Sin pretender polemizar
a ultranza con Arturo
Arango en “Especulaciones en torno
al totí”, un trabajo
recién publicado en el
cual se acusa a “cierta
crítica cinematográfica”
de atribuirle al guion,
y al guionista, casi en
exclusiva, los muchos
problemas de nuestro
cine, pienso que tal
enjuiciamiento aparece
desde los primeros
tiempos del ICAIC, y con
mucha frecuencia
provenía de los propios
cineastas, o de los
muchos escritores
devenidos guionistas,
quienes expresaban su
insatisfacción con
historias demasiado
literaturizadas para ser
cinematográficas, o se
quejaban de una puesta
en escena que
sacrificaba la
estructura, o los
mejores momentos, de una
historia que por escrito
parecía superar el nivel
de sugerencias expresado
en la pantalla.
Desde el nacimiento y la
primera etapa del nuevo
cine cubano, las
historias que las
películas relataban
intentaron, en primer
lugar, apartarse de los
modelos
representacionales
anteriores, oscilantes
entre la comedia
costumbrista y el
melodrama lacrimógeno.
Así, aparecen nuevos
temas, desconocidos
hasta entonces, a partir
de reflejar la épica de
la instauración
revolucionaria:
Historias de la
Revolución (1960), de
Tomás Gutiérrez Alea,
con guion de él mismo
junto con Humberto
Arenal y José Hernández;
El joven rebelde
(1961), de Julio García
Espinosa, con guion
escrito por el director
en colaboración con
Cesare Zavattini, José
Massip, Héctor García
Mesa y José Hernández;
Cuba 58 (1962), de
José Miguel Ascot y
Jorge Fraga y guion de
ellos dos en
colaboración con José
Hernández, René Jordán,
José Soler Puig y Julio
García Espinosa. En
general, estas películas
intentaban registrar,
desde la épica, el
recorrido del héroe y la
anagnórisis, la toma de
conciencia de los
protagonistas y
necesidad de un país
presto a romper el
estado represivo de la
dictadura batistiana, y
comenzar un camino de
progreso y contienda
contra el subdesarrollo.
Titón y el Che
en la filmación
de Historias de
la Revolución
|
En esta primera etapa,
hay pocas historias que
escapen a la rigidez que
imponía cierto
imperativo
propagandístico, o más
bien la necesidad de
confirmar
cinematográficamente que
los cubanos intentaban
construir un nuevo país
sobre la ruina moral del
anterior. La sátira a
los antiguos hábitos y
maneras de pensar, con
el conveniente trazado
de peripecias
enloquecidas, delirantes
o convenientemente
caricaturizadas
constituyó la base de
Cuba baila (1960)
con guion de
Julio
García Espinosa, Alfredo
Guevara y Manuel Barbachano Ponce y
Las doce sillas
(1962), tal vez el mejor
guion (de Tomás
Gutiérrez Alea y Ugo
Ulive) del primer lustro
del ICAIC esta etapa por
su riqueza de acción,
los matices de sus
personajes, y la
coherente causalidad en
las búsquedas de los
personajes.
La segunda etapa del
ICAIC en los años
60, la llamada edad
de oro, presenta la
consagración del autor
en tanto director de la
película y escritor de
la misma, una figura que
nos acompañará hasta hoy
mismo, en las
filmografías de, por
supuesto, Tomás
Gutiérrez Alea, quien
venía escribiendo sus
guiones desde antes,
Humberto Solás, Manuel
Octavio Gómez, Juan
Carlos Tabío y
Fernando
Pérez. En el cine de
tales autores, quienes
regularmente coescriben
los guiones que luego
ponen en escena, las
historias se tornan
mucho más complejas, en
la medida que se toma
conciencia de la
complejidad inherente a
los retos y riesgos
sociales, espirituales,
económicos y culturales
del primer país
socialista del
hemisferio occidental.
En esta etapa se
producen los filmes cuya
estructura y dramaturgia
elude verticalmente las
convenciones de la
narración transparente,
el corte invisible, los
tres actos, y el
principio de la
motivación y la
causalidad. La elusión
parcial de tales
principios se avizora en
La muerte de un
burócrata (1966,
escrita por Gutiérrez
Alea, Alfredo del Cueto
y Ramón F. Suárez) o
Aventuras de Juan Quin
Quin (1967, escrita
y dirigida por Julio
García Espinosa) a
partir de una expresa
voluntad distanciadora,
intertextual y de
pastiche genérico,
aunque todavía juegue
con el trazado nítido de
los personajes y el
encadenamiento lógico de
sus acciones.
