.
Entre 1959 y los años sesenta Cuba vivió grandes transformaciones
revolucionarias, invenciones, batallas, desafíos, desgarramientos,
disyuntivas y urgencias, todo en un plazo muy breve, con la condensación
del tiempo que produce una gran revolución. Al mismo tiempo, tanto el
objetivo, la capacidad de motivar, movilizar y obtener devociones y
sacrificios, como el proyecto trascendente, necesitaban ser
intencionados, originales y creativos, para lograr liberar el país, las
personas, las relaciones sociales, las instituciones, defender la
revolución de sus enemigos, satisfacer las necesidades y las
expectativas crecientes de la población y desarrollar una nueva
organización social.
Pero se expandía la conciencia de que todo aquel movimiento sería la
premisa para procesos de liberaciones cada vez más profundas y
abarcadoras, capaces de subvertir hasta sus propias creaciones previas,
en busca de nuevas personas, una nueva sociedad y una nueva cultura.
Porque la Revolución había franqueado el acceso a un formidable avance
de la conciencia: la certeza de que todas las sociedades modernas
funcionan garantizando la reproducción general de las condiciones de
existencia de la dominación de clase y la dominación nacional, y que han
sido y son capaces de reabsorber procesos que una época fueron
revolucionarios, aunque en su saldo queden cambios que resulten muy
positivos.
Frente a aquellas necesidades tan gigantescas como tan poco
definidas, el país confrontó graves problemas: la Revolución entera, con
sus realidades y sus sueños, era muy superior a la reproducción
esperable de la vida social a partir de las realidades con que el país
contaba. Y en el terreno internacional, duro condicionador de la empresa
de llevar a término el socialismo de liberación nacional, la
inadecuación era muy grave también. Solo tendré en cuenta la situación
que se creó en lo que atañe a sus relaciones con el mundo espiritual,
las ideologías y el pensamiento.
Cuba poseía una enorme acumulación cultural revolucionaria previa,
que concurrió en muy alto grado al triunfo de 1959. Pero dentro de ella,
las ideas no estaban a la vanguardia. El pensamiento, la propuesta y el
proyecto revolucionarios de José Martí, tan atinados para enfrentar la
situación de fines del siglo XIX, tuvieron la grandeza de trascender
mucho a su circunstancia cubana, latinoamericana y caribeña. Pero la
primera república burguesa neocolonial implicó un duro retroceso
respecto a Martí, al mismo tiempo que fue introduciendo nuevas
contradicciones y conflictos. La Revolución del 30 provocó una profunda
ruptura ideológica. Socializó la convicción de que los cubanos eran
capaces de autogobernarse, una dimensión política muy desarrollada, una
institucionalidad sumamente avanzada y un complejo ideológico que
incluía el antimperialismo, la intervención estatal, la democracia como
un valor superior y el socialismo. Pero el sistema capitalista
neocolonial y sus nefastas consecuencias permanecieron incólumes.
Durante la segunda república, la hegemonía tuvo que complejizarse una
vez más para evitar una nueva revolución, la inadecuación entre las
dimensiones de la formación social se agudizó y las formulaciones
ideales e intelectuales no parecían tener relevancia efectiva.
Tan poco explicable resultó la Cuba en revolución que en 1959-1960 se
decía de ella que no tenía ideología. Después de las nacionalizaciones
masivas y la batalla de Girón quedó expreso que Cuba era socialista,
pero al mismo tiempo se desplegaron serias diferencias y algunos
conflictos dentro del campo de la Revolución acerca de cuestiones
fundamentales de comprensión del socialismo. Muy próximo a la muerte, en
aquel año de Girón compuso Frantz Fanon su libro Los condenados de la
tierra.
Los años sesenta cubanos fueron un capítulo de enorme importancia en
el crecimiento del pensamiento revolucionario producido por el Tercer
Mundo. En un país sumamente occidental triunfó la primera revolución
antineocolonial en el mundo, que asumió un socialismo de liberación
nacional y proclamó ser, por boca de Fidel, “la revolución democrática
de los humildes, por los humildes y para los humildes”. Pero había que
poner al pensamiento a la altura de los hechos, de los problemas y de
los proyectos, porque él debía ser un auxiliar imprescindible, un
adelantado y un prefigurador.
