jueves, 17 de mayo de 2012

Mercaderes huérfanos

La Habana Vieja de noche. Foto: Roland Krebs/Flickr.

La Habana Vieja de noche. Foto: Roland Krebs/Flickr.

Diez de la noche. Esquina de Prado y Neptuno. Día de las madres. La Habana, con el encanto de las verdaderas ciudades, es a esa hora un hervidero de paseantes, turistas, borrachos, aburridos y gente que se le hizo demasiado tarde. La esquina por la que se paseaba hace cincuenta años una engañadora ahora es un punto de taxis con destino al Vedado y un poco más allá.
Un joven y su madre se acercan desde el Capitolio. Sus caras satisfechas reflejan un domingo agradable de buena comida y mejor compañía. Se suman al tumulto que espera ansioso un carro en funciones de taxi. Cuando finalmente aparece alguno se materializan, de la nada, cuatro hombres voceando a todo tren.
“¡Arriba hasta el Coppelia, a veinte pesos!” El joven los mira con cara interrogante, piensa que escuchó mal. “¡Vamos, a veinte pesos hasta el Coppelia!” repiten para sacarlo de dudas.
“¿Están locos? Eso es un abuso” comenta molesta una señora. “Eso es un descaro de ellos, los boteros* no están cobrando más”.
Los cuatro hombres se mueven con un fajo de billetes en cada mano, rápidos, seguros, dueños de la calle. Agresivos, se abalanzan sobre los taxis y exigen su impuesto a los choferes. Un par de policías viene bajando desde el Parque Central hacia Prado y Neptuno. Los voceadores los llaman. Se saludan afectuosamente, como amigos de quién sabe dónde.
Ya no es suficiente la angustia que significa tomar taxis criollos en los que nunca podrás elegir la ruta. Ya no basta la pugna más o menos explícita de los potenciales viajeros por abordar esas reproducciones a escala de los autobuses atestados. Ahora también es necesario estar a merced de la avaricia de unos pobres diablos que lucran aprovechando el aumento y desesperación de los viajantes en un día festivo.
El joven, decide moverse hacia Prado con su madre; salir del tumulto y de los gritos de los mandones. Allí los carros no paran, o lo hacen cautelosos, como si temieran algo inconfesable.
Intenta llamar la atención de los boteros. Hace el típico gesto de quién busca un taxi, pero nada. Grita débilmente, porque nunca ha sabido gritar, pero nada. Después de un tiempo infinito, un taxista o un dios caritativo se apiada de él y la madre que lo acompaña. Se abalanza sobre un Chevrolet desvencijado, como otros que no tienen o no quieren pagar el doble de la tarifa habitual para provecho de unos pillos.
Apenas arranca el carro, uno de los policías lo detiene. El chofer se baja, molesto pero con la calma que le dan sus años de experiencia. El joven intenta desentrañar a través del retrovisor lo que conversan, pero las luces de estas calles macilentas solo permiten sospechar, inventarse diálogos. El chofer entrega sus documentos, altanero; el policía, humildemente, se los devuelve tras una breve inspección.
El taxista monta nuevamente en el carro. Arranca. Atrás queda el caos, una esquina inenarrable y unos delincuentes grises, impunes, huérfanos.
*Botero: Se le llama en Cuba  a quienes trasladan pasajeros en automóviles de alquiler o particulares, en ruta fija o en trayectos diferentes.
(Tomado de El Microwave)

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