miércoles, 6 de junio de 2012

Once de septiembre (un cuento de Alberto Guerra)


Asesinato en plena calle.

Esta historia pudiera comenzar en La Habana, con un carro fúnebre, bajo un día lluvioso y un mar de pueblo en silencio. Minutos antes, cuatro miembros del servicio diplomático bajaron el féretro por las escaleras de la funeraria de Calzada y K, lo colocaron en el carro con sumo cuidado, acomodaron las coronas de flores y todos comenzaron su camino al cementerio. Avanzaron mientras la lluvia golpeaba sus rostros compungidos. Pudieron observarse sombrillas, grupos de pioneros, charcos, cabezas al descubierto, llanto de algunos allegados, policías deteniendo el tráfico, lágrimas confundidas con las gotas de aguacero. Desde los autos, desde las paradas de las guaguas y desde las propias guaguas, la gente comentó sobre la silenciosa marcha. Todos conocían la noticia: los choferes, los empleados, los escritores, los contadores, las amas de casa, los cantantes, los maestros, los adúlteros, las secretarias de oficina, los delincuentes, los jubilados, las viudas, los obreros, los estudiantes, los dirigentes. Absolutamente todos conocieron la noticia. Radio Reloj la había transmitido, también el Noticiero Nacional, Granma y Juventud Rebelde; los viejos que vendieron en las calles los periódicos gritaron la noticia:

Ha muerto Félix García. Así, con sólo cuatro palabras, corrió de boca en boca la noticia. Ha muerto Félix García. En realidad, pocos conocían quién era Félix García, pero todos compraron los periódicos, leyeron, comentaron, se prestaron la noticia, y luego avanzaron silenciosos tras el carro fúnebre. Sabían que no era un hombre famoso como para recordarlo, no había roto ningún récord del mundo en los deportes, no era cantautor con melena y guitarra, ni político que ofreciera frecuentes entrevistas a la prensa. Acababan de enterarse de su existencia debido a su muerte. Una muerte difícil de creer. Una muerte molesta. Una muerte inusual. Félix García, con ese nombre tan común, unido a un apellido tan común, pudieron ser ellos mismos, cualquiera de ellos, exactamente cualquiera; por eso se sumaron a la marcha a medida que avanzaba el carro fúnebre, lloraron bajo la lluvia, caminaron en silencio y colocaron para siempre el nombre del desconocido hasta ayer, en el sitio donde la memoria colectiva jamás podrá olvidarlo.

Una hora más tarde, aún bajo la lluvia, en la despedida del duelo el vicepresidente del país, conmovido, advirtió a sus compañeros, al pueblo y a la opinión pública internacional que la muerte del compañero Félix García no quedaría impune, que él seguiría unido al pueblo que lo vio nacer, que quienes cometieron la afrenta, más temprano que tarde pagarán, y el 11 de septiembre, fecha del vandálico crimen, sería en lo adelante el día en que conmemoraríamos a nuestros diplomáticos caídos en el servicio exterior.

Un comienzo como éste, sin embargo sembraría en los lectores una pátina lúgubre, de lluvia y de llanto, de sepultura y de féretro, que, según he podido advertir, aleja a mi personaje de su estampa real, pues, para sus compañeros, Félix García era un hombre en fiesta permanente, con el pensamiento bien puesto en las múltiples variantes de la vida.

