La cocina contada
Por Ciro Bianchi Ross
Por Ciro Bianchi Ross
De la natilla se habla en Paradiso
(1966). Doña Augusta, la abuela de José Cemí, mantiene, pese a sus
años, el orgullo de «dulcera» y se siente incontrovertible en lo que a
almíbares y a pastas se refiere. Muy pronto, en las páginas iniciales de
la novela, Augusta y su hija Rialta conversan sobre la repostería
cubana y aluden a las yemas dobles y a la natilla, «no como las que se
comen hoy, que parecen de fonda, sino de las que tienen algo de flan,
algo de pudín».
A la hora de preparar la natilla, lo primero en
lo que repara Augusta es en la canela. Inquiere acerca de su
procedencia, la olfatea largamente, recorre su superficie con los dedos…
Con la vainilla se demora aún más. Abre el frasco y lo deja gotear en
su pañuelo, lo huele a ratos, a intervalos fijos, hasta que los envíos
de esa esencia mareante se extinguen. Era entonces, recuerda Lezama,
cuando dictaminaba si se trataba de una vainilla que podía participar en
la mezcla de un dulce de su elaboración. Si no, tiraba el frasquito
abierto sobre la hierba del jardín, declarándola tosca e inservible.
Entonces:
«Se volvía con un imperio cariñoso, nota cuya fineza
última parecía ser su acorde más manifestado, y le decía al Coronel:
Prepara las planchas para quemar el merengue, que ya falta poco para
pintarle los bigotes al Mont Blanc —decía riéndose casi invisiblemente,
pero entreabriendo que hacer un dulce era llevar la casa hasta la
suprema esencia—. No vayan a batir los huevos mezclados con la leche,
sino aparte, hay que unir los dos batidos por separado, para que crezca
cada uno por su parte, y después unir eso que de los dos ha crecido.
Después
sometía la suma de tantas delicias al fuego, viendo la señora Augusta
cómo comenzaba a hervir, cómo se iba empastando hasta formar las piezas
amarillas de cerámica, que se servían en platos de un fondo rojo oscuro,
rojo surgido de la noche».
Rialta, hija de Augusta y madre de
José Cemí, vigila paso a paso el desenvolvimiento de la casa y no
descuida el quehacer de su cocinero Juan Izquierdo. Cómo va ese
quimbombó, pregunta en una ocasión y grande es su disgusto cuando
constata que Izquierdo ha elaborado ese plato con camarones chinos y
camarones frescos. El cocinero se justifica:
«-Señora, el camarón
chino es para espesar el sabor de la salsa, mientras que el fresco es
como las bolas de plátano o los muslos de pollo que en algunas mesas
también le echan al quimbombó, que así le van dando cierto sabor de
ajiaco exótico».
Rialta lo interrumpe. Sin perder su aplomo, saca
al cocinero de sus casillas cuando le espeta: «Tanta refistolería no le
viene bien a algunos platos criollos».
Muere el coronel José
Eugenio Cemí en plena juventud —33 años. La casa se ensombrece y la mesa
se despuebla. Rialta y sus hijos deben vivir de una pensión. Baldovina,
la sirvienta española, asume todas las tareas domésticas.
José
Cemí…«Después de una noche de asma disfrutaba de una especie de
cansancio voluptuoso. Se quedaba en su casa y observaba el crecimiento
del trabajo casero, desde Baldovina dando los primeros plumerazos a las
persianas de la sala, las ondas delatorias del sofrito, el condimento
milenario del ajo y del aceite para hacer una sopa que le producía los
mismos efectos del baño matinal en la tibiedad de las rodajas de pan
absorbiendo el aceite. Al sentarse a la mesa para almorzar tuvo una
dicha, semejante a la reiteración del ritmo estelar de la frase de
Goethe, vio una taza de caldo muy espeso, hecho con el ajiaco almorzado
el día anterior. Baldovina pasaba todas las viandas por la maquinilla de
moler, junto con la carne de puerco y el tasajo: el resultado era
opimo, un caldo que tenía la gama gustativa de un almuerzo saboreado por
sorbos espaciados. Cuando llegaron las torrejas como postre….»
El momento culminante de Paradiso
con relación a la cocina cubana será el de la cena familiar que
auspicia doña Augusta. Leticia, su hija, el doctor Santurce, su esposo, y
los hijos de ambos, llegan a visitarla y ella toma de pretexto la
visita para reunir a toda la familia en torno a la mesa de su casa del
Paseo del Prado.
«Doña Augusta se había preocupado de que la
comida ofrecida tuviese de día excepcional, pero sin perder la sencillez
familiar. La calidad excepcional se mostraba en el mantel de encaje, en
la vajilla de un redondel verde que seguía el contorno de todas las
piezas, limitado el círculo verde por los filetes dorados. El esmalte
blanco, bruñido especialmente para destellar en esa comida, recogía en
la variedad de los reflejos la diversidad de los rostros asomados al
fugitivo deslizarse de su propia imagen».
Es un mantel color
crema que recuerda la época de las gorgueras y las walonas. Augusta lo
heredó de su madre y lo muestra solo en ocasiones muy especiales. Para
ella tiene volantes visos de magia, y la delicada paciencia que
evidencia su composición, le hace pensar en noches infinitas durante las
cuales las abejas segregaron una estalactita de hilos entrecruzados
fabulosos. Sobre ese mantel luce la perfección del esmalte de la vajilla
con sus contornos de un verde quemado y que consigue el efecto de una
hoja reposada en la mitad del cuerno menguante lunar.
El primer
plato es una sopa de plátanos a la que Augusta añadió un poco de
tapioca a fin de que los comensales se sientan niños de nuevo. El
segundo plato consiste en un soufflé de mariscos ornado en la
superficie por una cuadrilla de langostinos, dispuestos en coro, unidos
por parejas, distribuyendo sus pinzas el humo brotante de la masa
apretada como un coral blanco.
