lunes, 27 de octubre de 2025

Entre tumbas y canciones: el juicio del tiempo


Recientemente visité el pequeño cementerio de la isla de San Michele, en Venecia. Allí, entre cipreses y mármoles silenciosos, descansa Ezra Pound, uno de los poetas más influyentes del siglo XX. Su tumba sencilla contrasta con la complejidad de su vida: genio literario, pero también hombre marcado por la mácula de su apoyo al fascismo de Mussolini. Pound fue encarcelado, tachado de traidor, condenado al olvido durante años. Sin embargo, su obra, con toda su fuerza poética y su contribución decisiva a la modernidad literaria, sobrevive al tiempo.

Y es que solo el futuro puede juzgar. Cada persona es hija de su tiempo, de sus circunstancias, de sus miedos y convicciones. La historia no se repite, pero rima —decía Mark Twain—, y en esas rimas está el drama humano de quienes, a veces sin comprender del todo, se dejan arrastrar por los vientos ideológicos de su época.

Muchos artistas europeos, antes de la Primera Guerra Mundial, vieron en ella una suerte de purificación moral, una oportunidad para que el alma humana se redimiera del materialismo. Pero aquella guerra no fue la regeneración soñada, sino la antesala del horror, de la deshumanización industrial del siglo XX. Aquellos espíritus creadores, cegados por el mito del sacrificio heroico, descubrieron demasiado tarde que el fuego que creían purificador era, en realidad, el fuego del infierno moderno.

Pensando en todo esto, no pude evitar mirar hacia Cuba, hacia nuestra historia y nuestras contradicciones. Este año se cumple el centenario de Celia Cruz, figura colosal de la música cubana, cuya voz iluminó generaciones. Su historia también está marcada por los dilemas de su tiempo. Celia surgió en un contexto de luchas y desigualdades, apoyada en sus inicios por el Partido Comunista antes de 1959. Sin embargo, tras el triunfo de la Revolución, tomó otro camino: se marchó de la isla y se convirtió en un símbolo de la contrarrevolución en Miami.

Allí, en el exilio dorado pero áspero, fue abrazada por quienes antes la despreciaban por su color y por su origen humilde. Su fama fue su escudo, pero también su prisión. Porque más allá de los aplausos, Celia convivió con una élite que la usó como estandarte político, sin reconocer jamás las causas sociales que la Revolución había intentado reparar.

¿Podemos juzgarla? ¿Podemos negar su genio, su voz irrepetible, su contribución a la identidad cultural cubana? Sería un error hacerlo. Del mismo modo que no se borra a Pound por sus errores políticos, no se puede borrar a Celia por sus decisiones personales. La creación auténtica pertenece a la humanidad, aunque su creador haya errado el rumbo.

No se trata de olvidar, sino de comprender. Comprender que detrás del brillo y los himnos hay seres humanos, vulnerables, contradictorios, a veces temerosos. Si Celia tuvo miedo —y tal vez lo tuvo—, no fue al comunismo ni a los Castro, sino al silencio, al olvido, al abandono de ese mundo que la idolatraba mientras la usaba. Su miedo fue quizás el mismo que acompaña a tantos artistas que, lejos de su tierra, descubren que la fama no sustituye al sentido, que el aplauso no calma la nostalgia.

El juicio del tiempo es implacable, pero también justo. Nos recuerda que la historia humana es un tejido de luces y sombras, y que las obras verdaderas sobreviven a los errores de sus autores. Como la poesía de Pound, como la voz de Celia.

Y quizás ese sea el mensaje final que uno aprende frente a las tumbas: que comprender no es justificar, sino mirar con los ojos limpios del rencor. Que la cultura, como la memoria, se construye aceptando nuestras contradicciones. Porque solo así podemos ser un pueblo completo: uno que no olvida, pero que tampoco niega la belleza, incluso cuando proviene del lado equivocado del destino.

JECM

Del Canto I

(Traducción al español)

Y bajé a la nave,
y echamos al agua el barco, y pusimos dentro las ofrendas,
carneros, ovejas negras, y subimos a bordo,
y el viento del norte nos llevó,
con las velas tensas y la proa cortando el mar,
hasta llegar al límite del océano,
donde viven los hombres que nada saben del sol,
en la oscuridad perpetua, cubiertos por la niebla,
allí donde Aqueronte y Estigia se mezclan.

Y allí cavé un hoyo en la tierra,
y vertí la libación a los muertos:
miel y leche, vino dulce y agua,
y esparcí harina blanca.
Y recé a los sin vida,
a los que han partido.

Y entonces vinieron, en oleadas,
las sombras pálidas,
novias, muchachas, guerreros cansados,
viejos que sufren,
y los que murieron por lanza o enfermedad,
y sus voces eran un murmullo de hojas secas.

Y entre ellos se alzó Tiresias,
el ciego, sabio entre los muertos,
y me habló, con la voz que atraviesa siglos:
“Regresa, Odiseo,
no te demores en la sombra,
porque toda búsqueda de conocimiento
es también un descenso.”