Aventuras de Juan Quin
Quin
|
Sin embargo, la más
decidida ruptura con
ciertos cánones
narrativos del
comercial-industrial, el
momento en que el cine
cubano encuentra una
singular manera de
contar, a partir de la
contaminación con los
recursos del documental
(voz en off, información
real o histórica
vinculada con la fictiva,
espontaneidad e
improvisación), ocurre
con Memorias del
subdesarrollo (1968,
escrita por Gutiérrez
Alea en colaboración con
el autor de la novela
original, Edmundo
Desnoes), Lucía
(1968, con guion del
director Humberto Solás,
junto con Julio García
Espinosa y Nelson
Rodríguez) y La
primera carga al machete
(1969, con guion de su
director Manuel Octavio
Gómez, junto con Alfredo
del Cueto, Jorge Herrera
y Julio García Espinosa.
Nótese la participación
en los guiones, en este
etapa de clásicos
indiscutibles, cuando el
cine cubano consolidó
ficciones singulares que
nos colocaron por
primera vez en el mapa
cinematográfico mundial,
no solo de los cineastas
(quienes evidentemente
moldeaban la letra
escrita a sus
requerimientos temáticos
y estilísticos), sino
también de editores,
fotógrafos, escritores y
de otros cineastas, pero
en muy pocos créditos
aparece el nombre de
guionistas
profesionales, y esta
ausencia obedece, sobre
todo, a que ese oficio
pertenece, sobre todo, a
los dispendios que
permite la ordenación
industrial y comercial
del cine clásico.
A continuación, hubo una
etapa de delirantes
referencias
historicistas, diálogos
enfáticos, muy
literarios, y personajes
simbólicos, que
intentaban demostrar una
tesis más que
representar un ser
humano con el que
pudiera identificarse el
espectador. El inicio de
esta etapa corresponde a
Una pelea cubana
contra los demonios
(1971, escrita por
Gutiérrez Alea en
colaboración con José
Triana, Vicente Revuelta
y Miguel Barnet) y sus
epítomes aparecieron en
Los días del agua
(1971, con dirección y
guion de Manuel Octavio
Gómez en colaboración
con Bernabé Hernández y
Julio García Espinosa),
El otro Francisco
(1974, de Sergio Giral,
con guion del director
junto con Tomás Gutiérrez
Alea, Héctor Veitía y
Julio García Espinosa),
Cecilia (1981,
con dirección y guion de
Humberto Solás, en
colaboración con Nelson
Rodríguez, Jorge Ramos y
Norma Torrado), esa
sublimación del
melodrama femenino con
ribetes históricos que
es Amada (1983,
guion de Humberto Solás
con la colaboración de
Nelson Rodríguez).
En medio de este delirio
por explicar y
escenificar el
pretérito, aparecen
varias historias que
rompen con la solemnidad
y el historicismo,
estableciendo brillantes
giros en la trama de la
película de época
tradicional, y en la
caracterización de los
personajes, para aludir
al presente, y a los
defectos y virtudes
inmanentes de la
cubanía, desde un
argumento que acontecía
en el pretérito: La
última cena (1976,
escrita por Tomás
Gutiérrez Alea junto con
Tomás González y María
Eugenia Haya), Los
sobrevivientes
(1978, escrita también
por Gutiérrez Alea pero
junto con Antonio
Benítez Rojo) y el
primer largometraje de
dibujos animados cubanos
Elpidio Valdés
(1979) con guion de su
director Juan Padrón en
colaboración con Jorge
Oliver, Ernesto Padrón y
Manuel Pérez Alfaro y la
legítima reutilización
de lo épico desde el
humor y la potenciación
de la idiosincrasia
nacional y de los
valores autóctonos. A
este grupo se añaden
tres tardías
representantes del cine
histórico-literario
escrito desde la
voluntad de aludir al
presente: Un hombre
de éxito (1986, de
Humberto Solás con guion
de él mismo junto con Juan
Iglesias), El siglo
de las luces (1992,
guion de Solás junto con
Jean Cassies y Alba de
Céspedes) y
José
Martí, el ojo del
canario (2009), con
guion y dirección de
Fernando Pérez.
A lo largo de los años
60, y también de
los 80, aparece el
sostenido intento por
reciclar o minimizar lo
épico e ilustrar en los
guiones los conflictos
de héroes enfrentados a
problemas que el
espectador pudiera
comprender y colocarse a
su altura. Así aparecen
los protagonistas nada
homéricos de Ustedes
tienen la palabra
(1973, de Manuel Octavio
Gómez, con guion del
director en colaboración
con Julio García
Espinosa, Jesús Díaz,
Alfredo del Cueto y
Nelson Rodríguez) y
De cierta manera
(1974, con guion de su
directora Sara Gómez,
junto con Tomás
González) hasta el
heroísmo humanizado, en
sintonía con la
contingencia histórica
que presentan El
hombre de Maisinicú
(1973, guion de su
director Manuel Pérez
con la colaboración de
Víctor Casaus), El
brigadista (1977,
coescrita por Octavio
Cortázar y Víctor
Casaus), Guardafronteras
(1980, coescrita por
Octavio Cortázar y Luis
Rogelio Nogueras),
Polvo rojo (1981,
con guion y dirección de
Jesús Díaz) y
Clandestinos (1987)
dirigida por Fernando
Pérez y guion de Jesús
Díaz. La protagonista de
La bella del Alhambra
(1989, dirigida por
Enrique Pineda Barnet,
con guion de él mismo junto
con Miguel Barnet y
Julio García Espinosa)
es mucho más víctima del
entorno histórico que
agente de transformación
de su destino. El
próximo escalón
implicaría la colocación
del espejo frente a los
cubanos y su valentía
cotidiana en el aquí y
el ahora, en trance de
enfrentar los problemas
de la contemporaneidad
con decoro y regocijo.
