Ni intentaré que esta nota aparezca en lo que pueda considerarse un órgano cubano.
Los enemigos de Cuba, y del afán socialista mantenido en ella,
manipulan aviesamente la idea de que todo lo que se publique aquí tiene
carácter oficial y, por tanto, ha sido dictado o permitido por sus
instituciones políticas. Si un ciudadano de Marte se expresara, emitiría
nada más la opinión de un marciano, o de un ser sin gentilicio; pero lo
dicho por alguien de Cuba los medios dominantes lo presentan como una
declaración de este país o una manifestación contra su gobierno. En la
más “neutral” de las interpretaciones hechas con semejante rasero, se
diría que eso es lo que piensan los cubanos. Pero el presente artículo es una confesión estrictamente personal.
Entre las cosas que más claramente pueden verse en estos días, una
sobresale: si a alguien preocupa o molesta la visita del papa Benedicto
XVI a Cuba es a los enemigos de la Revolución Cubana, no a las
autoridades de este país, que con visible resolución lo acogerán, y
promueven que se le reciba no solo con el debido respeto, sino incluso
con afecto. A la vista está, construido al pie del monumento a José
Martí en la Plaza de la Revolución que lleva su nombre, una arcada
temporal que, además de mostrar respeto al visitante, lo protegerá del
fuerte sol caribeño, que ya a las 9 de la mañana provocará por estas
fechas, y casi en todo el año, lo que los campesinos cubanos decían —o
tal vez aún digan— que equivale a “ver a Dios por la boca de un güiro”.
Es una expresión que, aparte de no representar falta de respeto, sugiere
recordar algo que Antonio Machado puso en boca de Juan de Mairena,
quien se refiere a un sitio donde lo popular es el ateísmo, pero hace
una generalización en la cual este se ve desbordado: “La blasfemia forma
parte de la religión popular. Desconfiad de un pueblo donde no se
blasfema”.
Dejemos a un lado el llamamiento a sentir afecto, opción que debe
decidir cada quien según su conciencia y sus nociones manden, y que en
este caso se solicita para agasajar al representante máximo de un credo
religioso y jefe de un Estado tan terrenal como cualquier otro, no
sencillamente a un octogenario. Esa edad la han alcanzado y alcanzarán
personas de muy diversas cualidades: algunos, digamos, habrán tenido
propensiones fascistas en la juventud; y hay quienes llegan a la vejez
encarnando el fascismo y otras formas de lo peor. Concentrémonos, pues,
en el respeto que instituciones cubanas rectoras piden para el papa. Sin
detenernos a considerar que tratamientos como Santo Padre, Su Santidad y
Sumo Pontífice, y Santa Sede, se sienten naturales en los seguidores de
la fe correspondiente, o cuando se emplean por razones de Estado,
resulta ostensible que ese respeto no lo observan algunos de los
enemigos de la Revolución Cubana que se supeditan al gobierno de los
Estados Unidos. No los ha cegado Dios, cree un ateo: se han cegado a sí
mismos.
Si Cuba se negara a recibir al jefe del Vaticano y magno
representante institucional de la fe católica, sería acusada de
sectarismo atroz. Daría lugar a que se reclamasen contra ella las
condenas “morales” y acciones prácticas no orquestadas contra el jefe de
un imperio que emplea el crédito del Premio Nobel de la Paz para
desencadenar guerras genocidas. Quienes promoverían o promueven acciones
anticubanas, ¿condenan acaso al gobierno que en Chile —donde aún
resopla el fantasma de un monstruo octogenario transfigurado de cruel
dictador en Senador Vitalicio— reprime brutalmente manifestaciones
estudiantiles mientras en Cuba los preparativos de la visita del papa
denotan incluso tonos de cordialidad que llegan a lo festivo?
Esos son detalles para meditar, y también cabe pensar en otras
dimensiones de la realidad asociada a la visita del papa. El mismo
editorial con que el pasado 12 de marzo el diario Granma
recordó la que hizo Juan Pablo II catorce años atrás, adelantó que “el
pueblo cubano recibirá el próximo lunes 26 de marzo, con afecto y
respeto, al papa Benedicto XVI, Sumo Pontífice de la Iglesia Católica y
Jefe del Estado de la Ciudad del Vaticano”, y precisó otros hechos.
