Por:
Luis Toledo Sande
Cuando en vísperas del pasado 26 de julio me dirigía al Centro de
Estudios Martianos –situado en una de las esquinas de Calzada y 4, en El
Vedado habanero– para hacer un trámite profesional, no imaginaba nada
parecido a la sorpresa que me esperaba a pocos metros de esa
institución. Extenuado por el viaje en una mañana de fuerte calor, sentí
la necesidad de sumar algo al desayuno que había ingerido
presurosamente, y recordé el timbiriche particular instalado a pocos
metros de allí cuando el llamado cuentapropismo
no vivía el apogeo que tendría años más tarde. Al acercarme, noté que
le había surgido un rival colindante mucho mejor plantado, con entradas
por la calle 4 y por Línea.
Poco tiene que ver con los empeños iniciales para revitalizar, por
vía privada, la gastronomía nacional. Es otra cosa. Higiene y recursos
se unen a una oferta variada, bien servida y no mal cobrada. “Desconocía
este sitio”, le dije a uno de los empleados, y me respondió con
corrección: “Abrimos hace dos meses”.
No hay duda: aquello se hizo con dinero. ¿Acumulado de qué modo?
¿Dentro del país? Aunque el local es pequeño, con espacio para pocas
mesas, se ve bien, confortable. Es un servicio tipo “paraditos”, pero
acogedor. Pronto me percaté de la foto de apreciable tamaño con que el
propietario, o los propietarios, decidieron personalizar –palabra de
moda– su negocio. Bien tomada, bien impresa, bien montada en una
estructura vítrea. Allí hay solvencia.
La mitad superior muestra, en construcción, el trecho de la calle
Línea desde cerca de la nueva cafetería hasta el túnel por donde se
rebasa en automóvil la ría del Almendares. La mitad inferior corresponde
a la imagen del mismo tramo, pero con el empaque actual de la célebre
arteria urbana. Su nombre –informa la enciclopedia EcuRed– rinde
tributo a la vía por donde transitaron los trenes precursores del
tranvía que existió hasta mediados del siglo XX, y que aún muchos
añoran.
También rinde tributo, sobre todo, a la justa voluntad popular de
borrar otros nombres con que los gobiernos de turno la bautizaron:
primero, en 1918, Avenida del Presidente [Thomas Woodrow] Wilson,
expresión del intervencionismo de los Estados Unidos; luego, en los años
50, Doble Vía General Batista, marrullería del criminal golpista a
quien todavía algunos procuran enaltecer.
Me acerqué para ver, en el borde inferior, lo que supuse un recuadro
añadido para indicar créditos: fuente documental, fotógrafo, diseñador
del montaje… Pero forma parte de la imagen original, y es un cartel con
texto en caracteres de apreciable puntaje: “Plan de obras del presidente
Batista. Ministerio de Obras Públicas”. El mensaje lo enfatiza, al pie
de la foto, una mesita adosada a la pared y en la cual se reproduce la
franja donde aparece el cartel.
El texto, parco, parecería querer borrar años de historia. De hecho,
voluntades aparte, se inscribe en maniobras dirigidas a idealizar a un
tirano cuya ejecutoria abarca incontables y brutales asesinatos y
torturas, y gran saqueo de las arcas de la nación. A ese tirano se
alude, sin más, como si hubiera sido un gobernante a quien sería justo
agradecer un plan de obras públicas, y cuyo Ministerio del ramo se ve
exculpado de la gran corrupción que practicó.
En la Cuba actual se ha querido que no nos parezcamos a contextos
donde el concepto de reformas y la introducción o crecimiento de modos
de propiedad privada –que en determinadas circunstancias y para fines
concretos puede ser necesaria, pero caracteriza al capitalismo, que la
refuerza como dogma en su etapa neoliberal–, llevaron al desmontaje,
programado, de todo afán de construir el socialismo. A este lo definen,
entre otras cosas, el peso de la propiedad social en los medios
fundamentales de producción y de servicios.
Los términos cuentapropismo y cuentrapropista, y sus
derivados, que se han puesto en boga, designan formas de gestión
administrativa y de propiedad correspondientes a lo privado y a la
privatización. Si lo olvidáramos, acabaríamos con los sentidos privados
por la “magia” de las palabras, y la desmemoria podría empujarnos a
comportamientos, ideas y decisiones torpes, como pasar por alto quién
fue Batista, y qué hizo.