Prefiero, entonces, desear que suene el despertador, un simple reloj despertador sobre una simple mesa de noche y que su mano, la de Félix salga de entre las sábanas para callarlo como siempre y ganar unos minutos más de sueño. Un comienzo así, menos dramático, más natural, más humano permitiría que luego ustedes y yo, lo pudiéramos ver sentado en la cama, dispuesto a encender la lámpara, estirar los brazos, bostezar tan amplio como pueda en la soledad del cuarto y mirar al suelo. No ve las chancletas, sólo están sus mocasines con las medias dentro; más allá, sobre la silla, el pantalón junto al suéter, la camisa y el abrigo. Desastres del hombre soltero, se dice, si fuera director de cine ése sería el título de mi primera película. Soy un desastre. Con la cabeza hacia abajo trata de encontrar las malditas chancletas, tantea muerto de sueño y da con una, se levanta, vuelve a estirarse, tampoco hay que exagerar, continúa diciendo, todavía nadie se queja de mis pequeños descuidos. Enciende el radio. Camina despacio por la habitación. La voz de una locutora, en un inglés muy rápido indica que Nueva York es la mejor ciudad del mundo libre, un mundo libre donde no aparece mi otra chancleta, piensa él, mientras ella anuncia Saturday Night Fever, la canción del filme que todos quisieran ver, cantada y bailada por un jovencito de éxito nombrado Travolta, y en el lado opuesto de la cama, por fin, aparece la extraviada chancleta. Avanza, soñoliento, hacia el baño. Hoy tengo el día cargado, se dice, debo ir al aeropuerto, recoger los paquetes, pasar por el correo, llegar a Casa de América, y despachar con el canciller. Voy a Casa de América primero y después al aeropuerto. No. Bueno. Ya veré qué hago. Lo que no puedo obviar es el despacho con el canciller. Ah, también debo pasar por la tintorería. Ya no tengo ropa limpia. Un día difícil. Intenta orinar, nada como orinar cálido en la mañana cuando se vive por un tiempo en Nueva York, y cuando se ha observado, desde la ventana, la frialdad de las calles repletas de autos y de gente apurada, piensa, pero termina sentado en la taza, hinca los codos sobre las rodillas, pone la cabeza sobre sus manos, mira en derredor por un largo rato, estira el brazo y alcanza una Bohemia. Observa en la carátula la foto de Alberto Juantorena, sudoroso, muy delgado, llegando a la meta con su espendrun revuelto, mientras el excremento cae despacio, permitiéndole a su cuerpo el placer incomparable de todas las mañanas. Así son nuestros campeones, lee y luego se dice, también debo repartir las últimas Bohemias que llegaron. Un día difícil, no hay duda de que tendré que andar rápido. Vuelve a mirar la Bohemia con Juantorena en la portada y se imagina en ese estadio aplaudiendo al campeón de las pistas. Aplaude y mira al resto de sus compañeros eufóricos. El estadio es todo algarabía. Juantorena se tumba cansado y las cámaras no dejan de seguirlo. Es el poder de la imaginación. Nada es más potente en cualquier hombre que la imaginación. Sin embargo, en la mismísima Nueva York, no muy lejos de allí, sin que pueda imaginarlo, otro hombre, con los pantalones bajos y rostro de pocos amigos está de la misma manera en un baño, pero con una diferencia: sufre un dolor terrible de estómago. Carajo, piensa el hombre, siempre me pasa lo mismo. Deben ser los nervios. Cada vez que hay jelengue me aflojo. Concluye sudoroso, lava sus manos, echa agua en su nuca, se coloca lentamente los espejuelos, llena un vaso, mira al espejo y descubre los ojos muy pequeños de un tipo tras sus espejuelos de aumento, un tipo que engulle agua de un vaso como paliativo ante el futuro inmediato que ha llamado jelengue. Seca sus manos, pero se deja la cara empapada. Sale del baño justo cuando no muy lejos de allí, sin que tampoco lo pueda imaginar, Félix hace lo mismo.

Ya en el cuarto, cerca del par de mocasines, el diplomático cubano coloca sus manos en la cintura y comienza la primera gran misión de ese día: sus ejercicios. Uno, dos, tres, primero los giros del cuello a la derecha, a la izquierda, a la derecha, a la izquierda, uno, dos, tres, luego los hombros, uno dos tres, los brazos, uno dos tres, los antebrazos, uno dos tres, cuclillas, cien cuclillas, a las piernas hay que darles muchas cuclillas, uno, dos, uno, dos, en las piernas los músculos no desarrollan como en las demás partes, uno, dos, uno, dos, aunque uno haga miles, uno, dos, uno, dos, aquí la burumba es compleja, uno, dos, uno, dos, por suerte los hombres usamos pantalones, uno, dos, uno, dos, por suerte las canillas no se ven, uno, dos.