El editorial apuntó asimismo que “Su Santidad conocerá a un pueblo
seguro en sus convicciones, noble, instruido, ecuánime y organizado, que
defiende la verdad y escucha con respeto”. En las convicciones del
pueblo cubano, como en las del conjunto de la humanidad, las hay muy
diversas en cuanto a creencias religiosas, haciendo honor no pocas veces
al “todo mezclado” que cantó Nicolás Guillén. Incluso algunos
compatriotas, defensores de la Revolución y vinculados a credos como el
que profesó el digno estadounidense Lucius Walker, pueden no ver con
agrado —o ya lo hacen saber de algún modo— la relevancia dada al
representante de una religión en particular: en este caso, la de una
jerarquía que ha mantenido como patrimonio propio el vocablo católico, marcado etimológicamente por su equivalencia a universal; y dio por sentado que ella representa a la Iglesia, mientras los demás creyentes cristianos debían resignarse a formar sectas.
Pudiera pensarse que todo eso quedó en el pasado, pero algunas
evidencias sugieren lo contrario. Al día siguiente de publicado el
editorial de Granma, compareció ante la televisión cubana el
cardenal Jaime Ortega Alamino, de quien algo hay que no podrá ignorarse
ni minimizarse: su condición de representante de la Iglesia Católica.
Como al escribir esta nota no he hallado una edición de sus palabras
autorizada por él o por la institución a la que da voz, prefiero citarlo
de memoria, con absoluta voluntad de honradez.
Durante cerca de media hora Ortega Alamino expuso su visión sobre la
visita del papa, quien —dijo— vendrá a reevangelizarnos, como peregrino
de la caridad, cuando se celebran, puntualicemos, los cuatrocientos años
del hallazgo de la estatuilla identificada como imagen de la Virgen de
la Caridad del Cobre, patrona de todos los cubanos, quienes la asumen de
acuerdo con sus convicciones personales, ateísmo incluido. Pero Ortega
puede hablar en nombre de quienes honrada y sinceramente profesan la fe
católica y necesitan o desean ser ratificados en ella. No representa a
la totalidad de un pueblo de firmes convicciones, de religiosidad
diversa y, al parecer, no caracterizado precisamente por abrazar en su
mayoría el catolicismo en términos de ortodoxia. Por tono y contexto, el
mensaje del cardenal podría entenderse como alusivo a una reconquista
de Cuba por vía evangélica.
Según el cardenal cubano, el papa viene a cumplir el mandato de Jesús
a Simón/Pedro: “Apacienta a mis ovejas”. Si se recibe esa parábola en
el sentido bíblico, traducible libremente como “nutre a mis seguidores
con la fe que defiendo”, habrá un gran número de hijos e hijas de Cuba
que no esperarán ni recibirán para sí la prédica del ilustre visitante.
Otra cosa es cultivar valores éticos y espirituales que abrazan y
necesitan abrazar como convicción propia seres humanos de diferentes
creencias, o ateos —no creyentes son las piedras—, y que de distintas
maneras están en el núcleo de las aspiraciones gracias a las cuales
diversas religiones han ganado adeptos y seguidores. No se habla aquí ni
de extremos ni de fanatismos de ninguna índole, con posible presencia
también en las concepciones ateas. Para ahorrar comentarios, remito a
“Espiritualidad vs. pragmatismo y otras yerbas afines”, onceno artículo de la serie “Detalles en el órgano”, que apareció en Cubarte y reprodujeron Rebelión y otras publicaciones.
No toda la población cubana debe considerarse —no lo es— parte del
rebaño que puede el papa apacentar. Por cierto, el eco fonético por el
que apacienta pudiera hacer que se pensara en paciencia,
no es lo más asociable a los afanes de un pueblo urgido de cambios que
debe acometer y cumplir soberanamente, con impaciencia si es preciso, y
sin perder su camino de nación aplicada a lograr la justicia social que
aún no ha conseguido comarca humana alguna. Y, si de paz se tratase, esa
es una voluntad que el pueblo cubano abraza con la pasión con que la
cultivó el José Martí, quien, sobre todo desde el espíritu de la patria,
no solo desde el mármol de la Plaza de la Revolución, sigue enseñando a
amar la paz sin ignorar cuán ineludible puede resultar la guerra necesaria para defender libertad, dignidad, justicia.