Ezra Pound



Otra vuelta de tuerca: los fantasmas del bloqueo

 

Hay novelas que parecen hablar del pasado, pero que en realidad nos hablan del presente. Otra vuelta de tuerca, de Henry James, es una de ellas. Publicada en 1898 —el mismo año en que Estados Unidos intervino militarmente en Cuba, iniciando una larga historia de dominación y control—, la obra describe una mansión aislada, habitada por niños inocentes y una institutriz que, obsesionada con protegerlos de fuerzas malignas, termina destruyendo aquello que pretende salvar.

Más de un siglo después, esa historia parece repetirse en el plano político. Estados Unidos continúa “dando vueltas de tuerca” sobre Cuba, bajo el pretexto de proteger la libertad y los derechos humanos, mientras mantiene una política de asfixia económica que afecta directamente la vida cotidiana de once millones de personas.

La ambigüedad del poder

En la novela, nunca sabemos si los fantasmas son reales o producto de la mente perturbada de la institutriz. Esa ambigüedad —que atrapa al lector entre el miedo y la duda— es la misma que utiliza el poder cuando necesita justificar lo injustificable.

El bloqueo se presenta como un acto “defensivo”, una supuesta respuesta a la falta de libertades. Pero detrás del discurso moral se esconde un propósito más oscuro: rendir por hambre y cansancio a un pueblo que se niega a someterse.

Lo sobrenatural en James se transforma aquí en lo geopolítico: una maquinaria invisible que controla, vigila, castiga. Los fantasmas no llevan sábanas; visten de leyes extraterritoriales, sanciones bancarias y listas que castigan y excluyen.

La obsesión por la pureza

La institutriz en Otra vuelta de tuerca está dominada por una idea moral: salvar la pureza de los niños, aunque eso implique el sufrimiento y la destrucción.
Del mismo modo, Washington se presenta como guardián de la “pureza democrática” del hemisferio, dispuesto a castigar a quien se aparte del modelo impuesto.

En nombre de la libertad, se priva de ella. En nombre de los derechos humanos, se violan todos.

“Así como la institutriz destruye lo que pretende proteger, el bloqueo destruye lo que dice querer liberar.”

El resultado, en ambos casos, es el mismo: la inocencia convertida en víctima.

Proyecciones y fantasmas

La novela puede leerse como una gran metáfora de la proyección: la institutriz proyecta sus miedos y deseos reprimidos en los fantasmas que cree ver.
De forma análoga, Estados Unidos proyecta sobre Cuba sus propios temores históricos: el miedo al ejemplo, al desafío moral, a la independencia de pensamiento.

Cuba se convierte en el espejo donde se reflejan las contradicciones del imperio: su “democracia” que impone sanciones, su “humanismo” que bloquea medicinas, su “libertad” que prohíbe comerciar.

Los fantasmas, al final, no están en la isla, sino en quienes no soportan su dignidad.

Otra vuelta de tuerca: método de asfixia

Cada ley, cada sanción, cada restricción adicional —la Helms-Burton, la persecución de buques y bancos, la inclusión en listas arbitrarias— no es sino otra vuelta de tuerca.
El objetivo no es resolver el conflicto, sino mantenerlo vivo, aumentar la presión, sostener el miedo.

El bloqueo funciona como la tensión narrativa de la novela: una espiral que se aprieta un poco más cada vez, sin liberar nunca la válvula. El terror psicológico se convierte en terror económico, pero con el mismo propósito: quebrar la voluntad del otro.

El daño invisible

En Otra vuelta de tuerca, lo peor no es lo que se ve, sino lo que se sugiere: la locura, la pérdida de la inocencia, la destrucción silenciosa de un alma.
El bloqueo también opera en ese plano invisible: no solo daña la economía, sino también los afectos, las esperanzas, la confianza colectiva.

El hambre material se acompaña de un intento de desmoralización espiritual. Sin embargo, Cuba ha aprendido a resistir en esa frontera donde otros habrían cedido: la frontera del espíritu humano.

El verdadero fantasma

En el relato de Henry James, los fantasmas quizás no existan, pero su efecto es real: destruyen vidas.
En el caso de Cuba, ocurre lo contrario: el fantasma del bloqueo es presentado como una ficción política, pero su daño es tangible y cotidiano.

El verdadero espectro es la política imperial que se niega a morir, que se alimenta del miedo y que necesita enemigos para justificar su poder.
Y frente a esa maquinaria invisible, Cuba sigue siendo el niño que resiste en medio de la mansión sitiada, sosteniendo una luz propia.

Epílogo

“La verdad no se razona con el odio.” El odio ciega, distorsiona y convierte la justicia en castigo. Cuba no pide clemencia; exige respeto. No busca que aflojen la tuerca por compasión, sino que la desmonten por justicia. Porque el verdadero fantasma no está en la isla, sino en quienes no soportan que exista un pueblo que piensa distinto.

JECM