Conforman el soufflé una
pasta de camarones «gigantomas», el pescado llamado emperador, que
Augusta emplea para mitigar el cansancio que provoca la reiteración del
pargo, y langostas que muestran el asombro cárdeno con que sus
carapachos recibieron la interrogación de la linterna que les quemó los
ojos saltones.
Después de ese plato de tan lograda apariencia de
colores abiertos, semejante a un flamígero muy cerca ya de un barroco
que permanece gótico por el horneo de la masa y por las alegorías que
esboza el langostino, Augusta quiso que el ritmo de la comida se
remansara en una ensalada de remolacha que recibía el espatulazo
amarillo de la mayonesa, cruzada con espárragos.
El cuarto plato
es un pavo relleno, un pavón sobredorado con la aspereza de sus
extremidades suavizada por la mantequilla y con una pechuga capaz de
ceñir todo el apetito de la familia y guardarlo en un arca de la
alianza. El relleno se preparó con almendras que se desbaratarán en la
boca y ciruelas que parecían crecer de nuevo con la provocada
segregación del paladar. Los mayores prueban solo algunas lascas de la
carne, pero no perdonan el relleno. Los muchachos, en la mesa aledaña,
acrecen su gula en torno al almohadón de la pechuga.
«Al final de
la comida, doña Augusta quiso mostrar una travesura en el postre.
Presentó en las copas de champagne la más deliciosa crema helada.
Después que la familia mostró su más rendido acatamiento al postre
sorpresivo, doña Augusta regaló la receta: -Son las cosas sencillas
—dijo— que podemos hacer en la cocina cubana, la repostería más fácil, y
que enseguida el paladar declara incomparables. Un coco rallado en
conserva, más otra conserva de piña rallada, unidas a la mitad con otra
lata de leche condensada, y llega entonces el hada, la viejita Marie
Brizand, para rociar con su anisete la crema olorosa. Al refrigerador,
se sirve cuando esté bien fría. Luego la vamos saboreando, recibiendo
los elogios de los otros comensales que piden con insistencia el bis, como cuando oímos alguna pavana de Luily».
Al
postre siguen las frutas. Luego, el café y los puros. Algo muy cubano
en la época en que tiene lugar la escena —década de 1920— y después: la
abuela Augusta, discretamente, eliminó los vinos de la cena; prefiere
evitarlos para no encender discusiones excesivas ya que cualquier
nimiedad hubiera engendrado un hormigueo bajo la advocación de Pólemos
entre los comensales masculinos adultos.
No se
encuentran en la obra de nuestros costumbristas páginas deslumbrantes
sobre la cocina cubana, afirma el escritor Lisandro Otero. No las hay en
las estampas de Luis Victoriano Betancourt, en las de Anselmo Suárez y
Romero ni en las del Lugareño. Sentencia Otero: «No hemos tenido a
nuestro Brillat Savarin».
Tampoco parecen abundar en la
narrativa. Antón Arrufat se acerca al tema en «El menú de los
personajes», pero es aún una zona que permanece sin desbrozar. «No comen
los señores igual que los esclavos… La disposición de una mesa se
relaciona con un modo de vida, tanto como las maneras a la hora de comer
y la confección de las comidas», expresa Arrufat. Añade:
«Los
personajes toman su desayuno o se sientan a almorzar. Pero desayuno y
almuerzo no son más que términos abstractos. Corto fue el desayuno, dice
Ramón de Palma. O la comida se concluyó muy noche, sin decir en qué
consistieron. Si hay un espléndido almuerzo, ignora el lector en qué
consistieron sus esplendideces. Y tanto nos hubiera gustado conocer en
detalle lo que comía el esclavo Sab o la pareja de amantes Claudio y
Aurora. ¿De qué platos estuvo compuesta esa comida tan larga, que vino a
terminar entrada la noche? Ya no podemos saberlo».
El lector se queda también con las ganas de enterarse qué comían los protagonistas de Mi tío el empleado
(1887) la importante novela de Ramón Meza, y adentrarse así en los
gustos culinarios de la burocracia colonial. Carlos Enríquez alude a la
comida de los campesinos en su Tilín García (1939) en tanto que en Las honradas (1917) y Las impuras (1919) las novelas esenciales de Miguel de Carrión, el menú se hace prácticamente internacional.
La mesa cubana, espléndida en Cecilia Valdés (1882) de Cirilo Villaverde, y en los relatos de viajeros y memorialistas, se ensombrece, ya en la época republicana, con Juan Criollo,
de Carlos Loveira. Juan, el protagonista de la obra, es un muchacho
humildísimo, traído y llevado, sin brújula, por las contingencias de la
vida. Goza de algunos respiros, como cuando don Roberto, aquel personaje
que muere luego de una copiosa ingestión de ropa vieja y que fue amante
de su madre, lo acoge en su casa, pero parece condenado a un hambre sin
tregua hasta que incursiona, con éxito, en la política.
Juan
Cabrera —Juan Criollo, esto es, Juan Pueblo— vive solo con su madre. El
padre ha muerto y deben «agarrarse cada día más desesperadamente a todas
las tablas de salvación de la pobreza extremada».
«Almuerzos de
boniatos salcochados, o de arroz en blanco, o de harina de maíz al agua
pura, o cualquier otro de esos criollos alimentos que llenan mucho y
nutren poco, arraigados en el país por un negro pasado de esclavitud.
Cenas de café y pan, cuando no compartían los bodrios, por el estilo de
los anteriores, de dos o tres vecinos, algunos grados menos miserables
que la madre y el huérfano, o cuando no participaban estos de las sobras
de comida rica, traídas… por una negra cocinera… sobras amontonadas en
una lata que había sido de manteca…»
A veces, la madre allega
algunos centavos y hay en la casa desayuno de café con leche y pan —«
¡suspirados panecillos franceses, tostaditos y olorosos!— pero son más
los días en que madre e hijo se benefician con los restos del puchero de
los enfermos que les obsequian las monjas que atienden el hospital
Reina Mercedes y la leprosería de San Lázaro; o Juan corre a la batería
de Santa Clara a mendigar las sobras de pan y rancho de los soldados. Al
fin, comienza a trabajar. Es todavía un niño, pero ya lustra zapatos,
vocea periódicos, pega carteles en los muros, y la retribución que
obtiene por tan modestos empleos permite que se harte de cajitas
premiadas que es el simpático e inexplicable nombre que se daba a las
frituras de bacalao en los puestos de chinos, o de queques, acompañado
de un trozo de dulce de pasta de guayaba que se expendía en cualquier
bodega de la Isla.
