A Betina Palenzuela Corcho, su padre y sus hermanos.
Siempre he pensado que pudiera haber sido distinta de lo que soy, tal
vez más alegre, menos responsable. Y no es que no me guste ser
responsable. Mi madre me enseñó, durante los pocos años que compartimos,
a serlo. Yo era demasiado joven cuando ocurrió aquello, ¿cómo después
de semejante monstruosidad sentirme despreocupada o hasta feliz, como el
resto de mis compañeras de estudio? Una adolescente que pierde a su
madre a los doce años, destrozada por una bomba, en un país desconocido,
al que sólo conoce por referencias y tarjetas postales, no puede ser
nunca más una muchacha como las otras. Sí, siempre he pensado que soy
una persona diferente a la que podría haber sido. Abril fue y siempre
será para mí, el mes más cruel, como decía aquel poeta: el mes en el que
una mano asesina colocó aquella maleta Samsonite en la puerta de
entrada de uno de los apartamentos que ocupaba la embajada cubana en
Lisboa. Esa bomba mató a mi madre y a Efrén Monteagudo y pudo haber
acabado también con la vida de mi padre y de mis dos hermanos, que
acostumbraban a llegar a esa hora del colegio. Creo que si no los perdí a
ellos también fue de pura casualidad, por esos azares de la vida que te
salvan.
En aquel año, 1976, yo estaba becada en la escuela secundaria José
Martí, de Artemisa. Cursaba el séptimo grado y recién había regresado de
España donde mis padres eran diplomáticos. En España vivíamos en un
estado de terror permanente, entre amenazas y atentados, pero al menos
estábamos todos juntos. Cuando un año después de concluir su misión en
España, mi padre fue designado nuevamente como diplomático en Portugal,
yo tuve que quedarme en Cuba para comenzar mis estudios de enseñanza
media. Mis hermanos Jorge y Carlos se fueron con mis padres a Lisboa y
yo me quedé becada, a cargo de mis abuelos con los que pasaba los fines
de semana. Ese período de separación fue muy duro. Adaptarme a la beca,
hacer nuevas amistades, saber que sólo me tenía a mí misma frente a las
complejidades de la adolescencia en la que me adentraba. Estaban, sin
embargo, las cartas, las llamadas telefónicas, la satisfacción de saber a
mi familia lejana pero en algún pequeño pedacito de mi país que era
nuestra embajada, como lo había sido en España.
Nunca olvidaré aquel día de enero de 1976 cuando me avisaron al
albergue que tenía una visita. Era un viernes por la noche. Bajé las
escaleras un poco incrédula. ¿Quién podía venir a visitarme a mí?
Atravesé el largo pasillo que separa los dormitorios de las aulas y
hacia el final del mismo distinguí las siluetas de mis abuelos. Luego,
detrás de una columna, estaba ella, mi madre, con su sonrisa afable y su
blusa azul pastel. De paso por La Habana, lo primero que había querido
hacer era ir a verme, aun cuando su sentido de la disciplina la hizo
dejarme allí aquella noche, hasta el día siguiente en que me tocaba
salir de pase. Todavía no podía saber que era la última vez que la
vería. Pero esa imagen la tengo grabada en la memoria como uno de mis
recuerdos más imborrables.
Tres meses después recibí otra visita en la beca. Era un jueves,
sobre las tres o las cuatro de la tarde. Había llovido y por eso
habíamos regresado del campo muy temprano. No recuerdo por qué yo había
llorado mucho ese día. Por aquellos años yo lloraba mucho, lo mismo que
lloro ahora cuando rememoro todos estos momentos que se repiten en la
memoria, me torturan como si los estuviera viviendo de nuevo, como si
ante mí pasara una película de terror de la que no me puedo librar.
Una profesora me avisó que habían venido unos compañeros a buscarme,
que recogiera mis cosas, que me iba. Una de las personas que me esperaba
era una amiga de mi madre. Ella sólo me apretó el brazo antes de
meterme dentro de un automóvil. Yo no preguntaba nada. Sabía que algo
grave estaba sucediendo pero era como si mi subconsciente se negara a
recibir alguna noticia terrible. Creo que pensé en mi abuela. En el
automóvil íbamos todos muy callados. Casi al llegar a la casa de mis
abuelos me informaron que había habido un atentado en la embajada de
Portugal y que mi madre había muerto allí. Me quedé sin habla. Sólo
atiné a preguntar por mis hermanos de diez y once años cada uno. Me
dijeron que ellos estaban bien. Yo no podía asimilar la posibilidad de
que mi madre no estuviera viva. Sencillamente no lo creí. Ni siquiera
cuando, al día siguiente, vi la noticia y las fotos en el periódico y
hablé con mi padre por teléfono. ¿Y cómo tú estás vivo?, le preguntaba.
