miércoles, 9 de noviembre de 2011

Entrevista CON EL ILUSTRADOR JAVIER ZABALA

Luz de los libros
Abel Sánchez • La Habana

I
El miniaturista se inclina, una vez más, sobre el códice. Acaba de alisar la hoja de pergamino con una piedra pómez. El ventanal a su izquierda chorrea una luz que salpica la página. A fin de cuentas, de eso se trata: iluminar el libro. En la parte superior, dos ejércitos se baten en campo abierto. La caballería francesa, a las órdenes del rey Juan II el Bueno —quien sería prisionero poco después—, cae masacrada bajo los silbidos de las flechas inglesas. A la izquierda, un ojo cerrado, se ven los arqueros del Príncipe Negro. Al fondo, contemplando con la impasibilidad de las piedras, la ciudad de Poitiers.
Pero la ilustración ya está terminada, la tinta roja, esa que representa la sangre de los franceses, se ha secado. Ahora el miniaturista retoca los márgenes. Con pulso certero y nariz encogida, repasa el color en las hojas abigarradas que contienen la página. Allá, a la derecha, vuelve a trazar con tinta de oro las tres flores de lis sobre el escudo que sostiene el mono. Luego, un poco más abajo, realza el negro en la pica de aquel hombre con el cuerno de caza. Para terminar, destaca otros dos cuernos, los del venado sobre el que acaban de abalanzarse los perros.
Tan anónimos como los miles de soldados que se acuchillaron en las afueras de Poitiers, cada uno de estos trazos ayudarán a que, siglos más tarde, los estudiosos logren compilar las Crónicas, de Jean Froissart, seguros de dónde comenzaban los pasajes más importantes. El método, fácil: dejarse guiar por las ilustraciones.
II
El libro ilustrado más antiguo de que se tenga noticia fue hecho en Egipto, cerca de los dos mil antes de Cristo. Luego, han variado los soportes y las técnicas: papiro, pergamino, papel vitela, matrices de madera, planchas de metal, tinta grasa o impresora láser. Solo hay algo inmutable a lo largo de los siglos: la mano que los trabaja.
Esto intenta demostrar Javier Zabala cuando enseña, mediante imágenes comparativas, que los ilustradores contemporáneos utilizan muchos de los códigos que alguna vez emplearon los pintores más renombrados de la Historia del Arte. Su tesis se acoda sobre otra bastante manoseada: seas piedra, carne o idea, antes de ti, ya hay alguien que se te asemeja. Da igual que te alumbre el sol o la tinta, no eres nuevo.
Zabala lo sabe mejor que nadie, pues enguanta una de esas manos que, desde el dos mil antes de Cristo, iluminan libros. Es Premio Nacional de Ilustración en España y también escritor, sus libros se han traducido a 15 idiomas, imparte cursos, conferencias y clases magistrales en varios países, vive a escasos metros de donde comenzó el movimiento de los indignados en Madrid y, por si fuera poco, es lo que llaman en su tierra “un tío simpático”.
En cuanto nos conocimos prefirió entrar en materia. Aunque, en realidad, no había que entrar en nada porque nunca llegamos a salir del todo. Solo debíamos retomar la misma conferencia que acababa de dictar apenas unas horas antes: “Influencias de la historia del arte en la ilustración contemporánea”. Me intrigaba el hecho de que algunos pintores como Picasso o Goya ejercían mayor influencia sobre los ilustradores que otros pintores también reconocidos. ¿A qué se debía esto? ¿Tendría que ver con la fuerza de sus personalidades artísticas o porque sus códigos estilísticos se avienen más con aquello que busca la ilustración?
“Es una pregunta difícil —respondió—. Me parece que el porqué de la influencia de Picasso es bastante claro, pues su mundo estaba muy relacionado con el niño. Lo mismo sucede con Paul Klee o Miró o el Art Brut. Ahí se puede ver una relación obvia, lógica”.
Luego se interroga: “¿Por qué Goya? Bueno, creo que simplemente por la tradición española que influye a un ilustrador español. Igual que Orozco puede influenciar a un mexicano o Munch a un noruego. No sé, como es algo que tienes muy cercano culturalmente, es más fácil que te seduzca. Pongamos, por ejemplo, las ilustraciones que hizo Pablo Auladell a los Episodios Nacionales, de Benito Pérez Galdós, estos hablan de una época en la que Goya era contemporáneo, por tanto ahí tiene una lógica bastante aplastante. Pero José Gutiérrez Solana, otro de los que marcó la obra de Auladell, era, a su vez, un influenciado por Goya. Entonces, esto normalmente está mucho más imbricado de lo que parece”.
Francisco de Goya y Lucientes, el caprichoso. Si el sueño que le sucede a la razón atormenta, saca a los demonios y produce, en fin, monstruos; los Caprichos del genio dejan el escozor incómodo del sarcasmo. Goya se burla, entre dientes, de nuestra vanidad, estupidez e ignorancia. Pero también observó la muerte tal como es: áspera y sin colores, visión que garabateó en su serie Desastres de la guerra, donde hasta las mujeres disparan cañones y apuñalan al soldado francés que quiere poseerlas a la fuerza, donde los cadáveres se amontonan y la sangre de los fusilados todavía no es roja. Y también están los toros, desde luego, lanceados por el Cid, Carlos V o el moro Gazul. Es evidente que los grabados y las litografías de Goya influenciarían a cualquiera, sea español o no.
Sin embargo, hay algo más. Algo que va más allá de la idiosincrasia, la tradición o las venas. Tiene que ver con el estilo, la línea formal que sigue el artista y el tipo de trabajo al que se enfrenta el ilustrador. Pero también con el carácter, la maestría y la fuerza del pulso de cada uno.
“En mi caso —explica Zabala—, se ha dicho que Miguel Barceló me influenció, algo que yo dudo. Lo que sucede es que, analizando mi trabajo, mi vida, yo he tomado mucho de un maestro polaco que tuve, que a su vez bebió de las vanguardias igual que Barceló”.
“Creo que esto tiene que ver con muchas cosas —concluye—, con nuestro carácter, con cómo has vivido, cuántos besos has recibido, cuántas tortas te han dado —se ríe—, todo eso que conforma la personalidad de uno y que se transmite gráfica o literariamente. Lo que sucede es que en esta profesión esas cosas se notan mucho, las usamos para trabajar”.
 
