I
El miniaturista se
inclina, una vez más,
sobre el códice. Acaba
de alisar la hoja de
pergamino con una piedra
pómez. El ventanal a su
izquierda chorrea una
luz que salpica la
página. A fin de
cuentas, de eso se
trata: iluminar el
libro. En la parte
superior, dos ejércitos
se baten en campo
abierto. La caballería
francesa, a las órdenes
del rey Juan II el Bueno
—quien sería prisionero
poco después—, cae
masacrada bajo los
silbidos de las flechas
inglesas. A la
izquierda, un ojo
cerrado, se ven los
arqueros del Príncipe
Negro. Al fondo,
contemplando con la
impasibilidad de las
piedras, la ciudad de
Poitiers.
Pero la ilustración ya
está terminada, la tinta
roja, esa que representa
la sangre de los
franceses, se ha secado.
Ahora el miniaturista
retoca los márgenes. Con
pulso certero y nariz
encogida, repasa el
color en las hojas
abigarradas que
contienen la página.
Allá, a la derecha,
vuelve a trazar con
tinta de oro las tres
flores de lis sobre el
escudo que sostiene el
mono. Luego, un poco más
abajo, realza el negro
en la pica de aquel
hombre con el cuerno de
caza. Para terminar,
destaca otros dos
cuernos, los del venado
sobre el que acaban de
abalanzarse los perros.
Tan anónimos como los
miles de soldados que se
acuchillaron en las
afueras de Poitiers,
cada uno de estos trazos
ayudarán a que, siglos
más tarde, los
estudiosos logren
compilar las Crónicas,
de Jean Froissart,
seguros de dónde
comenzaban los pasajes
más importantes. El
método, fácil: dejarse
guiar por las
ilustraciones.
II
El libro ilustrado más
antiguo de que se tenga
noticia fue hecho en
Egipto, cerca de los dos
mil antes de Cristo.
Luego, han variado los
soportes y las técnicas:
papiro, pergamino, papel
vitela, matrices de
madera, planchas de
metal, tinta grasa o
impresora láser. Solo
hay algo inmutable a lo
largo de los siglos: la
mano que los trabaja.
Esto intenta demostrar
Javier Zabala cuando
enseña, mediante
imágenes comparativas,
que los ilustradores
contemporáneos utilizan
muchos de los códigos
que alguna vez emplearon
los pintores más
renombrados de la
Historia del Arte. Su
tesis se acoda sobre
otra bastante manoseada:
seas piedra, carne o
idea, antes de ti, ya
hay alguien que se te
asemeja. Da igual que te
alumbre el sol o la
tinta, no eres nuevo.
Zabala lo sabe mejor que
nadie, pues enguanta una
de esas manos que, desde
el dos mil antes de
Cristo, iluminan libros.
Es Premio Nacional de
Ilustración en España y
también escritor, sus
libros se han traducido
a 15 idiomas, imparte
cursos, conferencias y
clases magistrales en
varios países, vive a
escasos metros de donde
comenzó el movimiento de
los indignados en Madrid
y, por si fuera poco, es
lo que llaman en su
tierra “un tío
simpático”.
En cuanto nos conocimos
prefirió entrar en
materia. Aunque, en
realidad, no había que
entrar en nada porque
nunca llegamos a salir
del todo. Solo debíamos
retomar la misma
conferencia que acababa
de dictar apenas unas
horas antes:
“Influencias de la
historia del arte en la
ilustración
contemporánea”. Me
intrigaba el hecho de
que algunos pintores
como Picasso o Goya
ejercían mayor
influencia sobre los
ilustradores que otros
pintores también
reconocidos. ¿A qué se
debía esto? ¿Tendría que
ver con la fuerza de sus
personalidades
artísticas o porque sus
códigos estilísticos se
avienen más con aquello
que busca la
ilustración?
“Es una pregunta difícil
—respondió—. Me parece
que el porqué de la
influencia de Picasso es
bastante claro, pues su
mundo estaba muy
relacionado con el niño.
