jueves, 25 de octubre de 2012

Emigrar es un verbo duro. Dos historias de los que regresan


viajar
Enrique Ubieta Gómez
Un día escuché un comentario que me turbó: en Cuba viven muchos ciudadanos que han regresado
Más de 15 cubanos de Matanzas, Sancti Spíritus y La Habana, me contaron sus historias. 

Tomado de La Calle del Medio 54 (Fragmentos) Un día escuché un comentario que me turbó: en Cuba viven muchos ciudadanos que han regresado. Que se fueron del país, y por alguna razón regresaron para quedarse. Los hay que se fueron de forma legal y regresaron de igual forma. Otros compraron una embarcación y se lanzaron al mar, en dirección opuesta a la que suele promocionarse. Las reglas migratorias son estrictas, y el escarceo es difícil, porque el país no puede recibir de golpe a todos los que desean reinstalarse. El que llega es investigado en coordinación con las autoridades policiales de sus países de residencia. Quise conocer las motivaciones de esas personas, algunas sorprendentemente ingenuas, como un albañil jubilado de 60 años, que sin hablar inglés ni contar con apoyos familiares se acogió al llamado «bombo» y se marchó a Las Vegas: nunca, por supuesto, encontró trabajo. O como ese chef de cocina de un lujoso hotel de Varadero, que fue estafado por un turista mexicano que le prometió una plaza en su inexistente hotel, y tuvo que cruzar la frontera norteamericana para sobrevivir, comprar una pequeña lancha y regresar a Cuba. Historias múltiples, razones para partir muy alejadas de la política –amores traicionados, deseos de aventura, reencuentros familiares–, aunque siempre supeditadas a ella. Más de 15 cubanos de Matanzas, Sancti Spíritus y La Habana, me contaron sus historias. Por razones de espacio, narraré dos de ellas.

I
María Josefa tiene hoy 24 años. Cuando el padrastro fue seleccionado en el sorteo (el «bombo») de la Sección de Intereses de Estados Unidos, ella tenía apenas 18 años, era una maestra de primaria recién graduada de la Allende y estudiaba el primer año de la Licenciatura en Comunicación Social. No quería emigrar, pero tanto ella como su pequeño hermano fueron arrastrados por la mamá. Vivió en Miami desde 2004 hasta 2006. Durante ese tiempo mantuvo la comunicación con el novio que dejó en La Habana, y cuando decidió y pudo regresar –su familia se quedó allá–, se casó con él. Vive actualmente en la casa de la suegra. Y recuperó su puesto de maestra en la misma escuela primaria que abandonó al partir. 
 
¿Dónde trabajabas allá?
Primero trabajé en una cafetería como dependiente. La cafetería tenía servicio de lunch para que las personas que salen del trabajo y no quieren o no tienen tiempo de cocinar compren la comida ya hecha. Yo hacía eso. Las otras muchachas se encargaban de atender a los clientes que venían, de servirles. Yo no hablo inglés, no tenía tiempo de estudiar. Llegó un momento en que tuve dos trabajos a la vez. 

Pero la mayoría de los clientes eran latinos, allí hay muchos cubanos. Ya después que salí de la cafetería –ahí no duré mucho porque no me gustaba eso–, empecé en una fábrica, donde me quedé fija hasta el momento en que regresé. Una fábrica de juguetes y golosinas, de confituras. Trabajábamos de lunes a viernes, desde las siete de la mañana hasta las tres y media. Si nos daban horas extras las aprovechábamos, porque las pagan doble. Aunque estuviera reventada me quedaba. Y si el dueño anunciaba que el sábado podíamos ir, llegábamos desde la mañana. Y una hacía un esfuerzo, porque el miércoles ya pensabas que era viernes, el trabajo te acababa. Era muy duro. 

¿Qué hacías en la fábrica?
Yo pasé por todos los trabajos, porque era la más jovencita del salón. Allí cumplí 19 años. Como era la más jovencita y era rápida –y eso era lo que hacía falta para aumentar la producción–, la jefa del salón me fue pasando por todos los trabajos, hasta que terminé en menos de nada en un puesto que normalmente hacían las personas que más tiempo llevaban allí, que era el más duro aunque no se cobraba más. En otros tiempos –me contaban las más viejas–, quienes hacían ese trabajo (sellando en la máquina las bolsas de juguetes y poniéndoles la etiqueta), se iban con dos cheques, porque eran las que más trabajaban. Tenía que sellar la mercancía que hacía todo el salón. Pero eso después lo quitaron y yo ganaba igual que todas las demás.  