En una ocasión don Roberto sorprende a Juan
Criollo embobado frente a la vidriera de dulces del café Europa, en la
calle Obispo, y adquiere para él matagallegos y piononos, que era un
dulce de panetela y crema, cilíndrico, llamado también Pío IX, sin que
nadie precise, antes ni ahora, su relación con el Sumo Pontífice de
igual nombre, que reinó entre 1846 y 1878 y proclamó los dogmas de la
Inmaculada Concepción y de la infalibilidad papal. ¿Es el matagallegos
el mismo dulce que se conocería luego como matahambre o matambre y que
se elabora con harina de yuca, huevo, azúcar y manteca de puerco y se
cubre con ajonjolí?
Sobreviene el intermedio de Juan Criollo como
recogido en la casona de don Roberto. El festín, sin embargo, no es
eterno pues saldrá de allí desterrado a la finca familiar. Viaja a
México y regresa, instaurada ya la República, a padecer su hambre de
siempre, que mal saciaba con tazas de café con leche, desayunos de arroz
con frijoles a la una de la tarde o a las ocho de la noche y sándwiches
de dulce de pasta de guayaba, el típico y corriente pan con guayaba
—pan con timba— que muchos, no sin humor, llamaban pan con jamón cubano.
Dios
aprieta, pero no ahoga. Julián, el amigo de Juan desde la niñez, se
«metió» a político y le regala un almuerzo de vez en cuando. Trata de
convencerlo de que siga sus pasos y medre a costa de la República
naciente, pero Juan Cabrera —Juan Criollo, Juan Pueblo, Juan Bobo— se
niega. Vive, ya casado, de su sueldo de empleado público que le impone
recurrir, los fines de mes, al arroz con bacalao, la harina con
camarones secos, a la sopa de papas, huesos y fideos… hasta que decide
seguir las recomendaciones de Julián. La resonancia que va adquiriendo
su quehacer periodístico le permite saltar a la política y logra un acta
de Representante a la Cámara. Al concluir la novela —Juan tiene puesto
ya un pie en el Senado— los dos amigos se reúnen a fin de celebrar con
un almuerzo los triunfos de la vida. Carlos Loveira no alude a los
platos que degustan, pero sí precisa que conversan «con el Benedictino
encima del cocktail y el Sauternes».
Es internacional la cocina en «Ostras interrogadas», cuento que Guillermo Cabrera Infante incluye en su libro Así en la paz como en la guerra
(1964). Gonzalo Solaún, su protagonista —un hombre calvo y gordo que lo
mismo puede tener 57 años de edad que 75— disfruta del placer reposado
de fumar que aliña con el recuerdo de la comida que acaba de ingerir
en compañía de su joven amante, que luce un tractivo tenaz de animal
sano. Cabrera Infante enumera esa comida: ostiones, sopa de cebollas al
gratin, bistec chateaubriand con salsa de trufas…«Una comida deliciosa (según un gourmet, él mismo) atiborrada de calorías (según la mujer gorda de dos mesas más allá) lenta (según la muchacha) y fastidiosa (según el camarero y el cocinero)».
Luis Dascal, protagonista de La situación (1963) de Lisandro Otero, degusta en el restaurante El Carmelo, el mejor grill-room habanero de los años 50, una langosta termidor
y un helado de fresas, pero el almuerzo en su casa no puede ser más
cubano: arroz con pollo, plátanos chatinos y ensalada de lechuga. De
postre, cascos de naranja con queso crema. Y para rematar, una taza de
café negro y humeante.
En «El Ford azul», un cuento de Otero,
Antonio concluye una tensa jornada de trajines conspirativos contra el
gobierno de Batista degustando al anochecer una sopa china con mucho pan
en una de las fondas del Mercado Único de La Habana. Una costumbre muy
cubana esa de la sopa china luego de un ajetreado día de brega o de
juerga.
En «Morder las bellas rocas» (1968) Otero ofrece el menú
del almuerzo en un campamento de hombres y mujeres que acudieron a una
zona agrícola para acometer jornadas de trabajo voluntario. La
descripción es maestra. Más allá de la comida, el narrador se extrema en
detalles que enriquecen la escena y permiten un cuadro vívido de esos
almuerzos «campestres».
«La fila comenzó a avanzar lentamente
porque habían destapado grandes calderos con potaje de chícharos, arroz
blanco y boniato hervido. Tomé una golpeada bandeja de hojalata y el
cocinero me echó mi ración con dos cucharones. Fuimos a sentarnos en
unos bancos de madera, ante una larga mesa de tabla de palma, en un
amplio cobertizo techado con planchas de zinc que hervían con el sol
fuerte de la hora. Otros preferían la sombra distante de algún árbol.
Los que terminaban de comer iban a fregar sus bandejas en el agua
caliente que bullía en un enorme latón calentado por unos leños entre
ladrillos. El agua caliente cortaba la grasa y en otro latón el agua
limpia dejaba brillantes las bandejas y los vasos de aluminio. Entonces
los hombres iban a tumbarse bajo el follaje protector, en algún lugar
cruzado por la brisa, y dormían hasta que desaparecía la tirantez de los
músculos, para volver un par de horas después al campo».
Poco después del almuerzo, en «Morder las bellas rocas», de Otero, conversan dos mujeres:
«-Tengo hambre.
-Pero si acabas de comer –dijo la flaca.
-Es que no comí postre. Cuando no como postre siento que no hubiera comido».
