Hace 42 años, en un dramático
combate por el asalto a La Moneda, el Palacio Presidencial de Chile,
murió el Presidente Salvador Allende. Las fuerzas golpistas entregaron
al General Augusto Pinochet un escueto informe: “Misión cumplida. Moneda
tomada, presidente muerto”. Poco después se conformó la Junta de
Gobierno. La Unidad Popular y su presidente habían sido aniquilados,
iniciándose diecisiete años de dictadura militar.
Tres grandes escritores de Nuestra América describen esos
sucesos, con los que queremos rendir homenaje al Presidente
chileno, socialista y amigo de Cuba.
La Trampa
Por Eduardo Galeano
Por valija diplomática llegan los verdes billetes que financian
huelgas y sabotajes y cataratas de mentiras. Los empresarios paralizan a
Chile y le niegan alimentos. No hay más mercado que el mercado negro.
Largas colas hace la gente en busca de un paquete de cigarrillos o un
kilo de azúcar; conseguir carne o aceite requiere un milagro de la
Virgen María Santísima.
La Democracia Cristiana y el diario «El Mercurio» dicen pestes del
gobierno y exigen a gritos el cuartelazo redentor, que ya es hora de
acabar con esta tiranía roja; les hacen eco otros diarios y revistas y
radios y canales de televisión. Al gobierno le cuesta moverse; jueces y
parlamentarios le ponen palos en las ruedas, mientras conspiran en los
cuarteles los jefes militares que Allende cree leales.
En estos tiempos difíciles, los trabajadores están descubriendo los
secretos de la economía. Están aprendiendo que no es imposible producir
sin patrones, ni abastecerse sin mercaderes. Pero la multitud obrera
marcha sin armas, vacías las manos, por este camino de su libertad.
Desde el horizonte vienen unos cuantos buques de guerra de los Estados
Unidos, y se exhiben ante las costas chilenas. Y el golpe militar, tan
anunciado, ocurre.
Le gusta la buena vida. Varias veces ha dicho que no tiene pasta de
apóstol ni condiciones para mártir. Pero también ha dicho que vale la
pena morir por todo aquello sin lo cual no vale la pena vivir.
Los generales alzados le exigen la renuncia. Le ofrecen un avión para
que se vaya de Chile. Le advierten que el palacio presidencial será
bombardeado por tierra y aire. Junto a un puñado de hombres, Salvador Allende
escucha las noticias. Los militares se han apoderado de todo el país.
Allende se pone un casco y prepara su fusil. Resuena el estruendo de las
primeras bombas. El presidente habla por radio, por última vez: —Yo no
voy a renunciar…
Una gran nube negra se eleva desde el palacio en llamas. El
presidente Allende muere en su sitio. Los militares matan de a miles por
todo Chile. El Registro Civil no anota las defunciones, porque no caben
en los libros, pero el general Tomás Opazo Santander afirma que las
víctimas no suman más que el 0,01 por 100 de la población, lo que no es
un alto costo social, y el director de la CIA, William Colby, explica en
Washington que gracias a los fusilamientos Chile está evitando una
guerra civil. La señora Pinochet declara que el llanto de las madres
redimirá al país. Ocupa el poder, todo el poder, una Junta Militar de
cuatro miembros, formados en la Escuela de las Américas en Panamá. Los
encabeza el general Augusto Pinochet, profesor de Geopolítica. Suena
música marcial sobre un fondo de explosiones y metralla: las radios
emiten bandos y proclamas que prometen más sangre, mientras el precio
del cobre se multiplica por tres, súbitamente, en el mercado mundial.
El poeta Pablo Neruda, moribundo, pide noticias del terror. De a
ratos consigue dormir y dormido delira. La vigilia y el sueño son una
única pesadilla. Desde que escuchó por radio las palabras de Salvador
Allende, su digno adiós, el poeta ha entrado en agonía.
“Mi pueblo ha sido el más traicionado de este tiempo”
[Desde Isla negra, su residencia en Chile, el 14 de
septiembre de 1973, Pablo Neruda escribió su dramático testimonio del
11-S latinoamericano. Luego, el 23, fallece de cáncer. Todos dicen que
murió de pena.]
Por Pablo Neruda
De los desiertos del salitre, de las minas submarinas del carbón, de
las alturas terribles donde yace el cobre y lo extraen con trabajos
inhumanos las manos de mi pueblo, surgió un movimiento liberador de
magnitud grandiosa. Ese movimiento llevó a la presidencia de Chile a un
hombre llamado Salvador Allende, para que realizara reformas y medidas
de justicia inaplazables, para que rescatara nuestras riquezas
nacionales de las garras extranjeras.
Donde estuvo, en los países más lejanos, los pueblos admiraron al
presidente Allende y elogiaron el extraordinario pluralismo de nuestro
gobierno. Jamás en la historia de la sede de las Naciones Unidas, en
Nueva York, se escuchó una ovación como la que le brindaron al
presidente de Chile los delegados de todo el mundo.