¿Cuánto ganabas?
El salario mínimo, que cuando yo estaba allá era de 6.15 dólares la hora. No sé, ahora debe ser más.  

Me decías que en algún momento tuviste dos trabajos…
Sí, pero por la izquierda. 

¿Por qué por la izquierda?
Porque fue el que conseguí. Por la izquierda porque no te descuentan los impuestos, los casi 40 dólares a la semana que se descuentan de tu salario. Estuve un tiempo hasta que el dueño dijo que ya no nos necesitaba. Era en una papelera, sentada, a diferencia del primero que me obligaba a estar las ocho horas de pie, con media hora nada más para el almuerzo. Trágate la comida y entra otra vez. Cargando cajas. El primero sí me acababa. Este otro era como un Correo, yo tenía que meter en un sobre grande cartas y cosas de la gente, sellarlo e irlo poniendo; facilito. Terminaba a las diez y media u once de la noche. En ese tiempo no tenía paz, porque yo salía a las tres y media del primer trabajo, pasaba a recoger a mi mamá –porque yo le conseguí también a ella ese segundo trabajo y nos íbamos juntas–, y cuando ella se montaba en el carro ya me traía la comida, porque de un trabajo al otro era distante, y yo comía en ese intervalo. Entraba a las cinco, pero como era lejos, llegaba justo rayando. Salíamos a las diez y media, once de la noche, regresaba a bañarme y a dormir, para levantarme al otro día a las seis y media de la mañana. Así era. 

¿Cómo empezaste a valorar la posibilidad del regreso?
Desde que mi mamá me enseñó el sobre amarillo del «bombo», yo le dije que no, que aquello no me motivaba, que no me quería ir. Pero bueno, como madre al fin decía: «cómo te vas a quedar sola aquí, te tienes que ir conmigo». Al final me fui, pero prácticamente en contra de mi voluntad. 

Mira, al lado de mi mesa trabajaba una señora que tenía cáncer. Ella vivía sola, y todos sus hijos estaban en Cuba. Tenía 65 años. Su enfermedad estaba en una fase avanzada, pero vivía solita en una renta que le costaba 300 dólares y pico, que no era un apartamento, era un eficiency: dentro de una casa grande, un espacio que cerraban con una salida independiente, un apartamento dentro de una casa. No tienes privacidad, porque cuando no estás, no sabes si los dueños entran. 

Ella pagaba eso. Al final murió. En mi trabajo no te podías sentar, las cámaras estaban por todos lados, y nada más que te sentabas, venían a regañarte y podían llamarte a la dirección para hacerte pasar una pena o para botarte, y allá no te puedes dar el lujo de que te boten de un trabajo porque tú vives de él. Pero ella estaba en un estado terminal, y una amiguita y yo nos poníamos frente a las cámaras para que se pudiera sentar. Pobrecita, se quejaba del dolor. Era cáncer en los huesos. Le dolía estar tanto tiempo de pie, y la ayudábamos a adelantar, porque con el dolor no producía casi, y si no produces te botan. Yo tenía que sellar, por ejemplo, 600 docenas en el día, que eran 600 cajas. Sellarlas, cargarlas, ponerlas en el paile, para que los hombres se las llevaran. Era lo único que hacían los hombres, todo lo demás lo hacíamos las mujeres. Nosotras sabíamos que ya la jefa del área había hablado con ella para que hiciera un esfuerzo porque el jefe «estaba puesto para ella», decía que no producía lo suficiente. Nosotras la ayudábamos porque si perdía ese trabajo, con qué iba a pagar la renta. 

Quizás si tu novio hubiese estado contigo las cosas hubiesen sido diferentes…
No hubiese cambiado nada, a mí lo que no me gustaba era el sistema de vida de allá. Tú vives para trabajar, no tienes tiempo para nada; hay lugares para ir de paseo, pero estás muy cansada. El trabajo te saca el kilo. No tienes tiempo para tomarte un respiro, para ir a la playa… Mi padrastro se fue prácticamente joven de aquí y ya casi está calvo de la tensión, que si la renta la subieron y tengo que buscarme otro trabajo, porque el que tenía me daba exacto, y ahora no da. A él allá le han dado dos parálisis, de la misma tensión, de que si me botan porque están haciendo recorte de personal… Vivir eso no es fácil. El año antes pasado la renta subió tres veces: tres veces en un año. A los dueños no les importa, ellos pasan y te dicen el día antes: la renta va a subir 75 dólares. Lo que a ellos les de la gana. No cuentan con que tú llevas una contabilidad, que ya tienes ese dinero separado. A veces en el trabajo si el dueño es cubano es más malo aun, no sé por qué. Esos cubanos que llevan mucho tiempo allá a veces son peores que los americanos. 

