La iniciativa, anunciada con bombos y platillos en 2014, más bien parece ahora un strike cantado
Una llamada nocturna de mi colega Michel Contreras me trajo de vuelta la tranquilidad… en parte. Al menos compartimos la misma inquietud sobre los destinos del Salón de la Fama del béisbol cubano, refundado hace poco más de un año y amenazado de una segunda vida volátil.
Michel trataba de contactar uno por uno con los 25 miembros del jurado de selección, una iniciativa nacida en el 2014 en un Coloquio Nacional con la participación de investigadores, periodistas, narradores, comentaristas y otras personalidades de este deporte, compulsados por el cineasta Ian Padrón.
Pudo no ser la mejor elección, ni tampoco el mejor de los tribunales. A fin de cuentas, en Cuba y en pelota la unanimidad es la más falsa de las posturas. Pero más allá de detractores, lo importante entonces fue que al menos se rescató algo que nunca debió morir. Y de paso se desenterraron 53 años de silencios y olvidos en una iniciativa que buena parte del pueblo apoyó.
La reapertura contó con todos los visos de oficialidad, rigor histórico y sustento legal, desde la conformación del jurado, la anuencia de la Comisión Nacional de Béisbol hasta la entrega pública de las placas a los 10 primeros exaltados, quienes se unieron a los 68 que tuvieron ese honor desde 1939 hasta 1961.
El 2015 debió abrir paso a otros cuatro exaltados, dos por cada “época”. El año pasó y nada de Salón. A instancias de la directiva del comité, en enero último volví a conceder mi voto vía digital, pues, como se estipuló para esta oportunidad, la votación fue por correo electrónico. Supe que otros miembros dieron el suyo y cuando casi expira el tercer mes, nada.
Admito ser parte de las irregularidades y demoras en la votación, mas, zanjadas estas, ¿qué impide su seguimiento? Desde su renacimiento advertí en esta iniciativa una manera de oxigenar nuestro béisbol, mucho más ahora que se cuestionan hasta sus esencias y se ven de él solo las manchas.
No fue un asunto de locos empedernidos refundar un símbolo que devela el alma misma de nuestra identidad en tanto se intenta eternizar la memoria de quienes engrandecieron o engrandecen la pelota puramente cubana y la elevaron a rangos universales.
Que el béisbol cubano atraviesa una crisis, es cierto. También esta surca a los países caribeños, cuya serie ha estado amenazada de desaparecer y donde tampoco se llenan los estadios, pero no por eso tales ligas han pensado en eliminar sus salones.
El nuestro no es atributo de un comité ocasional, ni del Inder, ni de la Federación, ni de la Comisión. Su patente pertenece al béisbol, que es como decir al pueblo, a la historia, a la Patria, por lo que la pelota representa como rasgo identitario de la nación.
Según han dejado correr algunos miembros del comité y determinados blogs, uno de los argumentos para el diluido anuncio de la segunda votación es la presencia de Antonio Pacheco entre los candidatos y cierta resistencia de decisores del sector deportivo.
Me abrogo el derecho de hacer pública una de mis “cuatro cruces” por el excapitán de capitanes, hoy entrenador de ligas menores de los Yankees de Nueva York. El sustento está en la vasta carrera de quien jugó en Cuba todas sus Series Nacionales con suculentos números que aún —por suerte— no se han borrado de las guías del béisbol y por los títulos olímpicos, mundiales, panamericanos, centroamericanos… que cuelgan en su pecho y que todavía contamos a la hora de darnos bombo y platillo como una de las mejores pelotas del mundo.
También me paro en las bases mismas del nuevo Salón, que no es excluyente, como no es ninguno de los que existen en el mundo. O lo que es lo mismo: tienen derecho a pertenecer a él todos los peloteros cubanos, estén o no residiendo en Cuba.
Tal idea se refuerza con la ruta del “hermanamiento” entre la pelota cubana y la estadounidense que tuvo su punto cumbre con la gira de buena voluntad que el pasado año trajo a suelo patrio a estrellas —algunas cubanas— de las Grandes Ligas.
Mucho más en un contexto donde ambas pelotas se volverán a abrazar en medio del Latino cuando el Tampa Bay se mida con una selección nacional, como ya lo hicieron una vez los Orioles de Baltimore en una idea alimentada por Fidel.
No resulta lógico trabar un salón, según especulan, por cuenta de Pacheco, cuando hoy hasta la propia Federación Cubana de Béisbol reconoce como un síntoma de calidad el que varios peloteros “made in Cuba” formen parte de las Grandes Ligas o de las ligas del Caribe.
Confío en que la razón supere las controversias. Desconocer o matar de nuevo esta institución sería un irrespeto a la memoria de quienes lo integraron hace años o recientemente entraron a él, a todos los que han escrito la historia del béisbol, a los que lo defienden desde las gradas o desde las tribunas de la polémica.