El otro, por el contrario, ofrece la impresión de ser poco amante de los ejercicios, sólo lleva sus manos al estómago cuando los demás lo advierten y se sienta cerca de un gordo que tamborilea sobre sus piernas mientras habla a seis personas como si hilvanara un discurso ante un público inmenso. El gordo mira fijo al de los espejuelos, sonríe con cierta sorna, cambia el tono de voz: Cada vez que hay fiesta, usted corre pa’l baño, compadre. Los demás ríen. El de los espejuelos, como si tuviera calculada la ofensa, de inmediato riposta: Deje eso, usted sabe bien que en este cuerpo no hay miedo, parece que me cayeron mal los camarones de anoche. Entonces el gordo ordena silencio, entusiasta, recupera el tono anterior, se pone de pie y comienza a dar paseos por el cuarto. Muy categórico dice, así me gusta, compadre, así me gusta, los mira a todos, suspira y asegura que en gentes como ellos no puede comer el miedo, que hoy sería un día grande para la causa, que el mundo entero iba a recordar por siempre el 25 de marzo, que entre profesionales que luchaban por la libertad no podía haber tibieza, que suponía que ya hubieran quemado las fotos y los demás papeles, porque en una operación de tanta envergadura lo primero era quemar las pruebas que estuvieran en contra del grupo, que ese asunto quedó claro anoche, que se habían pasado seis meses organizando aquel plan, seis meses poniendo gente a vigilar al tipo, seis meses durante veinticuatro horas tomándole fotos cuando entraba, fotos cuando salía, hora de entrada, hora de salida, y ahora, en el último momento no podían fallar las cosas, que antes de salir iba a hacer un recuento del plan para que todo quedara bien claro…

Veintiséis, veintisiete, veintiocho. Félix intenta hacer las planchas de rigor, veintinueve, treinta, las que lo mantienen totalmente en forma, treinta y tres, treinta y cuatro, las que le permiten tener un pecho exacto, cuarenta y dos, cuarenta y tres, propicio para el traje, sesenta, sesenta y uno, mientras la locutora, sesenta y nueve, en un inglés mucho más rápido, ochenta y dos, ochenta y tres, insiste en demostrar que Nueva York es la mejor ciudad del mundo libre, noventa, noventa y uno, la ciudad que les desea a sus habitantes una mañana tan feliz como ninguna, noventa y tres, noventa y cuatro, aunque el invierno impida andar en mangas de camisa y en vestidos ligeros por sus calles, noventa y cinco, y las gotas de sudor caigan al suelo, noventa y seis, cerca de los mocasines, noventa y siete, sin imaginar, sin poder imaginar, que no muy lejos, noventa y ocho, en otra habitación, noventa y nueve, un gordo hilvana su discurso, y cien, cien planchas, ante un grupo de sólo seis personas.

…Porque la Patria necesita de actos como estos para desterrarle el comunismo de sus propias entrañas, dice el gordo, y se felicita en silencio por lo buena que le ha quedado la frase, es una lástima que el grupo sea tan pequeño, sólo somos siete, siete gatos, pero mejor así, piensa, mientras menos seamos toca más de pan y de gloria, otra buena frase, pero no la puedo decir. Miren, señores, repito el plan, que ya nos coge tarde, llega el chofer a recoger al tipo, parquea al frente, se baja como siempre a tomar café con el custodio, aparece entonces nuestro camión en la calle, les tapamos la vista, yo aprovecho y pego el material bajo el carro diplomático, entonces usted (señala al de los espejuelos), con los ojos bien abiertos espera a que se monten, los seguimos y cuando estén en Franklin Delano Roosevelt Drive (vuelve a señalar al de los espejuelos), usted aprieta el aparato y pum, adiós muchachos, compañeros de mi vida. Después nos perdemos a donde cada cual sabe y yo hago la llamada a la prensa. ¿Alguna pregunta?