Sucedió entonces una colosal batalla de las ideas, que después fue
sometida en su mayor parte al olvido y que está regresando, en buen
momento, para ayudarnos a comprender bien de dónde venimos, qué somos y
adónde podemos ir. El democratismo de los años cuarenta y cincuenta, que
contribuyó a formar ciudadanos más capaces y exigentes, no pudo
encontrar su lugar en medio de la tormenta revolucionaria. El socialismo
del campo soviético no podía servirle al propósito liberador; el hecho
de ser la URSS el principal aliado que tuvimos y el entusiasmo con que
nos abalanzamos sobre el marxismo más bien fueron factores de
confusiones y perjuicios en los campos de la política y del pensamiento.
La teoría de Marx, Engels y Lenin había sido reducida por aquel campo a
una ideología autoritaria, destinada sobre todo a legitimar, obedecer y
clasificar. Necesitábamos un marxismo creador y abierto, debatidor, que
supiera asumir el anticolonialismo más radical, el internacionalismo en
vez de la razón de Estado, un verdadero antimperialismo y la
transformación sin fronteras de la persona y la sociedad socialista,
como premisas para un trabajo intelectual que fuera indeclinable en su
autonomía y esencialmente crítico. Un marxismo que no se creyera el
único pensamiento admisible, ni el juez de los demás.
“Pensar con cabeza propia”, entonces, no era una frase, sino una
necesidad perentoria. Fidel y Ernesto Che Guevara fueron maestros en
aquel arte, que es tan difícil, porque el colonialismo mental resulta el
más reacio a reconocerse, quizás porque porta las enfermedades de la
soberbia y de la creencia en la civilización y la razón como entes
superiores e inapelables. La Revolución verdadera, sin embargo, todo lo
puede, y en aquellos años sesenta se reunieron las grandes
modernizaciones y el ansia de aprender con el cuestionamiento de las
normas y las verdades establecidas, la entrega completa y la militancia
abnegada con la actitud libertaria y la actuación rebelde, la polémica y
el disenso dentro de la Revolución. Como sucede en estos casos, los más
jóvenes primábamos sobre el terreno, pero unidos con personas de todas
las edades y sacándoles provecho a sus conocimientos. En todo caso,
estaba claro que el pensamiento determinante también tendría que ser
nuevo.
Por otra parte, para pensar con cabeza propia hay que tener
instrumentos, y por eso leer era una fiebre. Junto a las obras y las
palabras de cubanos, una gran cantidad de textos y autores de otros
países se consumían o se perseguían. Además de los autores clásicos del
marxismo, en el terreno del pensamiento de mayor alcance descollaron en
aquellos años dos personalidades que nos ganaron enseguida: Antonio
Gramsci y Frantz Fanon. En realidad no estaban tan lejos entre sí estos
dos isleños ―uno de Cerdeña y otro de Martinica― que tuvieron sus
experiencias decisivas y escribieron sus obras principales a ambos lados
del Mediterráneo, y que murieron demasiado temprano. Esto lo expreso
ahora, tantos años después, pero en aquel momento, sin darme cuenta del
parentesco, los asumí a ambos con gran naturalidad, como hermanos que
eran en un tipo específico de pensamiento, y ayudas providenciales para
satisfacer mi necesidad.
Fanon nos brindó unas tesis poderosas, atinentes a cuestiones
esenciales para nosotros y salidas de nuestro mundo. El colonialismo, el
imperialismo y el racismo de mediados del siglo XX, reales, no
abstracciones acerca de ellos ni estructuras de pensamiento y cuerpos
teóricos en los que nosotros ―los del Tercer Mundo― éramos siempre
corolarios subalternos, “casos particulares”, folklore, vecinos molestos
o lugar de olvidos. Los hechos y los procedimientos que caracterizan a
esos enemigos de la humanidad y del planeta, pero también los sujetos
que ellos producen, asumidos sin ceguera ni paternalismo. Y todo el
trabajo de Fanon enrumbado por una brújula: la acción revolucionaria o
la necesidad de ella, la ruptura violenta de los órdenes de dominación
como la posibilidad de la institución de personas y sociedades nuevas,
acción y ruptura a las que dedicaba su intelecto y su pasión. La
argumentación de sus tesis poseía una riqueza extraordinaria y
convincente, asistida por ciencias o por la profesión que él dominaba, y
su prosa, tan hermosa, recorría la gama que va desde el opúsculo de
verbo quemante hasta el análisis más ecuánime o el encanto del narrador.