Aun cuando espera por la definición de un espacio físico para asentarse, el Salón de la Fama es un recinto sagrado en lo simbólico que persigue mantener con vida este pedazo de lo cubano, al menos, mientras un niño quiera empuñar un bate en lugar de patear un balón. El tiro de gracia no puede venir, entonces, de nosotros mismos.
Michel trataba de contactar uno por uno con los 25 miembros del jurado de selección, una iniciativa nacida en el 2014 en un Coloquio Nacional con la participación de investigadores, periodistas, narradores, comentaristas y otras personalidades de este deporte, compulsados por el cineasta Ian Padrón.
Pudo no ser la mejor elección, ni tampoco el mejor de los tribunales. A fin de cuentas, en Cuba y en pelota la unanimidad es la más falsa de las posturas. Pero más allá de detractores, lo importante entonces fue que al menos se rescató algo que nunca debió morir. Y de paso se desenterraron 53 años de silencios y olvidos en una iniciativa que buena parte del pueblo apoyó.
La reapertura contó con todos los visos de oficialidad, rigor histórico y sustento legal, desde la conformación del jurado, la anuencia de la Comisión Nacional de Béisbol hasta la entrega pública de las placas a los 10 primeros exaltados, quienes se unieron a los 68 que tuvieron ese honor desde 1939 hasta 1961.
El 2015 debió abrir paso a otros cuatro exaltados, dos por cada “época”. El año pasó y nada de Salón. A instancias de la directiva del comité, en enero último volví a conceder mi voto vía digital, pues, como se estipuló para esta oportunidad, la votación fue por correo electrónico. Supe que otros miembros dieron el suyo y cuando casi expira el tercer mes, nada.
Admito ser parte de las irregularidades y demoras en la votación, mas, zanjadas estas, ¿qué impide su seguimiento? Desde su renacimiento advertí en esta iniciativa una manera de oxigenar nuestro béisbol, mucho más ahora que se cuestionan hasta sus esencias y se ven de él solo las manchas.
No fue un asunto de locos empedernidos refundar un símbolo que devela el alma misma de nuestra identidad en tanto se intenta eternizar la memoria de quienes engrandecieron o engrandecen la pelota puramente cubana y la elevaron a rangos universales.
Que el béisbol cubano atraviesa una crisis, es cierto. También esta surca a los países caribeños, cuya serie ha estado amenazada de desaparecer y donde tampoco se llenan los estadios, pero no por eso tales ligas han pensado en eliminar sus salones.
El nuestro no es atributo de un comité ocasional, ni del Inder, ni de la Federación, ni de la Comisión. Su patente pertenece al béisbol, que es como decir al pueblo, a la historia, a la Patria, por lo que la pelota representa como rasgo identitario de la nación.
Según han dejado correr algunos miembros del comité y determinados blogs, uno de los argumentos para el diluido anuncio de la segunda votación es la presencia de Antonio Pacheco entre los candidatos y cierta resistencia de decisores del sector deportivo.
Me abrogo el derecho de hacer pública una de mis “cuatro cruces” por el excapitán de capitanes, hoy entrenador de ligas menores de los Yankees de Nueva York. El sustento está en la vasta carrera de quien jugó en Cuba todas sus Series Nacionales con suculentos números que aún —por suerte— no se han borrado de las guías del béisbol y por los títulos olímpicos, mundiales, panamericanos, centroamericanos… que cuelgan en su pecho y que todavía contamos a la hora de darnos bombo y platillo como una de las mejores pelotas del mundo.
También me paro en las bases mismas del nuevo Salón, que no es excluyente, como no es ninguno de los que existen en el mundo. O lo que es lo mismo: tienen derecho a pertenecer a él todos los peloteros cubanos, estén o no residiendo en Cuba.
Tal idea se refuerza con la ruta del “hermanamiento” entre la pelota cubana y la estadounidense que tuvo su punto cumbre con la gira de buena voluntad que el pasado año trajo a suelo patrio a estrellas —algunas cubanas— de las Grandes Ligas.
Mucho más en un contexto donde ambas pelotas se volverán a abrazar en medio del Latino cuando el Tampa Bay se mida con una selección nacional, como ya lo hicieron una vez los Orioles de Baltimore en una idea alimentada por Fidel.
No resulta lógico trabar un salón, según especulan, por cuenta de Pacheco, cuando hoy hasta la propia Federación Cubana de Béisbol reconoce como un síntoma de calidad el que varios peloteros “made in Cuba” formen parte de las Grandes Ligas o de las ligas del Caribe.
Confío en que la razón supere las controversias. Desconocer o matar de nuevo esta institución sería un irrespeto a la memoria de quienes lo integraron hace años o recientemente entraron a él, a todos los que han escrito la historia del béisbol, a los que lo defienden desde las gradas o desde las tribunas de la polémica.
Aun cuando espera por la definición de un espacio físico para asentarse, el Salón de la Fama es un recinto sagrado en lo simbólico que persigue mantener con vida este pedazo de lo cubano, al menos, mientras un niño quiera empuñar un bate en lugar de patear un balón. El tiro de gracia no puede venir, entonces, de nosotros mismos.
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