Sudoroso, Félix mira el reloj despertador. Hora de un buen baño, piensa. Hora de un buen baño y de partir al mundo. Pero antes abre la gaveta y tantea una agenda, comprueba la fecha de una próxima actividad cultural en Casa de América y vuelve a guardarla. Entonces ve la pistola, la toma en sus manos, la contempla unos instantes guardada en el nailon, engrasada, como si fuera un objeto museable, y se dice: Por más que lo intento, muchacha, no me sirves para llevarte de paseo por la ciudad, mejor continúas tu vida así, engavetada. Vuelve a colocarla donde estuvo, se pone de pie, silba al compás de la música del radio y camina hacia el baño. La ducha de agua caliente resta sudor al cuerpo en la medida en que cae. Félix silba, Félix canta, Félix piensa en tía Eva mientras se enjabona, coño, hace rato que no voy por allá. Te está haciendo falta un buen arroz con pollo, hombre soltero. Cuando tenga un chance la llamo y de paso le llevo una revista.

El carro diplomático parquea frente a la residencia del embajador de Cuba ante Naciones Unidas. La calle, repleta de automóviles, permite poco espacio para estacionar. Algunos carros detienen la marcha, dejan jóvenes que apenas se despiden, y luego continúan. Los muchachos se saludan entre sí, varios entran a la escuela, pero otros, la mayor parte, prefieren merodear por el área cercana mientras les quede tiempo. El chofer del carro diplomático mira hacia la entrada de la residencia, no ve a nadie en la puerta. Luego mira el reloj. Aún es demasiado temprano. El custodio de la residencia se asoma. Hace señas. El chofer comprende. Un trago de café cubano. Nada como una buena taza de café. El chofer baja del carro, lo deja encendido y camina hacia la entrada. Antes mira hacia atrás un par de veces. Entra. Un camión perteneciente a Losada Fernández, según los anuncios, aparece en la esquina, avanza apresurado, se detiene un instante, un mínimo instante, frente a la residencia del embajador. Tiempo ideal para que el gordo baje agazapado, sin que nadie lo note, como culebra en plena selva de carros, y pegue el explosivo bajo el tanque de gasolina del auto diplomático. Todo perfecto. Como lo desearon. Ahora sólo falta esperar el regreso del chofer con el sabor del último café de su vida entre los labios, junto a Raúl Roa Kourí, embajador de Cuba ante la ONU.

Ambos salen de la residencia. El custodio cubano, como siempre, los ve partir, muy lejos de imaginar que el de los espejuelos junto al gordo, desde un auto aparcado a varios metros, ahora con un detonador en la mano, también lleva unos seis meses viéndolos partir, pero con una simple diferencia en la finalidad: desean que este 25 de marzo sea la última vez. Esperarán a que salgan calle arriba, que lleguen a la Franklin Delano Roosevelt Drive, que se sientan cómodos en plena vía, y cuando menos lo esperen: Pum. Todo es cuestión de tiempo.

