sábado, 31 de marzo de 2012

Félix Varela: Hombre espiritual y patriota

Roberto Méndez • La Habana

El pasado 28 de marzo, Su Santidad Benedicto XVI, durante la celebración de la misa en la Plaza de la Revolución, citó en su homilía al presbítero Félix Varela Morales (1788-1853) como ejemplo de cristiano consagrado a educar a la sociedad: “El Padre Varela nos presenta el camino para una verdadera transformación social: formar hombres virtuosos para forjar una nación digna y libre, ya que esta trasformación dependerá de la vida espiritual del hombre, pues “no hay patria sin virtud”. Tal referencia no sorprendió a la mayoría de los asistentes, en tanto es conocido que desde hace varios años la Santa Sede sigue un proceso para la beatificación de este prócer, que en la actualidad está muy adelantado.

Sin embargo, en pocas horas, varias personas, creyentes y no creyentes me han formulado inquietudes semejantes: ¿es posible que una figura paradigmática de nuestra historia, un patriota, sea considerado santo? O de modo más radical: ¿es realmente posible ser un hombre espiritual, consagrado a Dios y a la vez trabajar por la patria hasta las últimas consecuencias?

No me ha sido difícil responder a esas interrogantes, baste con repasar la biografía de esa figura ejemplar de nuestro siglo XIX para descubrir que en él no están reñidas la condición de cristiano consecuente con la de hombre público que buscó el bien común de los cubanos. Por tanto, no hay manipulación alguna al colocarlo a la vez entre los próceres de nuestra independencia y entre las figuras venerables del cristianismo en la Isla.

Ya en el joven que recibe la ordenación sacerdotal a los 24 años, hay una fuerte impronta de su Obispo Juan José Díaz de Espada y Landa. Este prelado, vasco de recio carácter, fue una de las figuras más prominentes del pensamiento de la Ilustración en Cuba. En él, la acción pastoral y el servicio al país están estrechamente relacionadas, como lo evidencia el impulso que otorgó en la diócesis habanera a la renovación de la enseñanza en el Seminario de San Carlos y San Ambrosio, las campañas de vacunación contra la viruela y el empleo de los diezmos y otras recaudaciones del obispado en obras destinadas al bien común. Espada tiene el mérito de asumir el pensamiento liberal de su tiempo, despojándolo de sus vertientes anticlericales o irreligiosas, para convertirlo en una voluntad de servicio fundamentada en el Evangelio. Enemigo del pietismo y del ritualismo que se colocaba de espaldas a la sociedad, ve la acción catequizadora del clero a su cargo estrechamente relacionada con una misión civilizatoria y recordó a los poderosos de la Isla que si querían aparecer públicamente como cristianos debían contribuir con sus caudales al bien de la sociedad.

Junto a la educación religiosa que recibiera en el hogar durante la infancia, fue decisiva la colaboración con el Obispo para Varela. Este estimuló sus disposiciones hacia el estudio y la experimentación, lo animó a dedicarse a la enseñanza de la Filosofía pero a partir de comprender qué era verdaderamente útil y qué era simple fárrago a barrer. Modeló su inteligencia y su sensibilidad y en vez de encomendarle una parroquia, lo destinó al Seminario que ansiaba convertir en la verdadera Universidad habanera. A lo largo de la vida del sacerdote reconocemos la huella del prelado, al que siempre fue fiel, aún en la distancia del destierro, aunque no siempre coincidiera totalmente con sus opiniones, pues Varela, perteneciente a una generación más joven y radical y no atado por los compromisos que implica una mitra, fue menos contemporizador y pudo pronunciarse abiertamente en contra del absolutismo monárquico, el gobierno colonial de la Isla, la esclavitud y abogar primero por la autonomía y luego por la completa independencia de Cuba.

Si solo en sus últimos años esa entrega estuvo asociada con el servicio parroquial, las visitas a enfermos y el socorro a menesterosos, eso no significa que en las primeras décadas de su labor como presbítero no ejerciera la caridad, solo que lo hizo desde la cátedra profesoral, desde las bancas de las Cortes en España y desde el periodismo en la emigración. Enseñar al prójimo, formar hombres para ser cristianos responsables en la libertad y procurar forjar una Patria moderna y católica, era su modo de darse y lo hizo de manera absoluta. A pesar de la fama de su inteligencia y elocuencia, nada hizo por permanecer en la paz de un aula o una biblioteca, mucho menos por granjearse prebendas o canonjías, ni por labrarse una próspera carrera política. Vivió en el más absoluto desprendimiento, hasta morir como pobre de solemnidad.

