Hace 14 años, en 1998,
el mundo vivía
apaciblemente, según se
mire. Las guerras eran
las mismas y tenían
lugar en la periferia
del capitalismo. El
campo de batalla por el
control de las materias
primas se extendía,
entraba en juego la
privatización de todos
los recursos naturales,
incluido las fuentes
hídricas. El
neoliberalismo
desregulaba a prisa para
facilitar la llegada de
las hipotecas basura y
dar pingües ganancias al
capital financiero. Nos
advertían del apagón
informático del año 2000
y dábamos la bienvenida
al siglo XXI. En lo
esencial los sobresaltos
fueron pocos, pero de
hondo calado. La primera
guerra de Irak, las
guerra espurias en el
territorio de la ex
Yugoslavia, la
consolidación de los
países emergentes y una
América Latina sin
dictaduras. Aún no
existía la República
Bolivariana de Venezuela
y la derecha mundial
concentraba sus
descalificaciones en
Cuba, sin variar el
protocolo de la
Guerra fría. El
mapa del siglo XXI aún
estaba en ciernes, nada
hacía prever el ataque a
las Torres Gemelas de
Nueva York, percutor del
unilateralismo en las
relaciones
internacionales y las
guerras contra el
terrorismo
internacional.
Sin embargo, un
hecho, en materia de
derechos humanos,
haría que la
justicia
internacional
cobrara protagonismo
en las postrimerías
del siglo XX, la
detención en Londres
del dictador chileno
Augusto Pinochet.
Gran Bretaña debía
resolver la
extradición
solicitada por el
juez de la Audiencia
Nacional de España,
Baltasar Garzón, a
demanda de la
acusación particular
y popular encabezada
por el abogado Joan
Garces. Gobernaba la
socialdemocracia de
Tony Blair y la
tercera vía.
El gobierno de su
majestad Isabel II,
España y Chile
sufrieron un shock.
Ninguno de los tres
estados deseaba que
el tirano fuese
juzgado por crímenes
de lesa humanidad.
Como demostración de
su rechazo, Chile
retiró a su
embajador en Madrid
y el entonces
presidente del
Gobierno español,
José María Aznar, y
su partido
boicotearon el caso
en los tribunales,
realizando lo que se
llama en la jerga
legal terrorismo
judicial. Por su
parte, Margaret
Thatcher se refirió
a Pinochet como el
único preso político
existente en su
país. Las argucias y
artimañas para
conseguir el
objetivo, la
libertad del
dictador, dieron
resultado en el
medio plazo. El
abogado de Pinochet,
a la sazón también
defensor de los
intereses de Endesa
en Chile, Pablo
Rodríguez Grez,
organizador del
grupo paramilitar
Patria y Libertad,
movimiento que se
dedicó a poner
bombas y sabotear el
gobierno de Salvador
Allende, encontró la
vía para lograr la
libertad del
susodicho. En una
operación de encaje
le hizo llegar al
ministro del
Interior de la
corona, Jack Straw,
un resquicio legal
que posibilitaba
bloquear la decisión
judicial. La
extradición podía
frenarse
políticamente si
existían causas
médicas, cuyo
diagnóstico avalase
la incapacidad
mental del imputado.
Straw agradeció el
gesto del abogado.
En un momento negro
para la historia de
la justicia
internacional
permitió que el
dictador emprendiera
viaje libremente a
Santiago de Chile
tras pasar 503 días
detenido. Ahí se
detuvo el reloj de
la democracia en
Gran Bretaña. Más
tarde Blair, junto
con Bush hijo, se
daría un festín de
sangre humana en la
segunda Guerra del
golfo.
Hoy la historia se
repite con otro caso
similar en la esfera
del derecho
internacional.
Inglaterra vuelve a
ser el centro de
atención. Esta vez
se trata de la
detención y
posterior orden de
extradición expedida
contra Julian
Assange a solicitud
del gobierno sueco.
Assange es imputado
de cometer delitos
sexuales. Agotadas
las vías de
apelación, la
sentencia para ser
extraditado se
confirma. Es el
momento cuando
Julian Assange pide
asilo político en la
delegación de
Ecuador. El caso no
pasaría de ser una
anécdota si el
imputado no fuese
uno de los creadores
de Wikileaks.
Persona buscada por
Estados Unidos como
divulgador de
secretos de Estado y
causante del mayor
descrédito de la
política exterior
estadounidense en su
historia
contemporánea, no es
un violador
cualquiera. Aquí los
ribetes políticos
son claros. Las
acusaciones de dos
mujeres, cuyo sexo
fue consentido, son
a todas luces una
tapadera. La excusa
para privar de
libertad a Julian
Assange y entregarlo
a las autoridades
suecas tiene otra
finalidad: servirlo
en bandeja de plata
a Estados Unidos. La
triangulación es
perfecta. Si con la
negativa de
extraditar a
Pinochet se buscaba
la libertad burlando
la acción de la
justicia, con
Assange se trata de
remar en sentido
contrario, pero con
el mismo resultado:
hacer imposible que
se haga justicia. En
ambos casos salta a
la palestra el
nombre de Baltasar
Garzón, antes juez
que solicitara la
extradición de
Pinochet, hoy
apartado de la
judicaturaespañola,
convertido en uno de
los abogados de
Assange, pide la
anulación y puesta
en libertad del
imputado.
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