Aquí en Chile se estaba construyendo, entre inmensas dificultades,
una sociedad verdaderamente justa, elevada sobre la base de nuestra
soberanía, de nuestro orgullo nacional, del heroísmo de los mejores
habitantes de Chile. De nuestro lado, del lado de la revolución chilena,
estaban la Constitución y la ley, la democracia y la esperanza. Del
otro lado no faltaba nada. Tenían arlequines y polichinelas, payasos a
granel, terroristas de pistola y cadena, monjes falsos y militares
degradados.
Unos u otros daban vueltas en el carrusel del despecho. Iban tomados
de la mano el fascista Jarpa con sus sobrinos de “Patria y Libertad”,
dispuestos a romperles la cabeza y el alma a cuanto existe, con tal de
recuperar la gran hacienda que ellos llamaban Chile. Junto con ellos,
para amenizar la farándula, danzaba un gran banquero y bailarín, algo
manchado de sangre; era el campeón de rumba González Videla, que
rumbeando entregó hace tiempo su partido a los enemigos del pueblo.
Ahora era Frei quien ofrecía su partido demócrata – cristiano a los
mismos enemigos del pueblo, y bailaba además con el ex coronel Viaux, de
cuya fechoría fue cómplice.
Estos eran los principales artistas de la comedia. Tenían preparados
los viveros del acaparamiento, los “miguelitos”, los garrotes y las
mismas balas que ayer hicieron de muerte a nuestro pueblo en Iquique, en
Ranquil, en Salvador, en Puerto Montt, en la José Maria Caro, en
Frutillar, en Puente Alto y en tantos otros lugares. Los asesinos de
Hernán Mery bailaban con naturalidad santurronamente. Se sentían
ofendidos de que les reprocharan esos “pequeños detalles”.
Chile tiene una larga historia civil con pocas revoluciones y muchos
gobiernos estables, conservadores y mediocres. Muchos presidentes chicos
y sólo dos presidentes grandes: Balmaceda y Allende. Es curioso que los
dos provinieran del mismo medio, de la burguesía adinerada, que aquí se
hace llamar aristocracia. Como hombres de principios, empeñados en
engrandecer un país empequeñecido por la mediocre oligarquía, los dos
fueron conducidos a la muerte de la misma manera.
Balmaceda fue llevado al suicidio por resistirse a entregar la
riqueza salitrera a las compañías extranjeras. Allende fue asesinado por
haber nacionalizado la otra riqueza del subsuelo chileno, el cobre. En
ambos casos la oligarquía chilena organizó revoluciones sangrientas. En
ambos casos los militares hicieron jauría. Las compañías inglesas en la
ocasión de Balmaceda, las norteamericanas en la ocasión de Allende,
fomentaron y sufragaron estos movimientos militares.
En ambos casos las casas de los presidentes fueron desvalijadas por
órdenes de nuestros distinguidos “aristócratas”. Los salones de
Balmaceda fueron destruidos a hachazos. La casa de Allende, gracias al
progreso del mundo, fue bombardeada desde el aire por nuestros heroicos
aviadores.
Sin embargo, estos dos hombres fueron muy diferentes. Balmaceda fue
un orador cautivante. Tenía una complexión imperiosa que lo acercaba más
al mando unipersonal. Estaba seguro de la elevación de sus propósitos.
En todo instante sé vio rodeado de enemigos. Su superioridad sobre el
medio en que vivía era tan grande, y tan grande su soledad, que concluyó
por reconcentrarse en sí mismo.
El pueblo que debía ayudarle no existía como fuerza, es decir, no
estaba organizado. Aquel presidente estaba condenado a conducirse como
iluminado, como un soñador: un sueño de grandeza se quedó en sueño.
Después de su asesinato, los rapaces mercaderes extranjeros y los
parlamentarios criollos entraron en posesión del salitre: para los
extranjeros, la propiedad y las concesiones; para los criollos las
coimas.
Recibidos los treinta dineros todo volvió a su normalidad. La sangre
de unos cuantos miles de hombres del pueblo se secó pronto en los campos
de batalla. Los obreros más explotados del mundo, los de las regiones
del norte de Chile, no cesaron de producir inmensas cantidades de libras
esterlinas para la City de Londres.
Allende nunca fue un gran orador. Y como estadista era un gobernante
que consultaba todas sus medidas. Fue el antidictador, el demócrata
principista hasta en los detalles. Le tocó un país que ya no era el
pueblo bisoño de Balmaceda; encontró una clase obrera poderosa que sabia
de que se trataba.
Allende era dirigente colectivo; un hombre que, sin salir de las
clases populares, era un producto de la lucha de esas clases contra el
estancamiento y la corrupción de sus explotadores. Por tales causas y
razones, la obra de que realizó en tan corto tiempo es superior a la de
Balmaceda; más aun, es la más importante en la historia de Chile.
Sólo la nacionalización del cobre fue una empresa titánica, y muchos
objetivos más se cumplieron bajo su gobierno de esencia colectiva. Las
obras y los hechos de Allende, de imborrable valor nacional,
enfurecieron a los enemigos de nuestra liberación.