El
dulce es adicción remota del cubano. Algunas crónicas dan cuenta que
ya en el siglo XVI el manjar blanco se hacía presente en la mesa
criolla. Fue precisamente un plato como ese que enmascaró la dosis
pertinente de arsénico que causó la muerte, en 1579, de Francisco de
Carreño, gobernador general de la Isla; un comedor de plomo que, como
dice Álvaro de la Iglesia en una de sus Tradiciones cubanas, no pudo digerir un dulce.
La cocina ocupa un lugar nada desdeñable en Pasado perfecto (1991) y Vientos de cuaresma (1993) novelas de la tetralogía «Las cuatro estaciones», de Leonardo Padura.
El
protagonista de ambas, Mario Conde, oficial investigador de la policía
cubana, es un nostálgico incansable: un hombre que siente lástima de sí
mismo. Quiere ser escritor y a ratos, muy de tarde en tarde, en efecto,
escribe. Es un tronado, vive solo, está a las puertas del alcoholismo y
no encaja con ninguna mujer. Ignora por qué es policía, aunque gusta de
serlo, pese a que esa profesión condicionó sus reacciones y perspectivas
para descubrirle sólo el lado más amargo y difícil de la vida. Ansía
desnudarse de su existencia equivocada y encontrar el punto preciso
dónde poder volver a empezar, pero se percata muy bien de que nada
podrá hacerse de nuevo otra vez y que lo que se hizo es ya irremediable.
Conde
tiene un gran consuelo; la amistad de Carlos, un personaje suspicaz y
socarrón de más de trescientas libras de peso a quien apodan «el flaco» y
que vive atado a una silla de ruedas desde sus días en la guerra de
Angola. Su otro consuelo es la comida que Josefina, la madre de Carlos,
prepara para ambos.
Es una conjunción de las cocinas española,
china, francesa y cubana. Es la cocina casera, con platos cuyas recetas
se incorporan a acervo del ama de casa y que ella elabora sin tomar en
cuenta su procedencia o nacionalidad. Conde y Carlos comen como
endemoniados; después de cada comida la mesas queda como devastada por
un desastre nuclear. En una ocasión. Josefina comenta: «Es comida para
seis franceses, pero con tragones como ustedes…» Conde, por su parte,
piensa que un policía con hambre no puede ser buen policía.
Pero
¡cuidado! las recetas que Josefina regala a lo largo de las novelas de
Padura no han de seguirse al pie de la letra. Si bien da correctamente
los componentes en cada una de ellas, exagera las medidas. El motivo es
plausible. Padura escribe esas obras en lo más duro de la crisis
económica de los 90, con el país sometido a un férreo racionamiento
alimentario. Entonces, en cada uno de los platos que saca a relucir en
sus páginas está el gusto del cubano por la buena mesa, y también el
sueño del cubano por la buena comida, que en esa época se tornó casi
una quimera. Solo en el mercado negro más sumergido puede Josefina
conseguir lo que consigue para su cocina. Conde, el policía, lo sabe.
Josefina está en tratos con el diablo, piensa Conde, y no precisamente
con Lucifer, sino con un carnicero conocido por ese sobrenombre que le
hace un suministro sistemático, clandestino y a sobreprecio de productos
que no pueden allegarse libremente.
Pero ¿son esas comidas reales o imaginarias? En Paisaje de otoño, Josefina,
antes de servir la mesa, anuncia los platos que conformarán el banquete
del día: filetes de ternera enrollados y rellenos con bacon y queso
Gruyère y que hará acompañar de arroz blanco desgranado, frijoles negros
dormiditos, yuca con mojo, plátanos verdes fritos a puñetazos, cebollas
rebozadas, ensaladas, dulce, café… y Conde le escucha el recuento con
los ojos enfebrecidos y se niega a creer, tras treinta años de normas
estrictas y mesuradas de racionamiento alimenticio, que tales delicias
fueran posibles. Pregunta a Josefina: «-Oye, Jose, pero dímelo de una
vez ahora que ya no soy policía: ¿de dónde coño tu sacas todas esas
cosas?» De la imaginación que tengo, respondió Josefina y Conde ya no
tuvo duda: la mujer se comportaba como el mago de circo que hace
aparecer, de la nada, un elefante vestido de marinero».
Dice en Vientos de cuaresma:
«Solamente
aquel carnicero de apodo infernal podía propiciar el pecado de la gula
al que los lanzó la madre de su amigo: increíble, pero cierto: cocido
madrileño, casi como debe ser, explicó la mujer [Josefina] cuando los
hizo pasar al comedor en el que ya estaban servidos los platos y
circunspecta y desbordada de promesas la fuente de carnes, viandas y
garbanzos».
Más adelante, en la misma novela, hay esta
descripción memorable del ajiaco a la marinera acompañada de los
comentarios atinados de Josefina:
«-Ajiaco a la marinera —anunció
entonces, y colocó sobre el fogón su olla de banquetes mediada de agua y
agregó la cabeza de una cherna de ojos vidriosos, dos mazorcas de maíz
tierno, casi blanco, media libra de malanga amarilla, otra media de
malanga blanca y la misma cantidad de ñame y calabaza, dos plátanos
verdes y otros tantos que se derretían de maduros, una libra de yuca y
otra de boniato, le exprimió un limón, ahogó una libra de masas de aquel
pescado que el Conde no probaba hacía tanto tiempo que ya lo creía en
vías de extinción y otra libra de camarones —también puede ser langosta o
cangrejo, acotó tranquilamente Josefina, como una bruja de Macbeth
ante la olla de la vida— y por fin lanzó sobre toda aquella solidez un
tercio de taza de aceite, una cebolla, dos dientes de ajo, un ají
grande, una taza de puré de tomate, tres, no, mejor cuatro cucharaditas
de sal —leí el otro día que no es tan dañina como decían, menos mal— y
media de pimienta, para rematar aquel engendro de todos los sabores,
olores y texturas, con un cuarto de cucharadita de orégano y otro tanto
de comino, arrojadas sobre el sopón con un gesto casi displicente.