Mucho habrá que seguir esclareciendo, y regulando, para el correcto
funcionamiento de la propiedad privada que crece entre nosotros. Una
vertiente concierne al movimiento sindical, que debe asegurar la
protección a trabajadores y trabajadoras del sector privado o de gestión
no estatal, para quienes ya no será necesario vérselas precisamente con
posibles errores, insuficiencias o deformaciones en un Estado erigido
con la voluntad de velar por los intereses colectivos, del pueblo. Ahora
necesitarán, cada vez más, protección frente a dueños que se enriquecen
con la plusvalía extraída de la fuerza de trabajo que explotan,
cualesquiera que sean los salarios que paguen, y a quienes voceros del
imperio han declarado que ven como germen de una clase social en que
tendrían aliados.
Por mucho que ganen quienes trabajan en ese sector, hay una realidad
que deben conocer: sus empleadores –ojalá todos paguen escrupulosamente
los debidos impuestos–, no tienen que construir ni mantener escuelas,
centros de salud ni otros modos de servicios fundamentales para la
población. Esto va dicho sin desconocer que quienes siguen trabajando en
el ámbito de la propiedad social, administrada por el Estado, y básica
para el socialismo, también necesitan que sus salarios crezcan en
términos absolutos y en relación con el costo de la vida.
Ese tema requiere estudiarse a fondo, y los presentes apuntes se
centran someramente en la foto ya comentada, y en sus alcances. No es
una política de prohibiciones lo que urge tener: ellas pueden acabar
siendo contraproducentes, si no lo son o lo han sido ya. Pero
prohibiciones necesarias hay y habrá, y deben cumplirse al servicio de
una adecuada cultura de civilidad y orden.
Urge impedir que el pensamiento patriótico y revolucionario se
desmovilice, se anule, y termine en cómplice de quienes, desde dentro o
desde fuera, invitan al pueblo cubano a olvidar la historia. Tal
invitación, que viene de un origen más o menos común, ha recibido firmes
respuestas de representantes de la misma Cuba y de otros pueblos, como
en la reciente Cumbre de la Comunidad de Estados de la América Latina y
el Caribe.
Por temor a no parecer que se limitan derechos individuales, y que se
intenta impedir a los dueños hacer en sus establecimientos lo que real o
supuestamente pueden permitirse, ¿deben las fuerzas revolucionarias del
país –sus instituciones gubernamentales, sus organizaciones políticas,
las masas de patriotas– cruzarse de brazos y morderse la lengua? Así se
abrirían las puertas a la complicidad objetiva con el imperialismo, a
cualquier exceso, como la discriminación racial, la prostitución, la
pornografía y otros engendros contra los cuales se ha proyectado
históricamente lo más lúcido del pensamiento revolucionario.
¿Debemos tolerar que impunemente se le rinda tributo al sanguinario
Fulgencio Batista, cuando fuerzas contrarrevolucionarias y aliadas de la
política imperial lo enaltecen, y sostienen que Cuba nunca estuvo mejor
que cuando él fue presidente y servía, como la gran mayoría de sus
predecesores, al empeño de hacer de este país la imagen de la “perfecta
neocolonia”? Si esa imagen hubiera sido real, ¿cómo explicar el fomento y
la victoria de la Revolución que llegó al poder, con resuelto apoyo del
pueblo, en 1959?
Para no convertirse en un régimen inerte y gastado, esa Revolución
debe perfeccionarse permanentemente, erradicar lacras internas, poner en
tensión sus mejores fuerzas en todos lo sectores, marchar hacia el
futuro, alcanzar eficiencia y seguir preparada y alerta frente a sus
enemigos, que no cesan, aunque cambien de táctica y se enmascaren. En el
afán de lograr lo que ella necesita para bien del pueblo, su guía no
puede ser la actualidad marcada por el Meridiano de Greenwich de la
economía mundial, el capitalismo, que tuvo un guardián asesino en el
Batista que salió huyendo de Cuba el 31 de diciembre de 1958, y cuya
sombra merece ser conjurada para siempre.
En todo eso pensó el autor de este artículo cuando en vísperas del 26
de julio vio en La Habana un establecimiento público, de propiedad
privada, “engalanado” con una foto que rinde culto al tirano. Cerca de
allí se encuentra el Centro dedicado cardinalmente al estudio de la
vida, la obra y el pensamiento del autor intelectual de los hechos con
que en aquella fecha de 1953 comenzó una etapa decisiva en la
transformación revolucionaria del país.
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