El simbolismo trágico de esta crisis se revela en el bombardeo del
Palacio de Gobierno; uno evoca la Blitz Krieg de la aviación nazi contra
indefensas ciudades extranjeras, españolas, inglesas, rusas; ahora
sucedía el mismo crimen en Chile; pilotos chilenos atacaban en picada el
palacio que durante siglos fue el centro de la vida civil del país.
Escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres días de
los hechos incalificables que llevaron a la muerte de mi gran compañero
el presidente Allende. Su asesinato se mantuvo en silencio; fue
enterrado secretamente; sólo a su viuda le fue permitido acompañar aquel
inmortal cadáver.
La versión de los agresores es que hallaron su cuerpo inerte, con
muestras de visible suicidio. La versión que ha sido publicada en el
extranjero es diferente. A reglón seguido del bombardeo aéreo entraron
en acción los tanques, muchos tanques, a luchar intrépidamente contra un
solo hombre: el Presidente de la Republica de Chile, Salvador Allende,
que los esperaba en su gabinete, sin más compañía que su corazón,
envuelto en humo y llamas.
Tenían que aprovechar una ocasión tan bella. Había que ametrallarlo
porque nunca renunciaría a su cargo. Aquel cuerpo fue enterrado
secretamente en un sitio cualquiera. Aquel cadáver que marchó a la
sepultura acompañado por una sola mujer que llevaba en si misma todo el
dolor del mundo, aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y
despedazada por las balas de las metralletas de los soldados de Chile,
que otra vez habían traicionado a Chile.”
La verdadera muerte de un presidente
Por Gabriel García Márquez
La contradicción más dramática de su vida fue ser al mismo tiempo,
enemigo congénito de la violencia y revolucionario apasionado, y él
creía haberla resuelto con la hipótesis de que las condiciones de Chile
permitían una evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la
legalidad burguesa. La experiencia le enseñó demasiado tarde que no se
puede cambiar un sistema desde el gobierno, sino desde el poder.
Esa comprobación tardía debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir
hasta la muerte en los escombros en llamas de una casa que ni siquiera
era la suya, una mansión sombría que un arquitecto italiano construyó
para fábrica de dinero y terminó convertida en el refugio de un
Presidente sin poder.
Resistió durante seis horas con una metralleta que le había regalado
Fidel Castro y que fue la primera arma de fuego que Salvador Allende
disparó jamás.
El periodista Augusto Olivares que resistió a su lado hasta el final,
fue herido varias veces y murió desangrándose en la asistencia pública.
Hacia las cuatro de la tarde el general de división Javier Palacios,
logró llegar hasta el segundo piso, con su ayudante el capitán Gallardo y
un grupo de oficiales. Allí entre las falsas poltronas Luis XV y los
floreros de Dragones Chinos y los cuadros de Rugendas del salón rojo,
Salvador Allende los estaba esperando. Llevaba en la cabeza un casco de
minero y estaba en mangas de camisa, sin corbata y con la ropa sucia de
sangre. Tenía la metralleta en la mano.
Allende conocía al general Palacios. Pocos días antes le había dicho a
Augusto Olivares que aquel era un hombre peligroso, que mantenía
contactos estrechos con la Embajada de los EE.UU. Tan pronto como lo vio
aparecer en la escalera, Allende le gritó: Traidor y lo hirió en la
mano.
Allende murió en un intercambio de disparos con esa patrulla. Luego
todos los oficiales en un rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por
último un oficial le destrozó la cara con la culata del fusil.
La foto existe: la hizo el fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico
El Mercurio, el único a quien se permitió retratar el cadáver. Estaba
tan desfigurado, que la Sra. Hortencia Allende, su esposa, le mostraron
el cuerpo en el ataúd, pero no permitieron que le descubriera la cara.
Había cumplido 64 en el julio anterior y era un Leo perfecto: tenaz, decidido e imprevisible.
Lo que piensa Allende sólo lo sabe Allende, me había dicho uno de sus
ministros. Amaba la vida, amaba las flores y los perros, y era de una
galantería un poco a la antigua, con esquela perfumadas y encuentros
furtivos.
Su virtud mayor fue la consecuencia, pero el destino le deparó la
rara y trágica grandeza de morir defendiendo a bala el mamarracho
anacrónico del derecho burgués, defendiendo una Corte Suprema de
Justicia que lo había repudiado y había de legitimar a sus asesinos,
defendiendo un Congreso miserable que lo había declarado ilegítimo pero
que había de sucumbir complacido ante la voluntad de los usurpadores,
defendiendo la voluntad de los partidos de la oposición que habían
vendido su alma al fascismo, defendiendo toda la parafernalia apolillada
de un sistema de mierda que el se había propuesto aniquilar sin
disparar un tiro.
El drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar
a la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres
de este tiempo, que se quedó en nuestras vidas para siempre.
Septiembre de 2003, al cumplirse 30 años del golpe militar de 1973 en Chile.
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