Sonreía cuando empezó a revolver la mezcla—. Da para diez personas, pero
con cuatro como ustedes… Esto o hacía mi abuelo, que era marinero y
gallego, y según él este ajiaco es el padre de los ajiacos y le saca
ventaja a la olla podrida, al potpourri francés, al minestrone italiano, a la cazuela chilena, al sancocho dominicano y, por supuesto, al borsch
eslavo, que casi no cuenta en esta competencia de sabores latinos. El
misterio que tiene está en la combinación del pescado con las viandas,
pero fíjense que falta una, la que siempre se le echa al pescado, la
papa. Porque la papa tiene un corazón difícil y estas otras son más
nobles».
Más allá del pollo a la Villeroy y del arroz frito, de
la fabada y del cocido madrileño, la cocina cubana sobresale en las
novelas de Leonardo Padura. En Pasado perfecto, Josefina tienta así el apetito del teniente Mario Conde:
«Oye
bien: las malangas que tú trajiste hervidas, con mojo y les eché
bastante ajo y naranja agria; unos bistecitos de puerco que quedaron de
ayer, imagínate que están casi cocinados por el adobo y alcanzan a dos
por cabeza; los frijoles negros que están quedando dormiditos, como a
ustedes les gusta, porque están cuajando sabroso y ahora voy a echarle
un chorrito de aceite de oliva que compré en la bodega; al arroz ya le
bajé la llama, que también le eché ajo… Y la ensalada: lechuga, tomate y
rabanitos. Ah, bueno, y el dulce de coco rallado con queso».
Conde,
que ante el recuento siente el reordenamiento de su maltratado
estómago, no puede, sin embargo, ir a almorzar. Se desquitará en otra
ocasión. Entonces «Se acercaron a la mesa y el Conde analizó las
ofertas de Josefina: los frijoles negros, clásicos, espesos; los
bistecs de puerco empanizados, bien tostados y sin embargo jugosos, como
pedía la regla de oro del escalope: el arroz desgranándose en la
fuente, blanquísimo, tierno como una novia virginal; la ensalada de
verduras, montada con arte y combinación esmerada de los colores verdes,
rojos y el dorado de los tomates pintones: y los plátanos verdes a
puñetazos, fritos y sencillamente rotundos. Sobre la mesa otra botella
de vino rumano, tinto, seco, casi perfecto entre los peleones».
La cena final de Pasado perfecto
vuelve a ser un encuentro de platos de cocinas diversas, tan caro al
paladar cubano: bacalao a la vizcaína, arroz blanco, sopa polaca de
champiñones mejorada por Josefina con acelga, menudos de pollo y salsa
de tomate; plátanos maduros fritos y ensalada de berro, lechuga y
rábano.
“Todos los males que se derivan del
exceso de comer son menores que los males que se derivan del exceso de
no comer”, dice, recordando a Hipócrates, uno de los personajes de Paradiso. Y cita enseguida a San Pablo cuando aconseja al que no come que no se burle del que come y viceversa.
Como
Lezama estaba convencido de que el día de su tránsito muchos de sus
pecados serían redimidos, gustaba de repetir, aun en los momentos en que
se disponía a comer, la copla de san Pascual Bailón para invocar la
buena digestión de una buena comida: «Baile en su fogón / san Pascual
Bailón. / Oiga mi oración, / mi santo patrón. / Y de mis pecados / me dé
remisión». En una de las tantas entrevistas que concedió, dijo el
escritor: «Me gustan los placeres de la buena mesa cuando vienen
acompañados de la inteligencia… una buena mesa, una buena conversación y
un buen mantel renacentista es una de las cosas que más se pueden
apetecer en este mundo». Alguien que compartió con él la mesa, aseguró
en una ocasión: «Le agrada deslumbrar un poco infantilmente a los
comensales (en las comidas de ostentosa vajilla sobre todo) sacando a
colación con cualquier pretexto retruécanos, citas de grandes personajes
desconocidos y epigramas mordaces sacados de libros olvidados». La
comida parecía inspirarlo, aseguraba René Portocarrero; era capaz de
conciliar un apetito voraz con una alta espiritualidad y el vuelo
poético.
Julio Cortázar recordaba que llevaba cuatro años
intercambiando cartas y libros con Lezama, cuando pudo conocerlo
personalmente en su primera visita a Cuba, a fines de 1961. El pintor
Mariano Rodríguez los reunió en una cena, particularmente exquisita en
un momento en que todo faltaba en Cuba, a la que el poeta de Enemigo rumor acudió con un apetito jamás desmentido desde la sopa hasta el postre.
«Cuando
lo vi saborear el pescado beber su vino como un alquimista que observa
un precioso licor en su redoma, sentí lo que luego Paradiso
habría de darme tan plenamente: el deslumbramiento de una poesía capaz
de abarcar no solo el esplendor del verbo sino la totalidad de la vida
desde la más ínfima brizna hasta la inmensidad cósmica. Recuerdo que
pensé en la frase de Descartes, cuando un pedante que lo veía comer con
apetito, se maravilló de que un filósofo pudiera ceder hasta ese punto a
la sensualidad, y Descartes le respondió: ¿Pero es que creéis, señor,
que Dios ha creado estas maravillas para el solo placer de los
imbéciles?»
Proseguía el autor de Rayuela:
«Y
entonces Lezama empezó a hablar, con su inimitable jadeo asmático
alternando con las cucharadas de sopa que de ninguna manera abandonaba,
su discurso empezó a crecer como si asistiéramos al nacimiento visible
de una planta, el tallo marcando el eje central del que una tras otra se
iban lanzando las ramas, las hojas y los frutos. Y ahora que lo digo,
Lezama hablaba de plantas en el momento más hermoso de ese monólogo con
que le agradecía a Mariano su hospitalidad y nuestra presencia; recuerdo
que una referencia a la Revolución lo llevó a mostrarnos, a la manera
de un Plutarco tropical, las vidas paralelas de José Martí y Fidel
Castro, y alzar en una maravillosa analogía simbólica las imágenes de la
palma y de la ceiba, esos árboles donde parece resumirse la
esencialidad de lo cubano. Y también recuerdo que en un momento dado el
camarero se acercó para retirar los platos, y que Lezama interrumpió su
soliloquio para mirarlo con una cara de bebé afligido y enojado al mismo
tiempo, mientras le decía: «Yo he venido aquí para hablar con mis
amigos, pero esa no es una razón para que usted se lleve la sopa».