El carro diplomático trata de salir de entre los tantos carros como siempre. Maniobra difícil. Vamos, acaba de salir. El de los espejuelos suda por lo mal que le cayeron los camarones de anoche, pero el gordo, aunque no come camarones, suda copiosamente también. Vamos, acaba de salir. El chofer maniobra sin saber que va camino a la muerte. El embajador de Cuba ante Naciones Unidas observa la maniobra acostumbrado a las calles neoyorquinas repletas de carros, pero con su pensamiento muy lejos de allí. Vamos, acaba de salir. El custodio comienza a encender el Popular de uno sesenta que le acabó de regalar el chofer que ahora maniobra. Vamos, acaba de salir. El gordo tamborilea sobre el timón. El de los espejuelos no quiere pensar más en camarones en salsa. Vamos, acaba de salir. Al fin el chofer, girando el timón lo más que puede, tomando las mayores precauciones, sale. No sin antes tropezar con el carro delantero. Tropieza y algo cae. ¿Qué fue eso?, pregunta el embajador. ¿Qué fue eso? El carro diplomático se detiene a un par de metros. El custodio corre hacia allí. El chofer se baja. El de los espejuelos tiene el detonador en sus manos. Todo depende de sus manos. Suénalo aquí mismo, grita el gordo. Esto parece una bomba, dice el custodio. Parece no, dice el chofer, es una bomba. Dale que están cerca, suénalo aquí mismo. No. Dale, cojones. No, que hay muchachos. Cojones. Esos malditos chiquillos están cerca. El custodio corre con la bomba hacia la esquina. Demasiado cerca. Pendejo. No seas pendejo, dame acá. No, dije que no. El chofer corre hacia el embajador. Bájese del carro, parece que nos pusieron una bomba. El embajador camina con el chofer hacia la residencia. Llama a la gente nuestra enseguida. El custodio, nervioso, echa la bomba en un latón de basura. Y llamen a la policía. Vámonos pa’l carajo, grita el gordo. El custodio corre hacia la residencia. Protejan a las mujeres y a los niños. Otro custodio de la vecindad observa cómo el custodio ha echado algo extraño en el latón más próximo a su área. Baja, registra y ve el artefacto. Lo toma y, sin pensarlo mucho, camina con prisa hacia una esquina más distante, llega a otro latón, mira hacia ambos lados, y lo echa. El gordo y el de los espejuelos discuten. Las cosas salieron mal en el último momento, carajo. Un plan de seis meses. ¿Dónde está la bomba?, pregunta Néstor García, consejero de la Misión de Cuba ante Naciones Unidas. La puse en aquel latón, dice el custodio. Vamos a ver. Llegan varios carros de policía de la zona. Pero en el latón no hay nada. ¿Qué pasa con ustedes?, pregunta el otro custodio. Aquí había una bomba. ¿Una bomba? Sí, una bomba. Yo la puse en el otro latón, en aquel de allá. Todos corren. Cuando llegan al latón de basura tampoco está la bomba. ¿Dónde puede estar la maldita bomba? Alguien se adueñó de ella en un instante, pero, ¿quién? El camión de la basura está en la otra cuadra. Con su equipo automático descarga latones después que los tres trabajadores los revisan. Los basureros. La tienen los basureros. Néstor corre, los dos custodios corren. Los policías corren. El de los espejuelos se baja del carro, quiere preguntar qué pasó, cerciorarse del fracaso por sus propios ojos. ¿Aquí qué pasó? Parece que pusieron una bomba, responde un profesor de la escuela. El de los espejuelos vuelve junto al gordo. Nos vamos. Néstor, los custodios y los policía corren. El camión de basura está a punto de marcharse. Llegan justo cuando se va. Necesito que me devuelvas eso, le señala Néstor al chofer del camión. Pues puedes creer que no, forastero, advierte el otro. Necesito que me lo devuelvas ya. Pues no, repite increpante el chofer desde una cabina repleta con fotos de mujeres desnudas, nosotros lo vimos primero que tú, y eso es ley en cualquier ciudad, forastero. Y si te dijera que es una bomba. ¡Una bomba? Sí. Tendrás que demostrarlo. Pégala ahí, Néstor le señala a la cabina. El chofer queda sorprendido, muy sorprendido, al ver que el artefacto queda totalmente imantado a los senos de una de aquellas mujeres. Baja como un bólido. Una bomba, una bomba, grita y corre, corre y grita, junto a los trabajadores, retirándose bien lejos del camión.