La etapa de análisis y
representación pletórica
de la actualidad, el
denodado empeño por
atrapar las
palpitaciones del cubano
y la cubana comunes, se
retoma con Retrato de
Teresa (1979, con
formidable estructura y
amplia cabida a la
improvisación por parte
de Pastor Vega y
Ambrosio Fornet, en
función de la tesis
sociológica que pretende
discutirse) y Hasta
cierto punto (1983)
en la cual Tomás
Gutiérrez Alea, Juan
Carlos Tabío y Serafín
Quiñones escribieron uno
de los pocos filmes
cubanos relativos a los
problemas del guionista
para asumir, sin
prejuicios ni esquemas,
los auténticos
conflictos de la
contemporaneidad cubana.
A renglón seguido,
aparecen, a todo lo
largo de los años
80 y buena parte de
los 90, un grupo de
filmes que insistieron
en la estrategia
humorística y paródica
para burlarse de los
rezagos pequeño-burgueses, o poner en
solfa las insuficiencias
del socialismo caribeño.
Se trataba de alcanzar
la identificación del
público con finales de
clausura benévola,
estructuras episódicas
y personajes que
provocaran la total
empatía del espectador.
En este momento destaca
el oficio de diversos
autores y guionistas
para escribir historias
muy de acuerdo con la
dramaturgia de la
comedia tradicional con
final feliz: Se
permuta (1983, de
Juan Carlos Tabío con
guion de él mismo y la
colaboración de Raúl
García); Los pájaros
tirándole a la escopeta
(1984, con guion y
dirección de Rolando
Díaz); Una novia para
David (1985, de
Orlando Rojas con guion
del director y de Senel
Paz, un brillante
ejemplo de narrativa a
lo Hollywood, sin
complejos ni prejuicios
de ninguna índole);
Plaff o Demasiado miedo
a la vida (1988, de
Juan Carlos Tabío y
escritura del director
junto con Daniel
Chavarría) y Alicia
en el pueblo de
Maravillas (1990, de
Daniel Díaz Torres con
guion de él mismo junto
con el grupo
Nos-y-otros, de donde
provino otro de los
importantes guionistas
profesionales de la
siguiente etapa: Eduardo
del Llano).
A finales de los 80
y durante la década de
los 90 se produce
otra vez una ruptura con
los cauces habituales de
la narración según el
cine estandarizado por
los autores y por la
industria. Es entonces
que los guionistas y
cineasta cubanos se
apartan y se acercan a
un abanico muy amplio de
soluciones dramatúrgicas
que incluyen estructuras
muy abiertas,
episódicas, corales,
circulares, y la
alternancia en una misma
historia de personajes
simbólicos, complejos,
redondos,
estereotipados. A partir
de Plaff o Demasiado
miedo a la vida,
Alicia en el pueblo de
Maravillas y
Papeles secundarios
(1989, dirigida por
Orlando Rojas con guion
del poeta Osvaldo
Sánchez), pasando por
Adorables mentiras
(1991, dirigida por
Gerardo Chijona con
guion de Senel Paz);
Fresa y chocolate
(1993, dirigida por
Gutiérrez Alea y Juan
Carlos Tabío y escrita
por Senel Paz);
Madagascar (1994,
dirigida y escrita por
Fernando Pérez junto con
el egresado de la
Escuela Internacional de
Cine y Televisión de San
Antonio de los Baños,
Manuel Rodríguez); La
vida es silbar (1998,
dirigida por Fernando
Pérez y con guion de
Eduardo del Llano) hasta
Lista de espera
(2000, escrita por
Arturo Arango y Juan
Carlos Tabío con la
colaboración de
Senel
Paz) y El cuerno de
la abundancia (2008)
creada por el dueto
antes mencionado,
representan en primer
lugar la aparición y
confirmación de la
figura del guionista
profesional, y además se
denota el interés de
continuar eludiendo
algunos de los
principales cánones
espaciales, temporales y
causales de la
dramaturgia
cinematográfica más
habitual, esos mismos
cánones cuyo
incumplimiento ocasiona
que tantos críticos y
cineastas coloquen el
guion y a los guionistas
como el gran problema de
nuestra cinematografía.
En el set de La
Guarida, durante
el rodaje de
Fresa y
Chocolate.
Titón junto
a Juan Carlos
Tabío. La
Habana, 1994
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