III
Alonso Quijano ha perdido la razón. Llenósele la fantasía irremediablemente con todo aquello que ha leído en los libros. La boca enjuta enseña los dientes bajo el mostacho. En una mano, la espada; en la otra, el motivo de su locura. La habitación: apiñada de dragones, castillos, damiselas y caballeros andantes.
No sería este el único clásico que ilustrase Gustave Doré. Pero, sin duda, fue uno de los mejores. Estatus nada desdeñable si se tiene en cuenta que fue un hombre absolutamente obsesionado con el trabajo, cuya producción incluye grabados para la Divina comedia, La Tempestad, de Shakespeare; el Paraíso perdido, de John Milton; las Fábulas, de La Fontaine; El Cuervo, de Edgar Allan Poe o La Biblia. Durante el XIX, además, un siglo en el que la ilustración estaba en boga.
Hoy, aunque vivamos en el mundo de la imagen, ya no se hacen dibujos así. El arte de la ilustración ha cambiado tanto, que uno podría llegar a pensar en períodos estilísticos, como sucede con la pintura. En lugar de esto, Zabala prefiere hablar de escuelas:
“Por ejemplo, yo hablaba hoy de la Escuela del Este —me recuerda—. ¿Se puede hablar de una Escuela del Este de Europa? ¿Sí? ¿Por qué? Bueno, hay quien dirá que no, pero creo que sí, porque tenían comportamientos gráficos comunes aunque su trabajo individual fuera distinto. Siempre coincidieron en ciertas atmósferas, en el gusto por el paisaje, en transmitir más sensibilidad que ideas, el personaje no era tan importante”.
Y vuelve a preguntar: “¿En la Europa Occidental se puede decir que hay escuelas? Bueno, hay una escuela inglesa que tiene una larga tradición. Está directamente relacionada con las Arts & Crafts, aquello que sucedió en Inglaterra cuando las artes y la industria se unieron. Lo que propició que los periódicos se editaran con más calidad, se incrementara el uso del color y aparecieran muchas figuras importantes que aún hoy lo siguen siendo”.
Pero va incluso más allá. Me explica que, en realidad, más que escuelas puede hablarse de los antecedentes de cada cual. Asegura que es posible tomar el trabajo de un ilustrador y seguirle el rastro hasta las raíces, como un árbol genealógico. “Hay ilustradores que han tomado de otros ilustradores —agrega—, pero creo que los que tienen mayor calado son aquellos que se han acercado a artistas más globales”.
 
