Desde tiempos antiguos, los seres humanos hemos buscado señales que nos indiquen si estamos caminando por el sendero correcto. No son pocas las culturas que asociaron la abundancia, la riqueza o el poder con la bendición divina. El Antiguo Testamento, por ejemplo, está lleno de pasajes donde la prosperidad es vista como recompensa por la obediencia a Dios. Pero también nos deja claras advertencias: Job, hombre justo y temeroso de Dios, lo perdió todo sin haber hecho mal alguno. Jesús, según los Evangelios, vivió pobre, fue rechazado por los poderosos y terminó crucificado. ¿Significa eso que fracasó? Más bien, representa todo lo contrario. Como dijo Pablo de Tarso: “Dios ha escogido lo necio del mundo para avergonzar a los sabios, y lo débil del mundo para avergonzar a lo fuerte” (1 Corintios 1:27).
Sin embargo, vivimos hoy bajo una lógica que revierte esa sabiduría antigua. El capitalismo, y no solo él, ha conseguido imponer la idea de que el éxito económico es prueba de validez moral, política y social. Si te va bien, si acumulas riquezas, si logras “triunfar” —como lo define el mercado—, entonces es porque hiciste las cosas bien. Esta narrativa convierte a las personas y países pobres en responsables únicos de su situación, ocultando estructuras históricas, saqueos coloniales y relaciones económicas injustas.
El mito capitalista del éxito
Este mito no solo se promueve a nivel individual —“si eres pobre es porque no te esforzaste lo suficiente”—, sino también a nivel sistémico. Se nos dice que el capitalismo ha demostrado ser “superior” porque produce más bienes, porque genera más riqueza, porque es más eficiente. Pero ¿a qué costo? ¿Y para quién?
Frantz Fanon, uno de los más lúcidos pensadores de la descolonización, escribió en Los condenados de la tierra:
> “No se puede poner al mismo nivel la riqueza de un país colonizador y el subdesarrollo de la colonia. Uno es causa del otro.”
Este principio, muchas veces olvidado, nos obliga a mirar el éxito capitalista con ojos críticos: su riqueza es inseparable de la explotación global.
El reto de otros modelos
En las últimas décadas, algunos países han desafiado la narrativa del éxito capitalista como modelo único. China, con su modelo híbrido de socialismo de mercado, ha sacado a cientos de millones de personas de la pobreza sin replicar las instituciones políticas liberales occidentales. Vietnam, con su modelo socialista adaptado, ha logrado crecimiento sostenido, estabilidad y reconocimiento internacional. Incluso Rusia, con todas sus contradicciones, ha rearticulado una identidad nacional y política que no se somete a los dictados de Wall Street o Bruselas.
No se trata de idealizarlos, pero sí de constatar que la ecuación “democracia liberal + libre mercado = éxito” no es la única posible.
Cuba: el ejemplo que incomoda
Desde 1959, Cuba representa una anomalía. Un país pequeño, subdesarrollado, agredido, bloqueado, sin grandes recursos naturales, que logró alfabetizar a su población en un año, enviar médicos por todo el mundo, garantizar salud gratuita, resistir sin rendirse. Su revolución no fue perfecta, ni mucho menos, pero plantó una bandera que el imperialismo no podía tolerar: el mensaje de que otro camino era posible, incluso en América Latina.
Y eso, para el sistema, es imperdonable. El verdadero “pecado” de Cuba no fue expropiar empresas estadounidenses, sino demostrar que se podía vivir de otro modo, con justicia social como horizonte. Por eso, durante más de seis décadas, Washington ha aplicado una política obsesiva de asfixia económica, diplomática y mediática contra la isla.
El propio memorando de 1960 del subsecretario Lester Mallory lo admite con claridad:
> “La mayoría de los cubanos apoya a Castro... El único modo previsible de minar su apoyo interno es mediante el desencanto y la insatisfacción basada en la insatisfacción económica... Debemos emplear rápidamente todos los medios posibles para debilitar la vida económica de Cuba.”
La meta era clara: que el ejemplo cubano fracasara. No por errores propios, sino porque no se le permitió respirar.
Una mirada distinta sobre el “éxito”
¿Y si cambiáramos los lentes con los que medimos el éxito? ¿Y si preguntáramos cuánta dignidad genera un sistema, cuánta humanidad promueve, cuánta justicia distribuye? ¿Y si el éxito no fuera acumular, sino compartir?