Lo mismo sucede con Paul
Klee o Miró o el Art
Brut. Ahí se puede
ver una relación obvia,
lógica”.
Luego se interroga:
“¿Por qué Goya? Bueno,
creo que simplemente por
la tradición española
que influye a un
ilustrador español.
Igual que Orozco puede
influenciar a un
mexicano o Munch a un
noruego. No sé, como es
algo que tienes muy
cercano culturalmente,
es más fácil que te
seduzca. Pongamos, por
ejemplo, las
ilustraciones que hizo
Pablo Auladell a los
Episodios Nacionales,
de Benito Pérez Galdós,
estos hablan de una
época en la que Goya era
contemporáneo, por tanto
ahí tiene una lógica
bastante aplastante.
Pero José Gutiérrez
Solana, otro de los que
marcó la obra de
Auladell, era, a su vez,
un influenciado por
Goya. Entonces, esto
normalmente está mucho
más imbricado de lo que
parece”.
Francisco de Goya y
Lucientes, el
caprichoso. Si el sueño
que le sucede a la razón
atormenta, saca a los
demonios y produce, en
fin, monstruos; los
Caprichos del genio
dejan el escozor
incómodo del sarcasmo.
Goya se burla, entre
dientes, de nuestra
vanidad, estupidez e
ignorancia. Pero también
observó la muerte tal
como es: áspera y sin
colores, visión que
garabateó en su serie
Desastres de la guerra,
donde hasta las mujeres
disparan cañones y
apuñalan al soldado
francés que quiere
poseerlas a la fuerza,
donde los cadáveres se
amontonan y la sangre de
los fusilados todavía no
es roja. Y también están
los toros, desde luego,
lanceados por el Cid,
Carlos V o el moro Gazul.
Es evidente que los
grabados y las
litografías de Goya
influenciarían a
cualquiera, sea español
o no.
Sin embargo, hay algo
más. Algo que va más
allá de la
idiosincrasia, la
tradición o las venas.
Tiene que ver con el
estilo, la línea formal
que sigue el artista y
el tipo de trabajo al
que se enfrenta el
ilustrador. Pero también
con el carácter, la
maestría y la fuerza del
pulso de cada uno.
“En mi caso —explica
Zabala—, se ha dicho que
Miguel Barceló me
influenció, algo que yo
dudo. Lo que sucede es
que, analizando mi
trabajo, mi vida, yo he
tomado mucho de un
maestro polaco que tuve,
que a su vez bebió de
las vanguardias igual
que Barceló”.
“Creo que esto tiene que
ver con muchas cosas
—concluye—, con nuestro
carácter, con cómo has
vivido, cuántos besos
has recibido, cuántas
tortas te han dado —se
ríe—, todo eso que
conforma la personalidad
de uno y que se
transmite gráfica o
literariamente. Lo que
sucede es que en esta
profesión esas cosas se
notan mucho, las usamos
para trabajar”.
III
Alonso Quijano ha
perdido la razón.
Llenósele la fantasía
irremediablemente con
todo aquello que ha
leído en los libros. La
boca enjuta enseña los
dientes bajo el
mostacho. En una mano,
la espada; en la otra,
el motivo de su locura.
La habitación: apiñada
de dragones, castillos,
damiselas y caballeros
andantes.
No sería este el único
clásico que ilustrase
Gustave Doré. Pero, sin
duda, fue uno de los
mejores. Estatus nada
desdeñable si se tiene
en cuenta que fue un
hombre absolutamente
obsesionado con el
trabajo, cuya producción
incluye grabados para la
Divina comedia,
La Tempestad, de
Shakespeare; el
Paraíso perdido, de
John Milton; las
Fábulas, de La
Fontaine; El Cuervo,
de Edgar Allan Poe o
La Biblia. Durante
el XIX, además, un siglo
en el que la ilustración
estaba en boga.
