Vivimos en una época donde el relato dominante glorifica al individuo como centro del éxito. Se exalta al "emprendedor que se hizo a sí mismo", al "líder visionario" o al "genio solitario" como figuras casi mitológicas. Sin embargo, bajo esa brillante superficie, suele esconderse una realidad mucho más compleja: la mayoría de los logros humanos son, en esencia, fruto de esfuerzos colectivos, condiciones sociales favorables, y el trabajo —a menudo invisible— de muchas otras personas.
Este fenómeno no es nuevo. Desde la Antigüedad, las sociedades han producido héroes, pero pocas veces se ha contado la historia de quienes construyeron los caminos por los que esos héroes caminaron. En tiempos más recientes, psicólogos sociales han denominado "sesgo de autoservicio" a esa inclinación a atribuirnos los éxitos a nuestras cualidades personales (inteligencia, esfuerzo, perseverancia), mientras que minimizamos u ocultamos la ayuda recibida, la suerte o el contexto favorable.
Esta narrativa se profundiza en culturas donde impera el mito del "self-made man", el hombre hecho a sí mismo. Un mito muy funcional para sostener el individualismo competitivo, pero profundamente ajeno a la realidad. Ningún logro nace en el vacío. Todo éxito está tejido con hilos sociales: una familia, una comunidad, una estructura económica, un equipo de trabajo, un país que formó y sostuvo.
Cuando los puentes se olvidan del río
En la Cuba de hoy, esta reflexión cobra especial sentido. Vivimos una realidad compleja, atravesada por crisis económicas, restricciones, sanciones y bloqueos. Sin embargo, en medio de esas dificultades, la solidaridad sigue siendo una fuente de alivio. Y entre los gestos más significativos está el apoyo constante de muchos cubanos emigrados.
Miles de cubanos en el exterior aportan silenciosamente al bienestar de familiares, barrios y comunidades. Lo hacen enviando medicinas, alimentos, insumos escolares, materiales de construcción o donaciones económicas. Lo hacen desde el trabajo honesto, desde el sacrificio, muchas veces desde el anonimato.
Pero con frecuencia, instituciones, grupos o individuos que hacen de "puente" entre estos donantes y los beneficiarios, terminan capitalizando simbólicamente el gesto. Publican fotos, hacen entregas formales, agradecen a "los que ayudaron", pero omiten mencionar el verdadero origen del aporte. Se diluye así el reconocimiento a quienes, desde lejos, siguen sintiendo y actuando como parte activa del país que dejaron atrás.
Una ética del agradecimiento
Rescatar la verdad colectiva de cada logro no es solo un acto de justicia; es una necesidad ética. En tiempos donde abunda el culto al "yo", es urgente recordar que el "nosotros" sigue siendo el núcleo donde nace lo verdaderamente humano.
Reconocer a quienes dan, nombrar a quienes colaboran, agradecer a quienes ayudan —aunque no quieran visibilidad— es parte del deber social. No para crear dependencia, sino para construir una cultura de la memoria compartida y la gratitud auténtica.
Porque si hay algo más dañino que la mentira, es el olvido deliberado del otro, ese otro que hizo posible que hoy alguien brille.
Muchos cubanos emigrados son hoy columnas invisibles del bienestar de familias, barrios y hospitales en la Isla. No buscan protagonismo, pero merecen reconocimiento.
Y quienes sirven de enlace —los llamados "puentes"— deben comprender que su rol es noble, pero no el más importante. El verdadero mérito está en la mano anónima que da sin pedir nada a cambio. En cada paquete, en cada remesa, en cada gesto solidario hay un amor que se expresa en hechos, no en discursos.
Tal vez ha llegado el momento de cambiar la narrativa del "yo ayudé" por la del "gracias por permitirme ser un canal de otros".
Porque en este mundo desbordado de egos, ser puente verdadero es recordar siempre el río que nos trajo hasta aquí.
JECM