El
poeta Nicolás Guillén tenía también un recuerdo. Almorzaban en la sede
de la Unión de Escritores y Artistas, tras la clausura de una larga
reunión. Lezama había concluido ya su ración cuando detectó un bistec
solitario y abandonado en una fuente cercana. «¿Sería usted tan amable
de traspasar a mis predios ese pobre bistec que se ha quedado huérfano y
que yo puedo ayudar con mis mandíbulas? —pidió a uno de los comensales.
En
los años 40 y 50 su presencia se hizo habitual en el café La Lluvia de
Oro, de la calle Obispo. Allí, al final de la tarde, disfrutaba de una
primera cerveza que dedicaba a la amistad; la segunda, la ofrendaba a
la salud y la tercera a la alegría… A la cuarta, la de la locura, no
llegaba nunca. Gustaba frecuentar además el café de Reboredo, y no era
raro que en compañía del pintor Mariano Rodríguez acuda alguna que otra
vez al Sloppy Joe, uno de los mejores bares de la capital. Allí, Darío,
uno de los cantineros se encantaba con el verbo de Lezama y en más de
una ocasión invitó a un trago más a ambos artistas con tal de que
permanecieran por más tiempo en el lugar. De sus meriendas en sus días
de empleado público dejaron constancia sus compañeros de trabajo.
Gustaban a Lezama los tamales, los pasteles de fruta, las empanadas, las
galletas de sal. Mientras la Dirección de Cultura del Ministerio de
Educación tuvo su sede en el Palacio de Bellas Artes, Lezama prefirió la
cafetería América para sus meriendas. Sobre las diez de la mañana solía
coincidir en aquel establecimiento de la calle Galiano, con Mariano,
Víctor Manuel, Abela, Loló Soldevilla.
Recuerda una
de sus compañeras de trabajo: «Hay que hablar también de su generosidad,
cualidad humana que quizás fue una de las que mejor lo definió. Todo lo
daba y compartía, desde la merienda hasta los conocimientos. Por las
mañanas mandaba a buscar unas meriendas descomunales, para él y para
brindar a sus compañeros de trabajo y a los visitantes. Me acuerdo de
unas empanadas de guayaba que compraba a menudo; ni antes ni después he
comido cosa igual. A veces yo le reñía por comer tanto, a lo cual me
respondía con ingenuidad: Puedo comer con entera libertad porque cada
día me desayuno una toronja.».
Roberto Fernández Retamar evocó
en un poema sus comidas con Lezama en el desaparecido restaurante
Cantón, encuentros que Lezama ansiaba repetir, como expresa
explícitamente en una carta que en noviembre de 1957 dirige al autor de Buena suerte viviendo
y a su esposa, entonces en New Haven, Estados Unidos: «Saber que
pronto nos reuniremos de nuevo en el restaurante chino, de tan
penetrante sencillez imperial».
Precisa Fernández Retamar en su
«Un cuarto de siglo con Lezama»: «No obstante ser un hombre pobre,
cuando cobraba acostumbraba convidar a sus amistades más cercanas a
comer en algún restorán habanero. Con mi esposa y conmigo… fue más de
una vez a sitios donde vendían comidas chinas, en general, bastante
humildes y baratas, pero que él siempre magnificaba y veía feéricamente.
Sin embargo, lo curioso en Lezama es que supo vivir de modo feérico y
tener, a un mismo tiempo, los pies afincados en la tierra. Comunión que
se aprecia también en su obra literaria, hecha de los elementos más
suntuosos o fantásticos y de las cosas más inmediatas».
¿Cómo eran aquellas comidas del Cantón? Recuerda Fernández Retamar en su poema:
«Y no hacíamos demorar más el ritual del Cantón.
(…)
La noche se abría, por supuesto, con mariposas.
Aparecían platos suspensivos, bambú y frijoles trasatlánticos
Junto al aguacate y la modestísima habichuela.
Ya habían saltado del cartucho previas empanadas,
Y por encima de alguna sopa y del marisco misterioso,
La espuma de la cerveza humeaba hasta adquirir la forma
De una Etruria filológica, calle Obispo arriba,
Posiblemente con Víctor Manuel, una pesada mañana de agosto.
(…)
Todavía nos esperan extrañas aves
Posadas en los adverbios, arpas para ser reídas hasta la última cuerda,
Cimitarras entreabiertas, abandonadas por el invisible camarero
Que sirve el té frío con limón, porque aquí el café es muy malo.
Aunque, a la verdad, no puede pedirse más por un peso».
Si
con Fernández Retamar visita restaurantes chinos, con Nicolás Guillén
recurre a una casa de comidas árabes sita en la calle Indio. En verdad,
mientras pudo moverse en taxis, que se irían haciendo cada vez más
escasos desde finales de los años 60, o encontró a quien pudiera
conducirlo en automóvil, Lezama visitó con frecuencia todos los buenos
restaurantes de La Habana: La Zaragozana, La Roca, El Conejito, El
Centro Vasco… El Patio, en la Plaza de la Catedral y 1830, al final del
Vedado, fueron los preferidos en sus últimos años. Nunca gustó de La
Torre, también en el Vedado, por la cantidad de pisos que se vería
obligado a subir; temía a los elevadores. Lástima, porque al eludirlo en
sus itinerarios se privó de una vista de La Habana que corta el
aliento. La Bodeguita del Medio tampoco le gustaba; lo deprimía con sus
paredes escritas de arriba abajo y lo estrecho y caluroso de su local.