Hoy, aunque vivamos en
el mundo de la imagen,
ya no se hacen dibujos
así. El arte de la
ilustración ha cambiado
tanto, que uno podría
llegar a pensar en
períodos estilísticos,
como sucede con la
pintura. En lugar de
esto, Zabala prefiere
hablar de escuelas:
“Por ejemplo, yo hablaba
hoy de la Escuela del
Este —me recuerda—. ¿Se
puede hablar de una
Escuela del Este de
Europa? ¿Sí? ¿Por qué?
Bueno, hay quien dirá
que no, pero creo que
sí, porque tenían
comportamientos gráficos
comunes aunque su
trabajo individual fuera
distinto. Siempre
coincidieron en ciertas
atmósferas, en el gusto
por el paisaje, en
transmitir más
sensibilidad que ideas,
el personaje no era tan
importante”.
Y vuelve a preguntar:
“¿En la Europa
Occidental se puede
decir que hay escuelas?
Bueno, hay una escuela
inglesa que tiene una
larga tradición. Está
directamente relacionada
con las Arts & Crafts,
aquello que sucedió en
Inglaterra cuando las
artes y la industria se
unieron. Lo que propició
que los periódicos se
editaran con más
calidad, se incrementara
el uso del color y
aparecieran muchas
figuras importantes que
aún hoy lo siguen
siendo”.
Pero va incluso más
allá. Me explica que, en
realidad, más que
escuelas puede hablarse
de los antecedentes de
cada cual. Asegura que
es posible tomar el
trabajo de un ilustrador
y seguirle el rastro
hasta las raíces, como
un árbol genealógico.
“Hay ilustradores que
han tomado de otros
ilustradores —agrega—,
pero creo que los que
tienen mayor calado son
aquellos que se han
acercado a artistas más
globales”.
IV
El verbofílico señor
Jingle, cuenta la
historia de su pointer,
un perro brillante como
pocos. Allí se le puede
ver, escopeta al hombro
y sombrero ladeado,
mientras el animal, con
la pata y el hocico
levantados, le señala el
cartel que hay a la
entrada del coto de
caza: “El guarda tiene
orden de disparar a
todos los perros que
entren a este vedado”.
La relación entre el
ilustrador Robert
Seymour, el editor
William Hall y el
escritor Charles Dickens
fue tensa desde el
principio. El dibujante
quería que el personaje
principal de aquella
comedia por entregas
fuese alto y enjuto, a
lo Don Quijote. Mientras
Hall prefería a un viejo
regordete. Además, a
Seymour le molestaba que
un autor poco
reconocido, como era
Dickens en ese momento,
se apartara con tanta
frecuencia del proyecto
original: una caricatura
de escenas deportivas,
para dejarse llevar por
su imaginación hasta las
situaciones más
ridículas.
Todo terminó de manera
abrupta, cuando Seymour,
nervios de punta, se
pegó un tiro en la sien.
Contratiempo que hubo de
ser solucionado con los
servicios de otro
dibujante: Hablôt K.
Browne —solía firmar
como Phiz—, quien
acabaría, por fin, las
ilustraciones de Los
papeles póstumos del
Club Pickwick. Por
suerte para Zabala, hoy,
las contradicciones
entre editores,
escritores e
ilustradores no suelen
terminar así. De hecho,
el criterio del
ilustrador, como
artista, es mucho más
valorado y tiene mayor
libertad en el momento
de la creación:
“Si hay algo que ha
cambiado en los últimos
diez años es que la
independencia creativa
del ilustrador ha
crecido de una manera
exponencial —opina—. Hay
editores a los que les
entrego el libro y ya
está. Puede ser que te
señalen algo, como me
sucedió el otro día con
un editor con el que
siempre he trabajado
estupendamente: tenía
prisa por acabar la
cubierta porque venía
para acá, la terminé y
se la mandé a las cuatro
de la mañana. Luego me
llamó y me dijo: ‘Esa
cubierta es un poco
fuerte, es muy bonita,
pero un poco fuerte’. Se
trata de un editor, por
tanto, le interesa
vender libros. Recuerdo
que la rehíce un poco
porque me pareció lógica
su observación. Cuando
volví a verla pensé: ‘Es
cierto, este gato parece
un fantasma’. Y es que
hay que respetar el
punto de vista del
editor porque a uno
también le interesa que
los libros se vendan.