Con Fanon estábamos siempre en los temas nuestros. En la unión y la
simultaneidad imprescindible del socialismo y la liberación nacional,
tan poco entendida o negada a lo largo del siglo, desde posiciones
diversas. En la urgencia de conocer de verdad al ser humano que es
producido por el capitalismo, el colonialismo y el racismo, un requisito
para darles estrategia, tácticas, efectividad, masividad y permanencia a
los cambios profundos de las personas y las relaciones sociales. En el
análisis riguroso y concreto de los procesos que se viven en una
revolución, los rasgos generales y las tendencias, los papeles que tiene
la actuación y, al mismo tiempo, las influencias que reciben los que
actúan y sus reacciones ante ellas. En la recuperación de temas que
pueden parecer inconvenientes, o causa de distracción y confusión,
cuando en realidad son indispensables si lo que se pretende es pelear y
construir para liberar a todos y liberarnos de todas las dominaciones.
El racismo, ese elemento que formó parte de la constitución de la
cultura cubana y fue tan importante en el sistema de dominación en el
siglo XIX, que tiene una historia inseparable de nuestras luchas de
liberación, fue golpeado muy duramente por la Revolución que triunfó en
1959, en sus bases y en su capacidad de reproducción social. Pero muy
pronto el antirracismo fue pasado a un plano tácito, y fiados sus
objetivos al del cumplimiento de los fines más generales del proceso,
que debía traer aparejado la superación del racismo. El pensamiento
cubano de esos años no fue fuerte en este tema. Por eso la publicación
en nuestro país de Piel negra, máscaras blancas, en 1968, fue un suceso
tan importante.
Era un momento crucial en el esfuerzo de máxima profundización del
socialismo cubano, y el país seguía inmerso en su combate
internacionalista, cuando apareció aquel libro como un rayo de luz, para
ayudar a situar mejor ambos esfuerzos ante necesidades apremiantes.
Comprender la diversidad real de componentes y de situaciones que
existen en el seno de un pueblo políticamente unido, pero también
percibir las deformaciones y las inequidades que parecen naturales en la
vida cotidiana ―donde la consecuencia es convertida en causa―, males
que de un modo u otro disminuyen o envenenan a todos y obstaculizan la
posibilidad de crear personas nuevas. Conocer concretamente las
funciones que cumple el racismo a favor de la opresión de clase en el
capitalismo, pero sin negar la existencia de las razas como
construcciones sociales determinadas y como identidades de opresión y
autodisminución del oprimido, y entender las salidas diferenciadas que
tienen los racializados, desde tratar de ser aceptados como si fueran
blancos hasta luchar contra todas las dominaciones. Es decir,
complejizar tanto la creación del socialismo como las batallas
caribeñas, latinoamericanas y mundiales.
Aunque escrito dieciséis años antes, aquel libro tuvo un prestigio e
influencia aún mayores, porque ya Los condenados de la tierra se había
establecido en el pensamiento radical cubano como uno de los pilares del
pensamiento marxista que debíamos desarrollar para estar a la altura de
la Revolución y su proyecto.
Al concluir Piel negra, máscaras blancas, Fanon se encomendaba al
Marx de El 18 Brumario. Ahora, el título mismo de su libro mayor
anunciaba su posición. Desde 1961, los cubanos habíamos puesto a La
Internacional en un lugar muy importante entre los símbolos
revolucionarios. Aunque poco tiempo después cayeron en el descrédito
varias expresiones, axiomas o lugares comunes del pretendido socialismo
mundial, La Internacional siguió expresando la determinación de los
cubanos y su devoción a la causa socialista. Era la canción de los
humildes, a los que la lucha por una revolución hecha por los humildes y
para los humildes convirtió en proletarios. Y ahora venía Frantz Fanon a
rescatar el verso inicial del comunero, y le daba una nueva identidad
al mismo tiempo que restituía su propósito: los condenados de la tierra
somos nosotros, y mediante la lucha revolucionaria vamos a abrirle desde
el Tercer Mundo un nuevo cauce a la liberación de todas las personas y
de todos los pueblos del mundo.
