lunes, 24 de noviembre de 2025

Moneda, soberanía y resistencia: el desafío de Cuba ante el descontrol financiero


Pocas cuestiones son tan decisivas para la independencia real de un país como el control de su moneda. No se trata únicamente de un asunto técnico, sino de poder político. La moneda es el símbolo más concreto de la soberanía: representa la confianza en la comunidad nacional, la capacidad del Estado para sostener el valor de su trabajo y su producción, y la posibilidad de decidir su propio destino económico.

Sin embargo, en el mundo actual, esa soberanía monetaria ha sido progresivamente socavada por el dominio del capital financiero internacional, por la hegemonía del dólar y por las presiones políticas que acompañan su uso. Desde los países periféricos hasta los dependientes del crédito externo, el control sobre la moneda se ha convertido en un terreno de disputa geopolítica.


I. El pensamiento económico y la importancia del control monetario

Desde los orígenes del pensamiento moderno, economistas y teóricos del desarrollo advirtieron que ningún país puede garantizar su bienestar sin tener el control sobre su moneda y sus mecanismos de cambio exterior.

John Maynard Keynes, en su Teoría general del empleo, el interés y el dinero, sostenía que el dinero no podía dejarse a merced de los flujos especulativos. Para Keynes, la estabilidad monetaria era la condición para asegurar el empleo y la inversión. Por eso, al diseñar el sistema de Bretton Woods en 1944, propuso una autoridad monetaria internacional que equilibrara las relaciones entre países, evitando que una sola nación —Estados Unidos— impusiera su divisa al resto del mundo. Su propuesta del bancor buscaba precisamente eliminar la subordinación de las economías más débiles al poder del dólar.

Karl Polanyi, en La gran transformación, profundizó en esa idea al denunciar los efectos devastadores del intento de “mercantilizar” el dinero. Para Polanyi, el dinero, el trabajo y la tierra no son mercancías ordinarias: son los pilares de la vida social. Cuando se liberalizan completamente, destruyen el tejido humano y político de las naciones. El dinero, por tanto, debía ser un instrumento de protección colectiva, no un fin en sí mismo.

Por su parte, Friedrich List, en el siglo XIX, había argumentado que las naciones jóvenes necesitaban políticas proteccionistas y control monetario para consolidar su industria frente a las potencias dominantes. List defendía que el libre cambio y la convertibilidad irrestricta solo beneficiaban a quienes ya eran fuertes.

En el siglo XX, pensadores como Raúl Prebisch y la CEPAL adaptaron estas ideas a América Latina. Para ellos, la estructura económica mundial —centro industrial, periferia exportadora— obligaba a los países del sur a conservar su soberanía monetaria y controlar las divisas. Las reservas debían servir al desarrollo productivo, no a la especulación. El Banco Central, lejos de ser un mero guardián del equilibrio fiscal, debía actuar como motor del desarrollo nacional.

Más tarde, Hyman Minsky y Joan Robinson demostraron que el sistema financiero, si no está regulado, tiende a la inestabilidad endógena. En su visión, el Banco Central debía funcionar como un “prestamista de última instancia”, pero también como un regulador de los flujos especulativos internacionales, capaces de desestabilizar monedas y gobiernos.

En resumen: el control monetario no es una anomalía, es una necesidad. Y los períodos de liberalización total, sin intervención estatal, han terminado una y otra vez en crisis financieras que arrastran a los pueblos.


II. La pérdida de control monetario y sus consecuencias

Cuando un país renuncia, o se ve forzado a renunciar, a controlar su moneda, pierde algo más que estabilidad económica: pierde poder político.

La experiencia latinoamericana es abundante en ejemplos. En Argentina, la convertibilidad del peso con el dólar en los años 90 generó una ilusión de estabilidad que terminó en catástrofe: desempleo masivo, fuga de capitales y una crisis social sin precedentes. En Ecuador, la dolarización eliminó el riesgo cambiario, pero también la capacidad del Estado de intervenir ante los shocks externos. En ambos casos, el Estado quedó impotente ante los movimientos del capital global.

Sin control del crédito ni de las reservas, el país se vuelve rehén de las divisas que no emite. Y sin moneda nacional sólida, toda la economía se subordina a la especulación del mercado informal, que se convierte en juez y verdugo del valor del trabajo local.


III. El caso cubano: soberanía monetaria bajo asedio

Cuba vive hoy una situación extremadamente compleja. Por un lado, el bloqueo estadounidense impide al país acceder a fuentes normales de financiamiento, a plataformas bancarias internacionales y a la mayoría de las operaciones de pago en dólares. Se trata de un cerco económico deliberado, diseñado para provocar desabastecimiento, inflación y descontento social.

Por otro lado, dentro de ese contexto adverso, la economía cubana enfrenta sus propias dificultades internas:

  • una estructura productiva aún dependiente de importaciones,

  • desequilibrios fiscales crecientes,

  • y una segmentación monetaria que ha erosionado la confianza en el peso cubano.