Pero, eso sí, sin perder
tu signo gráfico”.
“Aunque la libertad es
algo que siempre te
tienes que currar
—asegura—, ya sea con
editores grandes o
pequeños. Incluso en mi
caso, que ya tengo un
recorrido que quizá un
ilustrador joven no
posee. Pero igual, los
jovencitos de ahora
tienen un punto soberbio
que me encanta. Porque
tienen la capacidad de
ir a donde quieran,
viajan mucho, al menos
en Europa. Viven en
distintos países, se
nutren de distintas
culturas, conocen a
muchos tipos de
editores. Entonces eso
les da la capacidad de
hacer lo que les gusta.
Ya no es como antes, que
había que ir con un
editor y adaptarse a él
porque era el estilo de
esa casa. Ahora no, uno
hace el trabajo y busca
al editor después, aquel
que se adapte a uno. Ese
es un abanico de
libertad que antes no
existía”.
V
La barca se tambalea. El
monje con hábito
franciscano, canta. La
monja frente a él,
acompaña con el laúd. La
otra hermana se inclina
para socorrer al
borracho con cara
rubicunda, acurrucado en
la proa del bote. En el
extremo opuesto, otro
borracho echa las tripas
por la borda. Tanto él,
como el campesino que se
dispone, cuchillo en
mano, a arrancar el
ganso del mástil,
simbolizan la gula. En
el agua, un hombre se
aferra a la balsa y otro
acerca un cuenco
sediento de vino. La
jarra metálica que lo
contiene y el plato
salpicado de cerezas,
aluden a la lujuria. La
figura del bufón, que
bebe encorvado sobre una
de las ramas, hace
alegoría al ambiente
licencioso del grupo. El
libro: Elogio de la
locura.
Quizá a Hyeronimus
Bosch, el Bosco, tan
católico y temeroso de
Dios, no le hubiese
agradado que tomasen su
Nave de los locos
para ilustrar el libro
de Erasmo de Rotterdam.
Un hombre que, por mucho
que lo negara, fue
vinculado en varias
ocasiones con la Reforma
protestante e, incluso,
algunos llegaron a
llamarle su padre,
inspirador directo de
Martín Lutero. Con
quien, por demás,
polemizó.
Pero, en este caso, el
Bosco no pudo elegir.
Sería interesante
comprobar qué sucede
cuando a un dibujante le
toca ilustrar un texto
con el que no está de
acuerdo.
“Si a mí me dan un libro
que tiene un discurso
ideológico fuerte que no
va conmigo —comenta
Zabala—, yo no lo
acepto. Por ejemplo, una
vez, cuando estaba
empezando, fue a verme
alguien porque quería
que le ilustrara La
vida de Monseñor Escrivá
de Balaguer, que
tiene un pozo
ideológico, católico,
que a mí no me gusta”
—asiento
comprensivamente,
Josemaría Escrivá de
Balaguer: sacerdote
español, fundador del
Opus Dei.
“No por el hecho de que
sea un texto religioso
—continúa—, porque yo
puedo ilustrar la
Biblia, lo disfruto y me
parece estupendo, es una
historia increíble. Pero
aquel libro tenía ya un
punto político que no
comparto, entonces lo
rechacé sin pestañear,
es algo que ni siquiera
tienes que pensarte
mucho”.