IV
El verbofílico señor Jingle, cuenta la historia de su pointer, un perro brillante como pocos. Allí se le puede ver, escopeta al hombro y sombrero ladeado, mientras el animal, con la pata y el hocico levantados, le señala el cartel que hay a la entrada del coto de caza: “El guarda tiene orden de disparar a todos los perros que entren a este vedado”.
La relación entre el ilustrador Robert Seymour, el editor William Hall y el escritor Charles Dickens fue tensa desde el principio. El dibujante quería que el personaje principal de aquella comedia por entregas fuese alto y enjuto, a lo Don Quijote. Mientras Hall prefería a un viejo regordete. Además, a Seymour le molestaba que un autor poco reconocido, como era Dickens en ese momento, se apartara con tanta frecuencia del proyecto original: una caricatura de escenas deportivas, para dejarse llevar por su imaginación hasta las situaciones más ridículas.
Todo terminó de manera abrupta, cuando Seymour, nervios de punta, se pegó un tiro en la sien. Contratiempo que hubo de ser solucionado con los servicios de otro dibujante: Hablôt K. Browne —solía firmar como Phiz—, quien acabaría, por fin, las ilustraciones de Los papeles póstumos del Club Pickwick. Por suerte para Zabala, hoy, las contradicciones entre editores, escritores e ilustradores no suelen terminar así. De hecho, el criterio del ilustrador, como artista, es mucho más valorado y tiene mayor libertad en el momento de la creación:
“Si hay algo que ha cambiado en los últimos diez años es que la independencia creativa del ilustrador ha crecido de una manera exponencial —opina—. Hay editores a los que les entrego el libro y ya está. Puede ser que te señalen algo, como me sucedió el otro día con un editor con el que siempre he trabajado estupendamente: tenía prisa por acabar la cubierta porque venía para acá, la terminé y se la mandé a las cuatro de la mañana. Luego me llamó y me dijo: ‘Esa cubierta es un poco fuerte, es muy bonita, pero un poco fuerte’. Se trata de un editor, por tanto, le interesa vender libros. Recuerdo que la rehíce un poco porque me pareció lógica su observación. Cuando volví a verla pensé: ‘Es cierto, este gato parece un fantasma’. Y es que hay que respetar el punto de vista del editor porque a uno también le interesa que los libros se vendan. Pero, eso sí, sin perder tu signo gráfico”.
“Aunque la libertad es algo que siempre te tienes que currar —asegura—, ya sea con editores grandes o pequeños. Incluso en mi caso, que ya tengo un recorrido que quizá un ilustrador joven no posee. Pero igual, los jovencitos de ahora tienen un punto soberbio que me encanta. Porque tienen la capacidad de ir a donde quieran, viajan mucho, al menos en Europa. Viven en distintos países, se nutren de distintas culturas, conocen a muchos tipos de editores. Entonces eso les da la capacidad de hacer lo que les gusta. Ya no es como antes, que había que ir con un editor y adaptarse a él porque era el estilo de esa casa. Ahora no, uno hace el trabajo y busca al editor después, aquel que se adapte a uno. Ese es un abanico de libertad que antes no existía”.
 
V
La barca se tambalea. El monje con hábito franciscano, canta. La monja frente a él, acompaña con el laúd. La otra hermana se inclina para socorrer al borracho con cara rubicunda, acurrucado en la proa del bote. En el extremo opuesto, otro borracho echa las tripas por la borda. Tanto él, como el campesino que se dispone, cuchillo en mano, a arrancar el ganso del mástil, simbolizan la gula. En el agua, un hombre se aferra a la balsa y otro acerca un cuenco sediento de vino. La jarra metálica que lo contiene y el plato salpicado de cerezas, aluden a la lujuria. La figura del bufón, que bebe encorvado sobre una de las ramas, hace alegoría al ambiente licencioso del grupo. El libro: Elogio de la locura.
 