En todos los restaurantes, el ritual era el mismo: repasaba lentamente
la carta, hacía todo tipo de preguntas al camarero antes de decidirse,
saboreaba la buena comida con un regodeo sutil y, a la vez, rabelesiano,
y al final no dejaba una sola migaja en el plato. Y no era raro que en
un restaurante de cocina española, rematase su cena con ese postre
criollísimo que son los cascos de guayaba con queso blanco.
Era
enorme su devoción por los dulces cubanos. Se maravillaba con las yemas
dobles que le llevaban Carmen e Irene, las hermanas de Amelia Peláez, y,
como a dos clásicos, comparaba el Saint-Honoré que elaboraban por
encargo en la dulcería Lucerna, de la calle Neptuno, especializada en
pastelería francesa, con el flan de coco criollo que la poetisa Fina
García Marruz preparó para él en no pocas ocasiones. Conservó hasta la
muerte el hábito materno de los dulces caseros, que mantuvo, primero,
Baldomera —la Baldovina, de Paradiso— y hasta el final su esposa María
Luisa: la malarrabia, el boniatillo, el coco rallado, el arroz con
leche, las panetelas… eran para él una fiesta en la sobremesa. Podía
disertar largamente sobre el aguacate, así como de las cualidades
alimenticias de las frutas y, en particular, de las tropicales que, en
su opinión, aventajaban a las otras en la superioridad de su pulpa.
El
escritor Reynaldo González lo visita una tarde de 1970. Viene de la
zafra azucarera con regalos para el amigo: un mazo de cañas de azúcar,
otro mazo de tabacos, una botella de ron añejo… «Hombre, parece usted
uno de los reyes magos que visitaron el pesebre del niño Jesús», comenta
el poeta y añade: «Pues yo también estoy preparado para la fiesta». Y
pide a su esposa que sirva la champola de guanábana que mandó preparar
temprano. Dice en alusión a esa sabrosa bebida: «A fin de cuentas,
cuando los guerreros, luego de encarnizadas campañas, se sientan a
recapitular, deben hacerlo tomando el vino de su tierra».
Virgilio
Piñera dejó constancia de esa devoción por los dulces al hacer el
recuento de una celebración del santo de Lezama —19 de marzo; día de San
José— en la intimidad de la casa del poeta, en Trocadero, 162. Asisten
el doctor José Luis Moreno del Toro y su esposa Onilda; el poeta y
dramaturgo José Triana y su esposa Chantal; el pintor y diseñador
Umberto Peña, el teatrista Armando Suárez del Villar, el arquitecto
Armando Bilbao y el propio Virgilio.
«Aún no disipados los ecos
de las divinas décimas de Triana comienza el ambigú: se sirve el pudín
(obsequio de la gentil Onilda), claro está un plum-pudding con
pasas y nueces; se sirve el dulce de coco o de frutabomba hechos por las
aristocráticas manos de Chantal… se sirve, en fin, el liqueur y alguna que otra friandise…» escribe Virgilio. Precisa que siguen las fotos de rigor, y continúa:
«Entretanto, chistes, risitas, bromas, más liqueur,
la vida es un contento, algún que otro bostezo, pero muy disimulado y
que casi parece un melisma; recordatorios y veladas alusiones al San
José del año pasado… Y la noche avanzando implacable, haciéndose más
noche eterna y artera, y más liqueur, no más dulce porque se
empalagarían, pero no obstante, no es que insista, pero acepte usted
este pedacito de pudín… y este turrón de coco… y la noche sigue en su
incesante avance, semejante a la historia, y se diría que nos va
sepultando en un polvo impalpable, no precisamente de estrellas, sino de
ese otro, tan feo, llamado ceniza. Ahora la velada se ha cambiado de
agradable en pompeyana, ya la lava empieza a ascender y casi llega al
borde de los sillones, pero no habrá catástrofe pues el santo patrón
José hace tiempo que tiene probados sus diez y seis cuarteles de
inmortalidad. Así pues, más liqueur, más noche, más coco, más fruta bomba, más fotos. Hasta que llegue la extremaunción».
El propio Lezama memorizó el menú de la cena con que lo congratularon los esposos Vitier-García Marruz por la publicación de Dador.
Dice en una carta a su hermana Eloísa: «Me invitaron los Vitier a una
comida hecha toda por Cleva [Solís]. No puedes imaginarte la gracia
poética de Cleva preparando una comida de estilo. Ya desde los
preparativos empieza a transfigurarse, su arte culinario es todo de
inspiración. Hizo un plato de camarones que fue para mí muy emocionante,
pues con pimientos grabó encima del plato de camarones: DADOR. Y
estaba, además, delicioso. La casa de los Vitier pareció aquella noche,
inolvidable para mí, que se iluminaba por la amistad y la poesía».
Cleva
por su parte recordaba más de veinte años después la ensalada de
aguacate y piña que preparó aquella noche. «La decoración del plato lo
regocijó de lo lindo. Yo le pedí: Lezama, esta noche tiene que decirnos
algunas de esas cosas tan hermosas que usted sabe improvisar. Nos habló
largamente de Manuel de Zequeira, el autor de “Oda a la piña”, y la
disertación tuvo toda la riqueza de su verbo. Nosotros estábamos muy
alegres, y disfrutamos a plenitud ese fascinante sucederse de su
inagotable fantasía».