El cardenal Ortega, según sus propias palabras, parece sentirse
representante de “la gran civilización occidental”, creada —dice— por la
mezcla de fe y razón. Habría que ver el papel que junto a estas
desempeñaron en la fragua de dicha civilización otros recursos menudos,
como la esclavitud y el capitalismo, que llega a nuestros días y ha
encontrado formas de esclavizar por vía económica a una inmensa cifra de
los que también podrían llamarse “ciervos de Dios”, y que aspiran a no
ser siervos de nadie. ¿Forma parte nuestra América de la gran
civilización occidental, como la han llamado sus ideólogos y otros
repiten? Apúntese apenas con esta pregunta un tema que da para tratados.
A Ortega lo preocupa —con razón, y con su fe— que el sentirse dueño
de una verdad absoluta conduzca a los tortuosos e indeseables caminos
del totalitarismo. Hombre inteligente e instruido, sabrá bien hasta qué
punto los totalitarios imperios conquistadores y esclavistas pusieron de
su lado a las jerarquías religiosas. Pero ¡qué difícil es zafarse de la
idea de que la idea que uno defiende es la Idea! Según el
cardenal, el exprofesor de teología y actual papa no es solamente un
sabio y el representante mayor, Sumo Pontífice, de la Iglesia Católica:
es también el guardián de la verdad.
Está bien que lo diga como representante de la verdad que
—aceptémoslo— el papa representa, no de la verdad humana en su conjunto,
o verdades humanas. Pero la forma como quedó en el aire lo dicho por el
eminente prelado, hizo a este articulista recordar lo que sostuvo en un
acto público, en un país de nuestra América, un obispo de la misma
religión que Ortega: al mundo le urge establecer algo así como un reino
del bien que ponga a todas las naciones bajo el mando de la Iglesia
Católica. Por semejante senda, el papa vendría a ser un emperador
divino. Afortunadamente, ni eso parece ya posible a estas alturas, y es
de suponer que tal ambición no sea atribuible ni al cardenal cubano ni
al papa cuyo viaje a Cuba es ya inminente.
Ejerzo el derecho —que a nadie ha de ocurrírsele negarme— y el deber
de expresar estas ideas en un artículo que no intenta agotar el tema ni,
mucho menos, decir la última palabra. No estaría bien propiciar que los
enemigos de la Revolución Cubana, ni —mucho menos aún— posibles amigos
de esta desorientados en la distancia por la tenaz campaña
desinformativa y calumniosa contra Cuba, hallen razones para pensar que
este país se ha convertido en un rebaño a la espera de que el papa venga
a apacentarlo evangélicamente, a recuperarlo ideológicamente
para su vuelta a rediles de los que se había extraviado. Y si nuestros
enemigos podrían manipularlo, nuestros amigos confundidos pudieran
malentender el entusiasmo afectuoso con que los integrantes del pueblo
cubano —tengan el creo religioso que tengan, o sean ateos— se preparan
para recibir al papa.
En especial, a los enemigos les complacería manipular tanto el
oficialismo que con razón o sin ella endilgan a todo cuanto se hace y se
dice en Cuba —atribución que a menudo conviene a los intereses del
Imperio y sus servidores— como lo que algunos consideran que es la
mezcla de sentimentalidad latina y embullo caribeño afincada en el
comportamiento del pueblo cubano. Los afanes de malvada manipulación
pueden además hallar un asidero en la imagen de unanimidad mal
entendida, o falsa, contra la cual se ha pronunciado fundadamente la
dirección del país.
Ese pronunciamiento forma parte de la convocatoria a lograr cambios
de mentalidad necesarios, que no implican hacer en el terreno del
pensamiento, de la ideología, lo que en la lengua popular cubana
significa cambiar de palo pa rumba, ni dar carta de crédito a
una tendencia que se nos atribuye, como otras se dan por válidas para
caracterizar tópicamente a otros pueblos: o no llegamos, o nos pasamos.
Ciertos lugares comunes merecen estrellarse, y merecemos hacer que se
estrellen, contra la realidad de un pueblo que llegó al triunfo de una Revolución justiciera llamada a perfeccionarse para garantizar la permanencia de sus logros.
Contra esos logros se erigen muchos obstáculos. Entre los externos
ninguno es más poderoso y criminal que el bloqueo con que durante más de
medio siglo el gobierno de los Estados Unidos ha intentado asfixiar a
la Revolución, causando penurias al pueblo que la ha hecho y defendido.
Tal realidad no puede pasar inadvertida para personas honradas ni para
instituciones sensatas en el planeta. El bloqueo lo repudió Juan Pablo
II —quien también promovió autocríticas de su iglesia por excesos
cometidos en siglos anteriores— y lo ha desaprobado recientemente, una
vez más, la institución llamada Santa Sede.