Por otra parte, aunque
el resultado final sea
un solo producto
comunicativo, conformado
por dos lenguajes que
van en paralelo y se
entrelazan, Zabala cree
que lo que escribe el
escritor es
exclusivamente su
responsabilidad y lo que
él como ilustrador hace,
es cosa suya:
“Gráficamente, la imagen
es muy potente, puedes
hacer propaganda
política, cultural,
religiosa, ideológica,
la que quieras. Pero en
libros infantiles en
realidad eso no suele
ocurrir, porque no tiene
cabida lógica, a un niño
le importa tres narices
la política. Pero sí que
puedes hablarle de temas
complejos como la
muerte, que para los
niños es importante y
difícil, o la
homosexualidad, o el
divorcio, temas que los
afectan directamente y
que alguna vez fueron
tabú pero ya no”.
A pesar de esto, Zabala
me comenta sobre el caso
de Maus, la
historieta del
norteamericano Art
Spiegelman. Un cómic
bastante político. El
argumento trata sobre
los campos de exterminio
alemanes, donde los
ratones, con caras
asustadas y ojos
húmedos, simbolizan a
los judíos y los gatos,
obviamente, son nazis.
Spiegelman —de quien se
dice que escribe
historias con fines
terapéuticos, para
mantener las crisis
nerviosas a raya—, se
basó en su propia
familia, pues sus
padres, judíos polacos,
fueron sobrevivientes de
Auschwitz. “En esos
casos depende del autor,
que quiera meterse o no
en un tema como ese”, me
explica Zabala.
VI
Y, como en casi todas
las historias, volvemos,
una vez más, al
principio. Cerramos el
círculo con aquel oscuro
miniaturista que,
encorvado sobre su mesa,
saturado de papeles,
reglas, piedras pómez y
plumas de ganso, da luz.
Ya sea en un anónimo
monasterio, una angosta
buhardilla o a la sombra
de los pintores de moda,
la figura del ilustrador
siempre ha sido un poco
marginada. Zabala cree
que, a pesar de que la
ilustración
contemporánea ha ganado
en autonomía, todavía se
sigue viendo como una
hija bastarda de la
pintura. Por eso insiste
en que debe intentar ser
más autorreferencial y
desligarse de códigos
externos. Se trata, en
fin, de que el
ilustrador crea en la
importancia de lo que
hace, en la legitimidad
que de por sí tiene su
arte, sin necesidad de
tomarla a préstamo de
otras manifestaciones.
“En esta sociedad en que
vivimos siempre tenemos
que etiquetarlo todo,
clasificarlo —añade—.
Entonces, un ilustrador
que además de libros
hace escenografías,
carteles, cómics, una
serie de grabados o,
incluso, pinta cuadros.
¿Qué es eso? Ahora le
han puesto el nombre de
artista gráfico, que es
un término un poco
estúpido en realidad,
pero me da igual. Creo
que lo que tiene que
hacer un ilustrador es
divertirse con lo que
hace, hacer los trabajos
con la mayor calidad
posible, que transmitan
sensibilidad, ideas y
demás. Conseguir cotos
de libertad para hacer
su trabajo. El hecho de
que un ilustrador no
tenga mucha fama me
parece bien, ¿sabes?
Porque no es necesaria
para nada. Hombre
—sonríe—, si la fama
viene asociada al dinero
no está mal, porque yo
no soy nada romántico.
Pero para trabajar no es
necesaria”.
Creo entender lo que
dice. La fama, aliada de
la vanidad, embota. Hace
falta mucha fortaleza o
ser un genio huraño y
sordo, como Goya, para
seguir creando nuevos
caminos después de las
adulaciones. Caminos
que, ya se sabe, no son
tan nuevos. Pero
conducen a verdades
idénticas por vías
alternativas. Y ese es
el punto: no a dónde
llegas, sino cómo. El
arte seguirá
preguntándose cosas
semejantes a las que
atormentaban al escriba
egipcio que ilustró el
primer papiro. El truco:
que cada trazo parezca
nuevo, diferente. De
forma tal que esa misma
interrogante, repetida
mil veces, suene
distinta.
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