La pierna de cerdo Guacanayabo, que el
chef cubano Gilberto Smith, el llamado Mago de las Salsas, elaboró para
él, hacía las delicias del poeta. No se conservan los detalles de una
sola comida de Lezama con Gastón Baquero en El Palacio de Cristal,
posiblemente el mejor restaurante habanero de los años 40-50, en la
calle Industria, al fondo del Capitolio, cuyo local con el tiempo, antes
de desplomarse, corrió el triste destino de servir de albergue a un
taller de taxidermia. En su diario —anotación correspondiente a 19 de
marzo de 1957— consiga escuetamente: «Por la mañana, almuerzo con
Gastón Baquero. Comida francesa con simpática verba criolla». De las
comidas del grupo Orígenes en Bauta quedan solo fotografías. Sí se
conserva, guardado en el recuerdo de la muchacha que lo acompañó esa
noche, una comida suya en el restaurante Miami, en Prado y Neptuno:
pastel de ave, como entrante; langosta termidor, como plato fuerte; como
postre, algo cuyo nombre ella no pudo retener, pero que llevaba varias
frutas. Pidió el poeta además, precisaba ella, un coctel Glover Club.
«Te
invito a comer al mejor restaurante de América», dijo en una ocasión a
otra amiga. Aceptó esta la invitación y se interesó por saber cuál era
esa casa de comida tan bien ponderada. Galante como era, Lezama le dio
esta respuesta: «No importa cuál sea, porque con solo acudir tú, lo
harás de seguro el mejor del continente».
Una noche,
el poeta español José Agustín Goytisolo quiso sorprenderlo con un
festín. Organizarlo fue fruto de una conspiración entre la esposa de
Goytisolo y el capitán de uno de los restaurantes del Hotel Nacional de
Cuba —posiblemente el Comedor de Aguilar— y la complicidad de Haydée
Santamaría y Celia Sánchez, que aportaron, en secreto, alimentos y
bebidas.
En aquella época, las comidas aun en los
restaurantes, con su ineludible crema de queso, llegaban a hacerse
reiteradas y cansonas. Lezama pensó que aquella noche habría más de lo
mismo y, al sentarse a la mesa, comentó:
-Bueno, volvamos al rito consuetudinario, a la comida de todos los días.
-¿Y por qué tiene que ser lo de todos los días? ¿Por qué no puede haber
hoy algo que no sea lo habitual?, preguntó la señora Goytisolo y,
volviéndose hacia el maître, añadió:
-¿No tendrá, por ejemplo, unos entremeses variados? ¿Alguna sardina?
Lezama la miró como diciéndole: Esta muchacha no sabe dónde está. Pero
para su asombro la respuesta del maître fue afirmativa. Lezama se creció
en su asiento y, con ojos brillantes e incrédulos, preguntó: ¿Es
cierto? Volvió a responder afirmativamente el empleado y Lezama
advirtió:
-Entonces, joven, procure que en ese entremés las sardinas irradien su dominio.
Según el relato de Goytisolo siguieron al entremés pastas italianas,
coctel de camarones, carne… Puntualizaba el poeta español: «Para él, que
creía en los milagros, ese día fue uno de los que, de estar vivo,
recordaría entre los más felices».
A recepciones y
cocteles asistía únicamente si podía asegurarse un vehículo que lo
llevara y lo regresara luego a su casa. Al día siguiente no era raro que
comentara con compañeros de trabajo o visitantes amigos los platos que
había degustado en el convivio. Una vez en que lo hacía, su
interlocutora le pidió que cambiara de tema pues a ella la comida no le
interesaba. «Ah, perdone, es que olvidé que usted se alimenta con el
néctar de las flores».
En años finales le obsesionaba que
pudieran faltarle los medicamentos antiasmáticos y la comida. Si bien ya
para entonces su cena se limitaba a una taza de café con leche
acompañaba de abundantes rebanadas de pan, y la toronja del desayuno
la sustituía una taza de té, nunca tuvo menos de cinco platos en su
mesa a la hora del almuerzo. Un día en que discurría con la doctora Ada
Kourí, médico de cabecera de su esposa María Luisa, comentó que su
gordura era glandular, lo que motivó la rápida respuesta de la destacada
cardióloga: «Lezama, en los campos de concentración de Hitler no se vio
un solo caso de gordura glandular… Si no hay comida, no hay gordura».
Hacia
1830 los hijos del país comenzaron a tratar de diferenciarse de los
españoles. Pintaron las fachadas de sus casas con colores diferentes,
otras fueron sus diversiones y prefirieron el café fuerte y amargo sobre
el chocolate caliente. Fueron distintas también sus comidas: el arroz
con frijoles negros se impuso al pan mojado en guiso de los
peninsulares. Estaba naciendo la nacionalidad cubana.
Escribe Lezama Lima en Paradiso:
«la cocina [cubana] que parece española, pero que se rebela en el 68».
En efecto, la Guerra de los Diez Años abrió la saga de las comidas
mambisas, de la que los propios insurrectos dejarían testimonio, una
comida «rebelde» e «improvisada», ligada con usos y gustos campesinos y
que hermanó clases y razas. De sus platos se habla en extenso en la
novela El cafetal azul, de Julio Rosas, escrita hace unos cien
años y que permanece inédita y de la que Cintio Vitier y Fina García
Marruz reprodujeron partes en su Flor oculta de poesía cubana (siglos XVIII y XIX).
Para
Lezama, la cubana es una cocina con apoyo escaso en el tipicismo y que
huye, al mismo tiempo, de lo rebuscado. No se deriva solo de la
española, aclaremos. También de la africana y tomó elementos de la
cocina francesa, de la china, de la caribeña, lo que dio por resultado
una cocina con acento propio. Una cocina, advertirá el escritor, que
forma parte de nuestra imagen.
Hay en su obra no
pocos ejemplos de lo que él consideraba la voluptuosidad y la sorpresa
de nuestra culinaria. Sobre todo en Paradiso; no así en Oppiano Licario,
en la que los personajes son invitados a comer, comen o ya han comido
sin que el lector sepa apenas los platos que degustan. O para decirlo
como Lezama, los platos que se “incorporan”.
Porque
para el poeta, la mayor parte de los pueblos, principalmente los
europeos, fuerzan o exageran una división entre el hombre y la
naturaleza. No así el cubano que, al comer, incorpora la naturaleza.
«Parece que incorpora las frutas y las viandas, los peces y los mariscos, dentro del bosque».
Ciro Bianchi Ross
Santa Amalia, 11 de junio, 2010
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