viernes, 1 de junio de 2012

Monólogo de Betina (un cuento de Marilyn Bobes)

A Betina Palenzuela Corcho, su padre y sus hermanos.
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Siempre he pensado que pudiera haber sido distinta de lo que soy, tal vez más alegre, menos responsable. Y no es que no me guste ser responsable. Mi madre me enseñó, durante los pocos años que compartimos, a serlo. Yo era demasiado joven cuando ocurrió aquello, ¿cómo después de semejante monstruosidad sentirme despreocupada o hasta feliz, como el resto de mis compañeras de estudio? Una adolescente que pierde a su madre a los doce años, destrozada por una bomba, en un país desconocido, al que sólo conoce por referencias y tarjetas postales, no puede ser nunca más una muchacha como las otras. Sí, siempre he pensado que soy una persona diferente a la que podría haber sido. Abril fue y siempre será para mí, el mes más cruel, como decía aquel poeta: el mes en el que una mano asesina colocó aquella maleta Samsonite en la puerta de entrada de uno de los apartamentos que ocupaba la embajada cubana en Lisboa. Esa bomba mató a mi madre y a Efrén Monteagudo y pudo haber acabado también con la vida de mi padre y de mis dos hermanos, que acostumbraban a llegar a esa hora del colegio. Creo que si no los perdí a ellos también fue de pura casualidad, por esos azares de la vida que te salvan.

En aquel año, 1976, yo estaba becada en la escuela secundaria José Martí, de Artemisa. Cursaba el séptimo grado y recién había regresado de España donde mis padres eran diplomáticos. En España vivíamos en un estado de terror permanente, entre amenazas y atentados, pero al menos estábamos todos juntos. Cuando un año después de concluir su misión en España, mi padre fue designado nuevamente como diplomático en Portugal, yo tuve que quedarme en Cuba para comenzar mis estudios de enseñanza media. Mis hermanos Jorge y Carlos se fueron con mis padres a Lisboa y yo me quedé becada, a cargo de mis abuelos con los que pasaba los fines de semana. Ese período de separación fue muy duro. Adaptarme a la beca, hacer nuevas amistades, saber que sólo me tenía a mí misma frente a las complejidades de la adolescencia en la que me adentraba. Estaban, sin embargo, las cartas, las llamadas telefónicas, la satisfacción de saber a mi familia lejana pero en algún pequeño pedacito de mi país que era nuestra embajada, como lo había sido en España.

Nunca olvidaré aquel día de enero de 1976 cuando me avisaron al albergue que tenía una visita. Era un viernes por la noche. Bajé las escaleras un poco incrédula. ¿Quién podía venir a visitarme a mí? Atravesé el largo pasillo que separa los dormitorios de las aulas y hacia el final del mismo distinguí las siluetas de mis abuelos. Luego, detrás de una columna, estaba ella, mi madre, con su sonrisa afable y su blusa azul pastel. De paso por La Habana, lo primero que había querido hacer era ir a verme, aun cuando su sentido de la disciplina la hizo dejarme allí aquella noche, hasta el día siguiente en que me tocaba salir de pase. Todavía no podía saber que era la última vez que la vería. Pero esa imagen la tengo grabada en la memoria como uno de mis recuerdos más imborrables.

Tres meses después recibí otra visita en la beca. Era un jueves, sobre las tres o las cuatro de la tarde. Había llovido y por eso habíamos regresado del campo muy temprano. No recuerdo por qué yo había llorado mucho ese día. Por aquellos años yo lloraba mucho, lo mismo que lloro ahora cuando rememoro todos estos momentos que se repiten en la memoria, me torturan como si los estuviera viviendo de nuevo, como si ante mí pasara una película de terror de la que no me puedo librar.

