Un amigo escribió recientemente: “No ganamos el cielo por las buenas obras, ni lo perdemos por errores doctrinales. La salvación es un regalo de Dios por la fe.” Una afirmación que, en parte, contiene verdad: la salvación no se compra, es gracia. Pero también es incompleta. Porque puede ser peligrosa si se convierte en excusa para la pasividad o para una fe sin compromiso.
La Biblia lo expresa con fuerza a través de la epístola de Santiago:
“La fe, si no tiene obras, está completamente muerta.” (Santiago 2:17)
No dice que es débil, ni que necesita mejoras. Dice que está muerta.
Y añade: “¿Acaso puede la fe salvar a alguien si no actúa?” (Santiago 2:14). Incluso los demonios creen, dice Santiago, pero no por eso hacen el bien.
Lutero, Calvino y un giro radical
Durante la Reforma protestante, figuras como Martín Lutero y Juan Calvino reaccionaron —con razón— contra los abusos de la Iglesia de su tiempo, que vendía “obras” como si fueran salvación. De ahí nació la conocida doctrina de la sola fide: solo por la fe somos justificados.
Sin embargo, este énfasis llevó a algunos reformadores a rechazar partes esenciales del mensaje evangélico. Lutero llegó a llamar a la carta de Santiago “epístola de paja”, por su insistencia en que la fe sin obras no sirve. Calvino, por su parte, construyó una doctrina de la predestinación extrema, donde todo estaba decidido de antemano: algunos eran elegidos para salvarse, otros para condenarse.
Esta visión, como señaló el psicoanalista y filósofo Erich Fromm, tuvo consecuencias graves. En su libro El miedo a la libertad, Fromm analiza cómo esta idea calvinista, llevada al extremo, ayudó a cimentar el pensamiento autoritario, incluso llegando a ser utilizada como base ideológica para que el nazismo se justificara moralmente.
La fe que salva, actúa
Decir que la fe es un regalo de Dios es cierto. Pero Dios no nos salva sin nuestra respuesta. Lo dijo san Agustín hace siglos:
“Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti.”
La fe no es un papel que firmamos, ni un pensamiento que asentimos en la mente. Es una forma de vivir, de amar, de actuar. Por eso, Jesús no les dirá al final de los tiempos: “Tuviste la doctrina correcta”, sino:
“Tuve hambre y me diste de comer, estuve preso y me visitaste, fui extranjero y me recibiste.” (Mateo 25:35-36)
Esa es la verdadera prueba del cristianismo: cómo tratamos al otro, especialmente al más pequeño, al más necesitado. No basta con “tener fe”. Si esa fe no se traduce en acciones concretas, en solidaridad, en lucha por la justicia, en amor real, entonces es solo una idea vacía.
La fe no es excusa para hacer lo que quieras
La fe no puede ser usada como coartada para la indiferencia. Como advirtió san Pablo:
“Ustedes han sido llamados a la libertad, pero no tomen esa libertad como excusa para satisfacer los deseos egoístas.” (Gálatas 5:13)
Creer no es una licencia para desentenderse del mundo. Al contrario, es una invitación a transformarlo. La fe no es renuncia a las obras, es su raíz. Si creemos de verdad, amamos. Y si amamos, actuamos. No hay otra.
El teólogo Karl Rahner dijo que “el cristiano del futuro será un místico o no será nada”. Y ese místico no es alguien que escapa del mundo, sino quien vive profundamente conectado con Dios y con la humanidad. Su fe se expresa en obras.
No, las buenas obras no “compran” la salvación. Pero tampoco existe salvación sin transformación del corazón, y esa transformación se demuestra con hechos. La fe verdadera produce vida. Una vida nueva. Una vida que da frutos. Que ama. Que sirve. Que se entrega.
La fe que no produce obras... simplemente no es fe.
JECM
No hay comentarios:
Publicar un comentario