Todo aquello era demasiado terrible para que fuera cierto. Sólo él, mi
padre, podía darme la respuesta que yo no quería oír. Y tuve que
escuchar de sus labios la temida verdad: ya no vería nunca más a la
persona que me había dado la vida y a quien más necesitaba en el mundo.
Ese día, cuando llegué de la beca, la casa de mis abuelos estaba
llena de gente. Amigos, vecinos, sillas por todas partes. Mi mamá
siempre se llevó muy bien con los vecinos. Era una persona muy querida
en el barrio por su sencillez, por su nobleza. Nunca olvidó traer algún
pequeño recuerdo de sus viajes para cada una de las personas que nos
rodeaban. El barrio estaba indignado por la monstruosidad de aquel
asesinato. Después que se conocieron los detalles, toda esa gente la
admiró y la quiso más, porque supieron que fue a ella a quien le tocó
perder la vida por aquel gesto tan humano: advertir a todos del peligro,
alertar a sus compañeros de embajada, uno por uno, de lo que había
visto en el pasillo, aquella maleta con la bomba que terminó
destrozándola.
El domingo al amanecer llegó el cadáver de mi madre junto al de Efrén
Monteagudo. El velorio tuvo que ser rápido porque se temía que el piso
de la funeraria se derrumbara de tantas personas que acudieron. Yo me
sentía el centro de las miradas. Preferí irme a mi casa, con mis
hermanos. No asistir al entierro. Durante muchísimos años viví con la
fantasía de que mi madre estaba todavía en Portugal. Me negaba a darla
por muerta.
Creo que los años más felices de mi vida son los que pasé en España
cuando todavía éramos una familia completa, unida, sin traumas ni
dolores insuperables. Por eso, en diciembre de 2001, cuando tuve la
oportunidad de volver a ese país, caminé veinte cuadras bajo la nieve
para visitar el lugar donde había tenido una familia hacía veintiséis
años.
Hay un hecho que me enorgullece mucho, sin embargo. El día en que mi
madre murió nació una niña portuguesa, hija de un dirigente sindical
llamado Manuel Candeillas que lleva por nombre Adriana. En homenaje a
ella.
Porque Adriana era el nombre de mi madre. A esa niña, mi hermano la
visitó en Portugal un día de aniversario del atentado. Ella, la muchacha
portuguesa, viajó a Cuba a los diecisiete años, y luego regresó para
participar en el Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes.
Después ha estado aquí
de nuevo, en nuestra casa. Nos comunicamos con frecuencia por medio
del correo electrónico, mantenemos una relación muy cercana. La Adriana
portuguesa es como un símbolo, un testimonio de humanidad y solidaridad.
Más que la persona que ejecutó aquel acto, lo que me impresiona y me
causa un mayor dolor es la barbaridad del hecho: que existan seres en el
mundo capaces de atentar contra inocentes con tal de derrocar a un
gobierno. Nosotros, mis hermanos y yo, no pudimos compartir los momentos
más importantes de nuestra vida con una madre. Si no hubo más dolor y
más muertos fue por su actuación valiente. Eso es lo único que me
reconforta.
Sé que mi caso no es único. Conocí a una persona que también perdió a
un familiar muy querido en la voladura del avión de Barbados. Ese otro
crimen ocurrió el mismo año del asesinato de mi madre. Su familia, como
la mía, vive unida por una gran ausencia. A veces las palabras no
alcanzan para trasmitir el dolor que uno lleva metido dentro para
siempre. Yo he vivido más años que los que alcanzó a vivir mi madre y
mis hermanos también y todavía no conseguimos reponernos de todo.
Sí, siempre he pensado que soy una persona diferente a la que pudiera
haber sido. Pero estoy orgullosa de mi madre. Y las virtudes que pueda
tener relacionadas con su ejemplo las guardo bien dentro de mí, como si
realmente ella siguiera viva por mi intermedio, mirándome desde Portugal
con un clavel rojo entre sus manos.
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