La dolarización parcial —a través de las tiendas en MLC— y la circulación informal de divisas han creado dos economías paralelas: una que opera en moneda nacional, empobrecida, y otra en divisas, accesible solo a quienes reciben remesas o trabajan en sectores dolarizados. Esa dualidad profundiza las desigualdades y alimenta la especulación cambiaria, mientras el Estado pierde capacidad para fijar precios y orientar la inversión.

A esto se suma un factor intangible pero crucial: la pérdida de confianza social en la moneda nacional. Cuando la población percibe que el peso se devalúa constantemente, prefiere refugiarse en divisas, lo que a su vez acelera la depreciación. Es un círculo vicioso en el que la psicología colectiva pesa tanto como los fundamentos económicos.


IV. Las variables en condiciones de asedio

Cuba no puede aplicar las recetas tradicionales. Está sometida a una guerra económica donde cada mecanismo financiero, cada intento de reforma, es inmediatamente atacado o bloqueado desde el exterior. En estas circunstancias, la soberanía monetaria no se defiende solo con instrumentos técnicos, sino con imaginación política, cooperación internacional y participación popular.

Algunas líneas estratégicas pueden marcar una diferencia:

  1. Reforzar el control social sobre las divisas. Las remesas y los ingresos en MLC deben canalizarse hacia proyectos productivos comunitarios y cooperativos, no solo al consumo individual. Las experiencias de bancos comunales o fondos locales podrían inspirar una gestión más solidaria de esos recursos.

  2. Avanzar hacia una moneda digital nacional soberana. Una versión electrónica del peso cubano, respaldada por el Banco Central a través de algunos de los productos más rentables del país, permitiría transacciones internas y externas fuera del sistema financiero controlado por Estados Unidos. Esto reduciría costos y vulnerabilidades.

  3. Fortalecer los mecanismos de cooperación financiera Sur–Sur. Reactivar esquemas de compensación como el SUCRE o establecer acuerdos de trueque y crédito mutuo con países aliados (China, Rusia, Vietnam, Argelia, Irán, Venezuela), los BRICS, etc, permitiría operar sin depender del dólar.

  4. Reordenar la coexistencia monetaria. Si el uso del dólar o del euro resulta inevitable en ciertos sectores, debe ser bajo regulación estricta y con retorno social: que parte de las ganancias en divisas se reinviertan en la economía nacional y no se fuguen al mercado informal.

  5. Recuperar la producción real como fuente de respaldo de la moneda. Una moneda vale lo que produce su país. Recuperar la producción agropecuaria, energética e industrial es la base material para sostener el valor del peso, aún en las condiciones de plaza sitiada. Sin producción, cualquier medida financiera será insuficiente.

  6. Transparencia y pedagogía económica. En tiempos de asedio, la confianza del pueblo es un recurso estratégico. El Estado debe comunicar con claridad los datos, las metas y los pasos del reordenamiento. Y al mismo tiempo, educar a la población y al sector trabajador sobre el funcionamiento del sistema monetario y los efectos del bloqueo.


V. La moneda como símbolo de resistencia

En última instancia, defender la moneda nacional es defender la soberanía. Pero en el caso cubano, esa defensa tiene además una dimensión ética y cultural: es la afirmación de que la dignidad de un pueblo no puede comprarse con divisas extranjeras.

El control monetario no debe concebirse solo como una medida económica, sino como una estrategia de resistencia creativa frente al intento de desintegrar el proyecto social cubano.
Como advirtió Samir Amin, los países del sur deben practicar una “desconexión selectiva” del sistema financiero global: no para aislarse, sino para vincularse de otro modo, desde la cooperación y la autosuficiencia relativa.

Esa desconexión, en el caso cubano, no puede ser un repliegue, sino una apertura hacia un modelo alternativo: digital, cooperativo, productivo y profundamente humano.

Conclusiones

La historia demuestra que las crisis monetarias no son solo el resultado de desequilibrios contables, sino de desequilibrios de poder. Y el poder, en el mundo actual, se ejerce también a través del dinero.

Recuperar el control sobre la moneda cubana —no para cerrarse, sino para resistir y avanzar— es parte de la batalla por la independencia, tan decisiva hoy como en 1959. La tarea es inmensa, pero también lo es la experiencia de un pueblo que ha aprendido a convertir cada asedio en una oportunidad para reinventarse.

JECM

martes, 18 de noviembre de 2025

La repetición perdida: espiritualidad, capitalismo y los errores del socialismo


Vivimos un tiempo peculiar. Un tiempo en el que lo repetitivo —antes fundamento de la vida espiritual, de la comunidad y hasta de la sabiduría— se considera aburrido, improductivo, inútil. Lo que en las culturas tradicionales era camino hacia lo profundo, hoy se ve como un estorbo en medio de la urgencia moderna por la novedad constante.

Sin embargo, es precisamente esa pérdida del ritmo, del rito y de la repetición cargada de sentido lo que ha vaciado la experiencia humana de hondura espiritual. Y dicho vacío, lejos de ser llenado por las religiones o los sistemas políticos, ha sido capturado por el capitalismo, que se presenta —de forma engañosa— como salvador de un alma que él mismo contribuye a destruir.