El sacerdote fue consecuente hasta el final de su vida en vivir en una sobriedad extrema y sin quejas. Cuando su discípulo Lorenzo de Allo lo visita en San Agustín, a fines de 1852, describe en una carta aquel panorama austero y casi desgarrador:

“A los pocos pasos hallé un cuarto pequeño, de madera, del tamaño igual, o algo mayor, que las celdas de los colegiales. En esa celda no había más que una mesa con mantel, una chimenea, dos sillas de madera y un sofá ordinario, con asiento de colchón. No ví cama, ni libros, ni mapas, ni avíos de escribir, ni nada más que lo dicho. Sólo había en las paredes dos cuadros de santos, y una mala campanilla sobre la tabla de la chimenea.

“Sobre el sofá estaba acostado un hombre, viejo, flaco, venerable, de mirada mística y anunciadora de ciencia. Ese hombre era el Padre Varela. No me parecía posible que un individuo de tanto saber y de tantas virtudes estuviera reducido a vivir en país extranjero, y a ser alimentado por la piedad de un hombre que también es de otra tierra. ¿No es verdad que es cosa extraña que entre tantos discípulos como ha tenido Varela, entre los cuales hay muchos que son ricos, no haya uno siquiera que le tienda una mano caritativa?”1

El Maestro no aspiró jamás a ser filósofo en abstracto, su misión era educar para un fin práctico: la edificación de una sociedad nueva. El que Espada lo destinara a la Cátedra de Constitución en el Seminario y luego lo impulsara a aceptar la postulación como diputado a las Cortes, fueron hechos providenciales que ayudaron a conformar su pensamiento. Varela tuvo que comenzar por revisar las ideas de sociedad de su tiempo, sustraer al pensamiento cristiano del espíritu de bandos que solo concebía dos extremos: la religiosidad conservadora, encarnada en la idea española de la alianza del trono con el altar y en su opuesto, el liberalismo anticlerical, defensor de un laicismo extremo.

En las Cartas a Elpidio (1835-1838) este pensamiento se desarrolla como una vasta arquitectura. Aunque su objeto declarado es “considerar la impiedad, la superstición y el fanatismo en sus relaciones con el bienestar de los hombres”2 en realidad el libro puede ser leído en diferentes niveles, como un tratado de apologética que responde a un fin inmediato, la defensa del catolicismo en un país como EE.UU., de agresiva mayoría protestante, pero sobre todo como un libro educativo, destinado a la juventud de Cuba, para alertar a los que han recalado en posiciones anexionistas sobre los peligros de la opulenta nación del Norte y a la vez prepararlos para la independencia, de modo que puedan sortear los riesgos que corrieron otras naciones americanas y edificar una sociedad armónica y cristiana.

La primera parte de este volumen concluye con una especie de proclamación de su convicción de que hay un nexo indisoluble entre Dios y la Patria y que por ellos juntos ha ofrecido su vida ya declinante:

“Sin embargo, fórmase ya en el horizonte de mi vida la infausta nube de la ancianidad y allá a lo lejos se divisan los lúgubres confines del imperio de la muerte. La naturaleza, en sus imprescriptibles leyes, me anuncia decadencia, y el Dios de bondad me advierte que va llegando el término del préstamo que me hizo de la vida. Yo me arrojo en los brazos de su clemencia, sin otros méritos que los de su Hijo, y guiado por la antorcha de la fe camino al sepulcro en cuyo borde espero, con la gracia divina, hacer, con el último suspiro, una protestación de mi firme creencia y un voto fervoroso por la prosperidad de mi patria.”3

En resumen, para reconocer la santidad de un hombre excepcional como Félix Varela no es preciso convertirlo en un asceta atormentado, ni en el contemplativo que nunca fue. Sacerdote fiel a su ministerio, cristiano de espiritualidad activa, nutrido por la Sagrada Escritura y la oración cotidiana, se entregó al estudio, a la escritura, al magisterio y aun a la política con la convicción de que servir a la sociedad y hasta dar la vida por ella era el mejor modo de dar la felicidad a su prójimo.

La honestidad y disciplina moral y espiritual de Varela, lo convierten en un ejemplo imperecedero de intelectual, que Cuba ha tenido el privilegio de tener entre sus fundadores.

Notas:

1- Carta de Lorenzo de Allo al señor Francisco Ruiz (diciembre 25 de 1852). Félix Varela: Obras, Biblioteca de Clásicos Cubanos, Editorial Imagen Contemporánea, La Habana 2001. Vol. 3, pp.286-287.

2- FV: “Cartas a Elpidio”, OC, Vol.3, p.3.

3- Ibíd., pp. 102-103.

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