Portavoz del Vaticano, el sacerdote Federico Lombardi acaba de
declarar, según una noticia ampliamente difundida en Cuba, lo siguiente:
“La Santa Sede considera que el embargo es algo que hace que las
personas sufran las consecuencias. No logra el objetivo de un bien
mayor”. Esa declaración pudiera servir para que el papa se sienta libre
de la necesidad de condenar el bloqueo durante su visita a Cuba. Así
conseguiría el “equilibrio”, la “equidistancia” necesaria para no tener
que reaccionar frente a grupúsculos que, sirviendo al gobierno de los
Estados Unidos, han intentado crear disturbios para afear el ambiente de
cordialidad que las autoridades del país anfitrión y las vaticanas han
procurado, y seguramente conseguirán, para la visita del papa.
Aun así, las palabras de Lombardi merecen un mínimo detenimiento. Está claro que el bloqueo —lo llama embargo,
en lo cual coincide, por lo menos a nivel de lenguaje, con el gobierno
estadounidense y con la prensa que le sirve a este— “hace que las
personas sufran las consecuencias”. También las sufren el gobierno
cubano y las organizaciones que con él comparten la responsabilidad de
mantener la marcha justiciera de la Revolución contra la cual se
mantiene el bloqueo imperialista. Pero eso tal vez no sea lo más
significativo de lo dicho —según la noticia— por Lombardi, quien asegura
que el embargo, o sea, el bloqueo, “no logra el objetivo de un bien
mayor”. ¿Es que acaso el funcionario del Vaticano cree que el bloqueo
tiene “el objetivo de un bien mayor” para Cuba? ¿Pensará que busca otra
cosa fuera de reuncirla como rebaño manso a los designios del imperio?
¡Aparten de nosotros ese cáliz!
Vienen a la memoria unos apuntes de José Martí motivados por el
anuncio de visita a América del papa León XIII, cuya ejecutoria al
frente del Vaticano hace recordar la gestión de Juan Pablo II y otros
representantes de esa jerarquía, entre ellos el hoy Benedicto XVI, en el
intento de frenar los ímpetus de la teología de la liberación. Los
tiempos han cambiado de Martí para acá, pero no tanto como para que el
mundo sea otro: otro sí es el mundo posible que la humanidad necesita
para poder seguir viviendo y llegar a ser plenamente digna, lo que será
imposible si no triunfa en la tierra la cordialidad que asegure a las
verdades una multilateral, justa y eficaz defensa, no necesariamente
desde sitios suntuosos.
Los aludidos apuntes de Martí, identificado con el sentido ético y la
voluntad de sacrificio del cristianismo originario, se leen en el tomo
19 de sus Obras completas hoy vigentes, las mismas que en el 14
y en el 15 contienen crónicas donde él abordó y repudió asuntos como
los rejuegos políticos del Vaticano con potencias europeas. El autor de
esos textos, y de tantos otros, tuvo una religiosidad personalísima, se
solidarizó con sacerdotes que hacían causa común con los pobres y en
general con la justicia —por lo que alguno de ellos sufrió la reprimenda
de su jerarquía— y veneró al fundador sacerdote católico Félix Varela,
como por propia convicción ha hecho históricamente el pueblo cubano.
Al comentar en aquellos apuntes el anuncio de visita a América del
entonces jefe del Vaticano, Martí estampó criterios que también se deben
tener presentes. “La Iglesia es astuta”, escribió, por ejemplo,
refiriéndose a los manejos de esta para adaptarse y seguir influyendo
entre las viejas y nuevas clases dominantes, o en pugna por serlo, y
añadió: “para vencerla en esta astuta actitud no basta probar que erró
en otros tiempos, de que ella con gran sabiduría no parece ahora querer
acordarse,—sino que yerra en lo que ahora dice”, y punteó argumentos al
respecto.
Quede la referencia a Martí no para empañar en modo alguno —ni
hacerlo estaría al alcance de un simple artículo— el buen ambiente que
debe caracterizar la estancia de Benedicto XVI en Cuba, una estancia
que, dato nada baladí, desde que se anunció ha producido rabia y hasta
intemperancia en enemigos de la Revolución Cubana. Los seres humanos
deseosos de que triunfen la justicia y la decencia deben marchar juntos,
sin vendas de ningún tipo, y sin renunciar a lo que el propio Martí
llamó, y así lo personificó, el ejercicio del criterio. ¡Amén!
Luis Toledo Sande
La Habana, domingo 18 de marzo de 2012
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