Quizá a Hyeronimus Bosch, el Bosco, tan católico y temeroso de Dios, no le hubiese agradado que tomasen su Nave de los locos para ilustrar el libro de Erasmo de Rotterdam. Un hombre que, por mucho que lo negara, fue vinculado en varias ocasiones con la Reforma protestante e, incluso, algunos llegaron a llamarle su padre, inspirador directo de Martín Lutero. Con quien, por demás, polemizó.
Pero, en este caso, el Bosco no pudo elegir. Sería interesante comprobar qué sucede cuando a un dibujante le toca ilustrar un texto con el que no está de acuerdo.
“Si a mí me dan un libro que tiene un discurso ideológico fuerte que no va conmigo —comenta Zabala—, yo no lo acepto. Por ejemplo, una vez, cuando estaba empezando, fue a verme alguien porque quería que le ilustrara La vida de Monseñor Escrivá de Balaguer, que tiene un pozo ideológico, católico, que a mí no me gusta” —asiento comprensivamente, Josemaría Escrivá de Balaguer: sacerdote español, fundador del Opus Dei.
“No por el hecho de que sea un texto religioso —continúa—, porque yo puedo ilustrar la Biblia, lo disfruto y me parece estupendo, es una historia increíble. Pero aquel libro tenía ya un punto político que no comparto, entonces lo rechacé sin pestañear, es algo que ni siquiera tienes que pensarte mucho”.
Por otra parte, aunque el resultado final sea un solo producto comunicativo, conformado por dos lenguajes que van en paralelo y se entrelazan, Zabala cree que lo que escribe el escritor es exclusivamente su responsabilidad y lo que él como ilustrador hace, es cosa suya:
“Gráficamente, la imagen es muy potente, puedes hacer propaganda política, cultural, religiosa, ideológica, la que quieras. Pero en libros infantiles en realidad eso no suele ocurrir, porque no tiene cabida lógica, a un niño le importa tres narices la política. Pero sí que puedes hablarle de temas complejos como la muerte, que para los niños es importante y difícil, o la homosexualidad, o el divorcio, temas que los afectan directamente y que alguna vez fueron tabú pero ya no”.
A pesar de esto, Zabala me comenta sobre el caso de Maus, la historieta del norteamericano Art Spiegelman. Un cómic bastante político. El argumento trata sobre los campos de exterminio alemanes, donde los ratones, con caras asustadas y ojos húmedos, simbolizan a los judíos y los gatos, obviamente, son nazis. Spiegelman —de quien se dice que escribe historias con fines terapéuticos, para mantener las crisis nerviosas a raya—, se basó en su propia familia, pues sus padres, judíos polacos, fueron sobrevivientes de Auschwitz. “En esos casos depende del autor, que quiera meterse o no en un tema como ese”, me explica Zabala.
 
VI
Y, como en casi todas las historias, volvemos, una vez más, al principio. Cerramos el círculo con aquel oscuro miniaturista que, encorvado sobre su mesa, saturado de papeles, reglas, piedras pómez y plumas de ganso, da luz. Ya sea en un anónimo monasterio, una angosta buhardilla o a la sombra de los pintores de moda, la figura del ilustrador siempre ha sido un poco marginada. Zabala cree que, a pesar de que la ilustración contemporánea ha ganado en autonomía, todavía se sigue viendo como una hija bastarda de la pintura. Por eso insiste en que debe intentar ser más autorreferencial y desligarse de códigos externos. Se trata, en fin, de que el ilustrador crea en la importancia de lo que hace, en la legitimidad que de por sí tiene su arte, sin necesidad de tomarla a préstamo de otras manifestaciones.
“En esta sociedad en que vivimos siempre tenemos que etiquetarlo todo, clasificarlo —añade—. Entonces, un ilustrador que además de libros hace escenografías, carteles, cómics, una serie de grabados o, incluso, pinta cuadros. ¿Qué es eso? Ahora le han puesto el nombre de artista gráfico, que es un término un poco estúpido en realidad, pero me da igual. Creo que lo que tiene que hacer un ilustrador es divertirse con lo que hace, hacer los trabajos con la mayor calidad posible, que transmitan sensibilidad, ideas y demás. Conseguir cotos de libertad para hacer su trabajo. El hecho de que un ilustrador no tenga mucha fama me parece bien, ¿sabes? Porque no es necesaria para nada. Hombre —sonríe—, si la fama viene asociada al dinero no está mal, porque yo no soy nada romántico. Pero para trabajar no es necesaria”.
Creo entender lo que dice. La fama, aliada de la vanidad, embota. Hace falta mucha fortaleza o ser un genio huraño y sordo, como Goya, para seguir creando nuevos caminos después de las adulaciones. Caminos que, ya se sabe, no son tan nuevos. Pero conducen a verdades idénticas por vías alternativas. Y ese es el punto: no a dónde llegas, sino cómo. El arte seguirá preguntándose cosas semejantes a las que atormentaban al escriba egipcio que ilustró el primer papiro. El truco: que cada trazo parezca nuevo, diferente. De forma tal que esa misma interrogante, repetida mil veces, suene distinta.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario