Anthony de Mello, en una de sus parábolas, habla de dos judíos que sobreviven a los campos de concentración. Uno de ellos, aunque herido, decide no odiar. El otro sigue cargando un resentimiento feroz. “Yo no puedo perdonar”, dice. Y su amigo le responde: “Entonces, aún eres prisionero de los nazis”. No siempre se perdona por el otro. A veces se perdona para que el odio no te consuma por dentro. Para no seguir preso de lo que ya pasó.
Pero el caso cubano no es solo individual. Es político, histórico, colectivo. No se trata simplemente de si yo, o tú, perdonamos. Se trata de si un pueblo entero puede reconstruirse tras décadas de fracturas, agresiones, errores, resentimientos, silencios impuestos y gritos manipulados.
Muchos hablan de reconciliación, pero ¿con qué propósito? ¿Reconciliarnos con quienes han negado incluso nuestro derecho a existir como país? ¿Con quienes han aplaudido sanciones, bloqueos, campañas de odio y de tergiversación que nos han hecho más difícil la vida a todos? ¿Con los que han buscado convertir nuestras dificultades en su oportunidad política?
No. No puede haber reconciliación a cualquier precio. Mucho menos si se pretende que signifique olvido, renuncia o claudicación. No puede llamarse reconciliación a la exigencia de borrar nuestra historia, de negar lo que fuimos, lo que somos y lo que aún aspiramos a ser.
Pero también es verdad que debemos distinguir. Porque hay muchos cubanos, dentro y fuera, que piensan distinto. Que tienen críticas válidas. Que se formaron con otras vivencias, otras narrativas. Que aman a Cuba aunque no compartan todas nuestras verdades. Y ahí, sí cabe otra pregunta: ¿cómo nos reencontramos sin ceder en lo esencial, pero sin repetir la exclusión?
Reconciliarse no es rendirse. Tampoco es tolerar el odio. Pero sí puede ser —y debe ser— un ejercicio de madurez nacional. Un compromiso con el futuro. Un diálogo honesto, sin superioridades morales, sin purismos, sin manipulaciones. Porque si no aprendemos a escucharnos, aunque duela, el país se seguirá deshaciendo por dentro.
Yo no creo en una reconciliación sin verdad. Ni sin justicia. Ni sin respeto. Pero sí creo que un día debemos hablar todos los cubanos, cara a cara, sin gritar. Con memoria. Con dignidad. Sin olvidar de dónde venimos, pero sin quedarnos anclados en el pasado.
Cuba necesita reconciliación, sí. Pero no cualquiera. No la del perdón obligado, ni la del olvido interesado. Necesita la reconciliación que nace de la verdad y del compromiso con un país para todos, no de la imposición de unos sobre otros. Porque sin verdad, la reconciliación es solo una máscara más.
JECM
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