¿El dueño de tu fábrica era cubano?
Sí, era cubano. Cuando vi que me quedaba sin trabajo, porque el dueño iba a vender la fábrica donde estaba, me entró la locura por irme. Cuando ellos venden la fábrica o el trabajo que sea, el dueño que llega cambia todo el personal, trae el suyo de confianza, todas nos íbamos a quedar en la calle. Llegando a Cuba me dio un dolor muy fuerte, fui al policlínico, el doctor me hizo las pruebas y le dijo a mi esposo: llévala directo a la Covadonga, porque esto es una apendicitis. Tuve suerte. 

¿No piensas volver a la universidad?
Ahora estoy estudiando para alcanzar el 12 grado integral, no sé lo que haga después.
II
Prefiere no exponer su nombre. Es arquitecta, una mujer decidida, hermosa a sus 53 años. Su esposo, médico, se quedó en un viaje de trabajo. Entonces la reclamó a ella y a sus dos hijos. Vivió en Canadá entre el 2000 y 2007. La niña tenía 13 años cuando abandonó el país; el varón apenas 10. Pero el matrimonio no se sostuvo. Vivieron años difíciles bajo el mismo techo, hasta que pudo independizarse. El varón se enfermó. El país –sin dudas más benévolo que Estados Unidos– y la alta calificación profesional de los padres, auguraba un futuro mejor que no llegó.
 
¿Los niños llegaron a sentirse parte de aquello?
A él le fue más fácil, porque se fue muy joven, y asimiló mejor la música, las costumbres, el idioma. Para mi hija no fue igual. Para ella es muy importante tener amigos. Y allí eso se convirtió en algo muy difícil. Nosotros vivíamos en Toronto, una gran ciudad. Ella siempre extrañó mucho eso. A tal extremo que se inscribió en un programa de intercambio entre universidades y el último año que cursó allá lo hizo en España, porque quería irse de Canadá. Cuando regresó, ya el hermano estaba enfermo y nuestra situación era difícil, porque en aquellas condiciones tuve que acogerme a un programa de ayuda del gobierno de ese país, porque no podía trabajar. Y entonces ella empezó a trabajar también. 

El medio social en que estábamos viviendo, el estrés, las circunstancias que nos rodeaban, no ayudaban a que mejorara. Aquí en Cuba la vida es más tranquila. Nosotros teníamos allá una vida muy agitada, teníamos que vivir pagando cosas, al día. No podía dedicarle el tiempo suficiente a mi hijo. Y él se convirtió en mi primera prioridad. Mi hija y yo conversamos, porque él no estaba en ese momento en condiciones de decidir. Los médicos me habían dado un buen pronóstico, me dijeron que podía estar perfectamente bien, que era solo un desorden por estrés. Entonces me dije: el lugar especial para encontrar ese ambiente que él necesita es Cuba. 

¿Usted allá trabajó como arquitecta?
Llegué a trabajar para una compañía de arquitectos, pero no como arquitecto, sino como dibujante. Yo pasé un curso para aprender un programa que permite hacer diseños en computadoras, lo pagó el gobierno canadiense y después empecé a trabajar en eso. Me pagaban como dibujante, pero yo aprovechaba las libertades que me daban para aprender, porque lo que uno pueda aprender nunca está de más. Hacía de todo en aquella compañía, lo mismo mandaba planos por e-mail, que recibía faxs o ponía llamadas por teléfono. Me creó un gran estrés al principio, pero al final me fui sintiendo más cómoda. Yo trabajé en muchas cosas. Al principio no sabía una palabra de inglés, tuve que limpiar, trabajar en restaurantes, en las cocinas fregando platos. Es una historia larga, aprendí a sacar sangre, a hacer cardiogramas… Esa, en breves palabras, fue mi historia. 