Apunto, en forma telegráfica, un poco de la riqueza de esta obra. La
violencia revolucionaria como praxis y como noción teórica es central en
su argumentación. Un triunfo descomunal del capitalismo actual ha sido
convertir la demonización de la violencia en uno de los dogmas políticos
más aceptados y sentidos por una masa enorme de oprimidos del mundo que
están activos en cuestiones sociales y políticas. Se convierten así en
agentes de su propio desarme, que se ofrecen inermes e inculcan inacción
en todo su entorno. Lo peor es que la apariencia de esa demonización es
moral y de defensa de los valores del ser humano. Mientras, no existe
freno alguno para la violencia masiva imperialista, que siega vidas por
cientos de miles, ni para el asesinato selectivo que se exhibe con
jactancia, ni para las incontables formas de violencia que se practican
cotidianamente contra las mayorías del mundo. A los pobres les queda
ejercitar y ser víctimas de la violencia común, un cáncer inmenso que
opone a los de abajo contra sí mismos y los deshumaniza, a la vez que
alimenta grandes negocios capitalistas.
El legado de Martí tuvo que esperar por las revoluciones de mediados
del siglo XX. Mao, Ho Chi Minh, Fidel, el Che, Fanon, son sus
continuadores en una nueva época histórica que ya había desplegado el
mundo que aquel cubano vio venir. Para Martí, la violencia
revolucionaria también era indispensable como escuela de personas nuevas
que se apropiaran totalmente de su condición humana, se capacitaran
como combatientes y ciudadanos, y aprendieran a sustituir el egoísmo por
la hermandad y la solidaridad. La guerra sería la escuela de los
hombres y mujeres para ser del todo humanos, y la garantía de que fuera
posible crear una república nueva.
La violencia de Marx es la partera de la historia, es la condición
sin la cual la conciencia y la organización de clase no destruirían el
capitalismo, es lo que permite al proletariado devenir poder
revolucionario e iniciar el fin de todas las dominaciones. La violencia
de Fanon, como la de Martí, es partera ante todo porque permite al
colonizado convertirse en un nuevo ser humano: “la ‘cosa’ colonizada se
convierte en hombre en el proceso mismo por el cual se libera”. Pero
Fanon ya se vale de los nuevos adelantos de campos del conocimiento de
los seres humanos, y se vale del marxismo, que domina y utiliza de un
modo creativo. Eso le permite también inscribir los conflictos y las
situaciones concretas en totalidades aptas para comprender el sentido de
ellos y orientarse.
Sugiero leer con cuidado esta tesis de la violencia de Fanon ―que
también le ha costado ser echado a un lado durante un largo período―,
discutirla y ponerla en relación con aquel triunfo cultural del
imperialismo.
No puedo referirme ya a sus ideas sobre la necesidad de que los
rebeldes creen su organización política, y las características que ella
está obligada a tener para ser realmente revolucionaria, ni aludir a sus
riquísimos y polémicos análisis sobre la cultura nacional y los
fundamentos recíprocos entre ella y las luchas de liberación. Tampoco
comentaré el capítulo “Guerra colonial y trastornos mentales”, tan rico
en datos y sugerencias, pero que después de la ordenada exposición de
tesis tan importantes que ha hecho pudiera parecerle curioso y demasiado
extenso al que todavía no se haya apoderado del todo del pensamiento de
Frantz Fanon.
Pero sí puedo agradecer que frente a las tremendas necesidades de hoy
tengamos otra vez a Fanon con nosotros. Y citar las palabras finales de
su primer libro: “¡Oh, cuerpo mío, haz de mí, siempre, un hombre que
interrogue!” Y terminar citando las palabras finales de su último libro:
“hay que inventar, hay que descubrir (…) compañeros, hay que cambiar de
piel, desarrollar un pensamiento nuevo, tratar de crear un hombre
nuevo”.
Nota:
(1) Palabras en la inauguración del Seminario El Caribe que nos une,
en el 31º Festival del Caribe, Casa del Caribe, Santiago de Cuba, 4 de
julio de 2012.
(Tomado de La Jiribilla)
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