La tarde del 11 de septiembre, apenas seis meses después del tremendísimo fracaso en que se convirtió el atentado al canciller cubano, el propio diplomático Félix García estaba muy lejos de imaginar que se vería envuelto en otro mortal incidente. Invitado, como tantas veces, a cenar en casa de la tía Eva, primero pasaría por la Misión a recoger a la esposa y a las niñas de Néstor García (para algo llevamos el mismo apellido, le dijo Félix en la mañana al consejero), pero al llegar (perdónenme, me compliqué en el aeropuerto), encontró que ya el propio Néstor las montaba en un carro para llevarlas él mismo: no te preocupes, Félix, le dijo, te esperamos en casa de tía Eva, y no te demores mucho que anunció arroz con pollo.

El gordo y el de los espejuelos, por su parte, acababan de apostarse muy cerca de la misión diplomática, luego de haberle perdido el rastro a un par de funcionarios cubanos, según declaró el de los espejuelos, unos meses después, ante el detective del FBI que atendía el caso. Estábamos bastante frustrados, dijo, todo nos salía mal y había que hacer algo. Entonces vieron salir a Félix completamente solo en un auto. Dale, vamos a seguirlo, dijo el gordo, que ese peje menor nos va a llevar hacia los pejes grandes. Quién quita que nos encontremos con el mismísimo canciller.

Félix García comprendió que lo estaban siguiendo cuando entró al garaje. Entonces desistió de ir directo a la casa de tía Eva, al menos no hasta que lograra evadirlos. Ya había pasado por la tintorería, ya había regalado un par de revistas Bohemias a los dueños y se había cambiado de ropa en la propia tintorería para ganar tiempo. Vamos, muchacho, muéstranos el camino, se repetía el gordo mientras esperaba a que el pisicorre Ford de ocho cilindros de Félix saliera del garaje. Las cosas no le podían seguir saliendo mal al grupo. Nadie los legitimaba. Nadie ponía un kilo para la causa. Todo era fracaso tras fracaso, pensó. La bomba para Castro en Nueva York el año pasado fue un fracaso. La del canciller, otro fracaso. Necesitamos una acción que demuestre al mundo que estamos vivos y actuantes. No basta con meter el virus del dengue hemorrágico en Cuba, cosa de la que se enorgullece demasiado este pendejo (y miró al de los espejuelos con asco). No. Son necesarios otros golpes, que corra la sangre, que sientan el pánico, que les cueste trabajo salir, que los comunistas y todos sus simpatizantes sepan que esta lucha no es juego. Vamos, muchacho, llévanos al queso. Vamos.

Félix García comenzó un zigzagueo por las calles de Nueva York, tratando de burlar el seguimiento. No podía llegar a casa de tía Eva con ellos detrás, tampoco quería volver a la misión, todo era cuestión de evadirlos, de doblar bien la esquina inesperada como en cualquier película. Ese 11 de septiembre estuvo muy lejos de imaginar que terminaría su vida. En la mañana, junto a varios compañeros de Chile, había conmemorado la resistencia del presidente Salvador Allende ante el golpe de Estado terrorista que emprendiera Pinochet, y ahora, en plena tarde, cruzaba con su Ford diplomático muy cerca de las inmensas torres gemelas. No era la primera vez que se sentía perseguido. Perseguir e injuriar era un jugoso negocio para algunos. Félix miró las revistas, miró las carpetas, tamborileó sobre el timón cuando detuvo su auto ante el semáforo. Recordó que también debió tener una pistola cerca, su pistola, la muchacha que nunca compartía sus recorridos por aquella ciudad porque la prefería en la gaveta, engrasada, como objeto museable y no como objeto de muerte. Entonces sintió que le golpeaban en el carro, que le gritaban algo, bajó el cristal de la ventana, el recoño de la tuya, gusano de mierda, respondió, como el mejor de los gritos posibles, y sólo pudo ver que un arma lo apuntaba.

Jagüey Grande, julio de 2002
Nota: El cuento narra el primer asesinato en Estados Unidos de un diplomático acreditado en Naciones Unidas: 11 de septiembre de 1980.

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