1. La sabiduría de lo repetitivo

Las culturas indígenas de América, como la taína, entendían que la repetición era un camino hacia la profundidad: repetir un canto, un gesto, un rito, un ciclo agrícola. Los patrones naturales —como la piña con sus espirales perfectas— simbolizaban esa misma estructura cósmica: volver una y otra vez al mismo punto para avanzar hacia el centro, donde se encuentra lo sagrado.

En el cristianismo también ocurre: la liturgia se repite cada año, los salmos se recitan, el rosario vuelve sobre sí mismo como una espiral espiritual. Lo repetitivo no es rutina: es ritmo. Es orden. Es un modo de tocar lo que está más allá de lo cotidiano.

Pero en la modernidad acelerada, la repetición perdió prestigio; fue vista como atraso, como freno, como falta de creatividad. Lo repetitivo ya no profundiza: estorba. Y con esa ruptura se dañó una dimensión esencial del ser humano: su espiritualidad.

2. La sociedad del rendimiento y la destrucción de lo espiritual

Byung-Chul Han, en su crítica a la modernidad, explica que vivimos en una sociedad del rendimiento, donde lo único que importa es producir, avanzar, demostrar. La aceleración permanente ha borrado los espacios sagrados, los rituales, la contemplación y la lentitud.

El capitalismo nos empuja hacia un vértigo constante: todo debe ser nuevo, veloz, estimulante. Pero ese vértigo erosiona lo humano: agota, vacía, desconecta. La espiritualidad —entendida no como religión, sino como profundidad de vida— se vuelve imposible en medio del ruido.

Es un mundo sin centro, sin pausa, sin misterio.
Un mundo que no recuerda cómo volver sobre sus propios pasos.

3. El socialismo también cayó en la trampa

Aquí aparece un elemento que pocas veces se discute, pero que resulta crucial: el socialismo del siglo XX también asumió, en parte, la lógica del positivismo y del pensamiento ilustrado. Se enamoró de la técnica, de la planificación, de los números, del progreso medible. En ese proceso, redujo o desatendió la dimensión espiritual de los pueblos.

Muchos proyectos socialistas vieron la tradición, la religiosidad popular, la memoria y los rituales como residuo, superstición o atraso. Y al hacerlo, renunciaron a una fuerza que había estado en el corazón del socialismo original: la transformación humana, la ética profunda, el sentido de comunidad, la solidaridad como valor espiritual.

El resultado fue claro:
un socialismo justo en sus aspiraciones, pero a veces incapaz de hablarle al alma de las personas. Un socialismo que podía movilizar por necesidad, pero no siempre por inspiración.

4. El capitalismo ocupó el vacío espiritual

Ese descuido fue aprovechado por el capitalismo en su lucha contra el socialismo. No porque el capitalismo sea espiritual, sino porque aprendió a simular la espiritualidad. Así surgieron:

  • la espiritualidad convertida en mercancía,

  • el bienestar como producto,

  • la autoayuda vaciada de profundidad,

  • el consumo emocional,

  • los rituales convertidos en entretenimiento.

El capitalismo se disfrazó de terapia, de sentido de vida, de salvación individualista. Aunque en realidad destruye lo comunitario, trivializa los vínculos y convierte el alma en un mercado interior.

No ofrece espiritualidad:
ofrece una ilusión cómoda y despolitizada, que calma pero no transforma.

5. La tarea de nuestro tiempo: recuperar el centro humano

Hoy más que nunca se hace necesario reconstruir una espiritualidad humanista, una dimensión profunda que no dependa de la religión pero tampoco del mercado. Una espiritualidad que recupere:

  • el ritmo,

  • la comunidad,

  • el trabajo como acto creativo,

  • la repetición como camino al sentido,

  • la naturaleza como maestra,

  • el mito como guía ética,

  • el rito como espacio de sanación y convivencia.

Es decir: devolver alma al proyecto humano.

El socialismo debe mirarse a sí mismo y recuperar su raíz ética, comunitaria, martiana, marxista en su espíritu más humanista. No aquella versión tecnocrática que se obsesiona con estadísticas, sino la que coloca la dignidad humana por encima del capital, del mercado y del consumo.

Si no recuperamos esa dimensión espiritual —no religiosa, sino profundamente humana—, seguiremos siendo presa fácil de quienes comercializan nuestras angustias.

6. Volver al centro

Como la piña del pino, necesitamos volver al centro de la espiral.
La modernidad nos empujó hacia afuera, hacia la distracción y la superficie.
Pero los pueblos que sobreviven, resisten y regeneran su fuerza son aquellos que conservan un núcleo espiritual firme.

Ese núcleo no se compra: se cultiva.
No se improvisa: se repite, se celebra, se comparte.
No se inventa: se hereda y se transforma.

Hoy la humanidad necesita, más que nunca, ese regreso al centro.
Un regreso que no es nostalgia, sino reconstrucción de lo humano.

JECM