Una profesora me avisó que habían venido unos compañeros a buscarme, que recogiera mis cosas, que me iba. Una de las personas que me esperaba era una amiga de mi madre. Ella sólo me apretó el brazo antes de meterme dentro de un automóvil. Yo no preguntaba nada. Sabía que algo grave estaba sucediendo pero era como si mi subconsciente se negara a recibir alguna noticia terrible. Creo que pensé en mi abuela. En el automóvil íbamos todos muy callados. Casi al llegar a la casa de mis abuelos me informaron que había habido un atentado en la embajada de Portugal y que mi madre había muerto allí. Me quedé sin habla. Sólo atiné a preguntar por mis hermanos de diez y once años cada uno. Me dijeron que ellos estaban bien. Yo no podía asimilar la posibilidad de que mi madre no estuviera viva. Sencillamente no lo creí. Ni siquiera cuando, al día siguiente, vi la noticia y las fotos en el periódico y hablé con mi padre por teléfono. ¿Y cómo tú estás vivo?, le preguntaba. Todo aquello era demasiado terrible para que fuera cierto. Sólo él, mi padre, podía darme la respuesta que yo no quería oír. Y tuve que escuchar de sus labios la temida verdad: ya no vería nunca más a la persona que me había dado la vida y a quien más necesitaba en el mundo.

Ese día, cuando llegué de la beca, la casa de mis abuelos estaba llena de gente. Amigos, vecinos, sillas por todas partes. Mi mamá siempre se llevó muy bien con los vecinos. Era una persona muy querida en el barrio por su sencillez, por su nobleza. Nunca olvidó traer algún pequeño recuerdo de sus viajes para cada una de las personas que nos rodeaban. El barrio estaba indignado por la monstruosidad de aquel asesinato. Después que se conocieron los detalles, toda esa gente la admiró y la quiso más, porque supieron que fue a ella a quien le tocó perder la vida por aquel gesto tan humano: advertir a todos del peligro, alertar a sus compañeros de embajada, uno por uno, de lo que había visto en el pasillo, aquella maleta con la bomba que terminó destrozándola.

El domingo al amanecer llegó el cadáver de mi madre junto al de Efrén Monteagudo. El velorio tuvo que ser rápido porque se temía que el piso de la funeraria se derrumbara de tantas personas que acudieron. Yo me sentía el centro de las miradas. Preferí irme a mi casa, con mis hermanos. No asistir al entierro. Durante muchísimos años viví con la fantasía de que mi madre estaba todavía en Portugal. Me negaba a darla por muerta.
Creo que los años más felices de mi vida son los que pasé en España cuando todavía éramos una familia completa, unida, sin traumas ni dolores insuperables. Por eso, en diciembre de 2001, cuando tuve la oportunidad de volver a ese país, caminé veinte cuadras bajo la nieve para visitar el lugar donde había tenido una familia hacía veintiséis años.

Hay un hecho que me enorgullece mucho, sin embargo. El día en que mi madre murió nació una niña portuguesa, hija de un dirigente sindical llamado Manuel Candeillas que lleva por nombre Adriana. En homenaje a ella.

Porque Adriana era el nombre de mi madre. A esa niña, mi hermano la visitó en Portugal un día de aniversario del atentado. Ella, la muchacha portuguesa, viajó a Cuba a los diecisiete años, y luego regresó para participar en el Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes. Después ha estado aquí

de nuevo, en nuestra casa. Nos comunicamos con frecuencia por medio del correo electrónico, mantenemos una relación muy cercana. La Adriana portuguesa es como un símbolo, un testimonio de humanidad y solidaridad.

Más que la persona que ejecutó aquel acto, lo que me impresiona y me causa un mayor dolor es la barbaridad del hecho: que existan seres en el mundo capaces de atentar contra inocentes con tal de derrocar a un gobierno. Nosotros, mis hermanos y yo, no pudimos compartir los momentos más importantes de nuestra vida con una madre. Si no hubo más dolor y más muertos fue por su actuación valiente. Eso es lo único que me reconforta.

Sé que mi caso no es único. Conocí a una persona que también perdió a un familiar muy querido en la voladura del avión de Barbados. Ese otro crimen ocurrió el mismo año del asesinato de mi madre. Su familia, como la mía, vive unida por una gran ausencia. A veces las palabras no alcanzan para trasmitir el dolor que uno lleva metido dentro para siempre. Yo he vivido más años que los que alcanzó a vivir mi madre y mis hermanos también y todavía no conseguimos reponernos de todo.

Sí, siempre he pensado que soy una persona diferente a la que pudiera haber sido. Pero estoy orgullosa de mi madre. Y las virtudes que pueda tener relacionadas con su ejemplo las guardo bien dentro de mí, como si realmente ella siguiera viva por mi intermedio, mirándome desde Portugal con un clavel rojo entre sus manos.

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