Como decía José Martí:
> “Ser bueno es el único modo de ser dichoso. Ser culto es el único modo de ser libre.”
Frente a la lógica fría de los números y los mercados, existen otras lógicas, otras medidas, otras formas de construir sentido. Y muchas veces, quienes han sido catalogados como fracasados por no ajustarse al molde del éxito capitalista, son en realidad semillas de otro mundo posible.
Sin embargo, vivimos hoy bajo una lógica que revierte esa sabiduría antigua. El capitalismo, y no solo él, ha conseguido imponer la idea de que el éxito económico es prueba de validez moral, política y social. Si te va bien, si acumulas riquezas, si logras “triunfar” —como lo define el mercado—, entonces es porque hiciste las cosas bien. Esta narrativa convierte a las personas y países pobres en responsables únicos de su situación, ocultando estructuras históricas, saqueos coloniales y relaciones económicas injustas.
El mito capitalista del éxito
Este mito no solo se promueve a nivel individual —“si eres pobre es porque no te esforzaste lo suficiente”—, sino también a nivel sistémico. Se nos dice que el capitalismo ha demostrado ser “superior” porque produce más bienes, porque genera más riqueza, porque es más eficiente. Pero ¿a qué costo? ¿Y para quién?
Frantz Fanon, uno de los más lúcidos pensadores de la descolonización, escribió en Los condenados de la tierra:
> “No se puede poner al mismo nivel la riqueza de un país colonizador y el subdesarrollo de la colonia. Uno es causa del otro.”
Este principio, muchas veces olvidado, nos obliga a mirar el éxito capitalista con ojos críticos: su riqueza es inseparable de la explotación global.
El reto de otros modelos
En las últimas décadas, algunos países han desafiado la narrativa del éxito capitalista como modelo único. China, con su modelo híbrido de socialismo de mercado, ha sacado a cientos de millones de personas de la pobreza sin replicar las instituciones políticas liberales occidentales. Vietnam, con su modelo socialista adaptado, ha logrado crecimiento sostenido, estabilidad y reconocimiento internacional. Incluso Rusia, con todas sus contradicciones, ha rearticulado una identidad nacional y política que no se somete a los dictados de Wall Street o Bruselas.
No se trata de idealizarlos, pero sí de constatar que la ecuación “democracia liberal + libre mercado = éxito” no es la única posible.
Cuba: el ejemplo que incomoda
Desde 1959, Cuba representa una anomalía. Un país pequeño, subdesarrollado, agredido, bloqueado, sin grandes recursos naturales, que logró alfabetizar a su población en un año, enviar médicos por todo el mundo, garantizar salud gratuita, resistir sin rendirse. Su revolución no fue perfecta, ni mucho menos, pero plantó una bandera que el imperialismo no podía tolerar: el mensaje de que otro camino era posible, incluso en América Latina.
Y eso, para el sistema, es imperdonable. El verdadero “pecado” de Cuba no fue expropiar empresas estadounidenses, sino demostrar que se podía vivir de otro modo, con justicia social como horizonte. Por eso, durante más de seis décadas, Washington ha aplicado una política obsesiva de asfixia económica, diplomática y mediática contra la isla.
El propio memorando de 1960 del subsecretario Lester Mallory lo admite con claridad:
> “La mayoría de los cubanos apoya a Castro... El único modo previsible de minar su apoyo interno es mediante el desencanto y la insatisfacción basada en la insatisfacción económica... Debemos emplear rápidamente todos los medios posibles para debilitar la vida económica de Cuba.”
La meta era clara: que el ejemplo cubano fracasara. No por errores propios, sino porque no se le permitió respirar.
Una mirada distinta sobre el “éxito”
¿Y si cambiáramos los lentes con los que medimos el éxito? ¿Y si preguntáramos cuánta dignidad genera un sistema, cuánta humanidad promueve, cuánta justicia distribuye? ¿Y si el éxito no fuera acumular, sino compartir?
Como decía José Martí:
> “Ser bueno es el único modo de ser dichoso. Ser culto es el único modo de ser libre.”
Frente a la lógica fría de los números y los mercados, existen otras lógicas, otras medidas, otras formas de construir sentido. Y muchas veces, quienes han sido catalogados como fracasados por no ajustarse al molde del éxito capitalista, son en realidad semillas de otro mundo posible.
JECM
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