El ser humano tiene una gran capacidad de adaptación. Llega un momento en que te vuelves parte de aquel medio, aunque extrañas a tus amigos, extrañas las conversaciones prolongadas, porque todo se vuelve rápido y corto, en realidad frío y distante, es la verdad. Y una de alguna manera se vuelve fría y distante también. A mí me pasó. Aquí nos faltan muchas cosas como todos saben, económicamente hablando, pero tenemos a los amigos, tenemos a los vecinos, a las personas con las que podemos contar si nos sentimos mal, tenemos a quien llamar por teléfono por una hora, y molestarlo en su tiempo, y contarle lo que nos pasa, y nos da recetas y nos dice. Hay cosas que no tienen precio en la vida. Esas son las diferencias culturales más grandes que yo veo. Aunque en Canadá existen beneficios bastante parecidos a los nuestros en el sistema de salud, y tienen planes de apoyo a los desempleados; no es un país tan contrastante como Estados Unidos donde las diferencias son abismales. 

¿Cómo eran las escuelas donde estudiaron sus hijos? ¿Existían problemas de violencia?
Sí, había problemas de drogas, de violencia. Básicamente eso fue en la última escuela donde estuvo el varón. La primaria fue muy buena, muy infantil, tranquila; pero después de la primaria hay una enseñanza que llaman junior high, y después high school. La primera es corta, dura dos años creo; pero la otra es más dura. Porque ellos tienen una teoría completamente diferente a la nuestra; mientras más el alumno quiere estudiar, más tonto parece. Allá mientras más loco y desaplicado eres, más muchachas tienes detrás, es como decir, eres el cool, porque te destacas en el deporte por ejemplo. El que se destaca mucho en los estudios es un perdedor. Eso es en high school, lo que aquí sería el preuniversitario, pero de cuatro años. Allí se vuelven muy hostiles, los que son tranquilos empiezan a cambiar. Hay dos grupos, o uno se integra al grupo de los bandidos, o se queda en el de los perdedores. Y a estos los martirizan, les hacen la vida imposible. Los maestros no se meten en eso. Y también aparece la droga, los vendedores de drogas se aprovechan de las circunstancias y llevan la droga a la escuela y la cuelan. Ellos nunca consumen. Su primer requisito es que no consumen drogas. Pero ponen a todos esos infelices a tomar aquello que les desgracia la vida, porque jamás son gente. De la droga no se sale. Y hay violencia, porque una vez que la droga se mete en la escuela, el que la consume es capaz de cualquier cosa. Puede matar por un poco de droga. También depende del área donde vivas. Esa es la edad más mala. Si usted es un adicto puede desde luego encontrarla. Yo nunca la vi, pero sé que estaba allí, en la esquina. Ya después que salen de allí y cogen la universidad o los estudios tecnológicos, está más controlado. 

¿Han tenido dificultades para insertarse aquí?
Bueno, no mucho. Mis hijos venían todos los años. Teníamos en la casa una bandera cubana permanentemente, créalo o no, eso es algo que yo no cuento, porque puede parecer absurdo. Aquí la bandera es algo que uno asocia con los organismos, con la escuela, etc., pero ese hijo que yo traje de vuelta se llevó de aquí dos banderas cubanas y todas las noches tenía la misión de doblarla. Él la colgaba en la pared, desde mucho antes de enfermarse, y por la noche la recogía y la doblaba como se dobla oficialmente. Siempre tuvimos la bandera. Se añora mucho la patria. 

Yo logré reinsertarme como arquitecto, mi hija siguió estudiando Psicología en la universidad; tuvo que traer un millón de documentos, pero logró continuar con sus estudios, aunque perdió un año de la carrera. Estudia en Santa Clara. Está muy contenta porque ahora de nuevo tiene amigos y amigas. Tiene un novio. Mi hijo está completamente recuperado, tengo que dar gracias a Dios porque es algo milagroso. Él está en la universidad también. Estudia y trabaja. Terminó el primer año de la Licenciatura en Estudios Socioculturales. Tiene días en los que se entristece. De alguna manera, me dice, yo no soy parte. Me perdí todos los años que mis amigos vivieron aquí. Y me perdí esos cuentos que ellos hacen, esas historias que yo no puedo hacer, porque no estaba. Mis amigos tienen calle, una calle que yo no conocí, saben enamorar a una muchacha, y nosotros somos más tímidos, no nos abrimos a la gente. Yo le digo que todo es un problema de tiempo.

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