martes, 5 de agosto de 2025

¿Reconciliación? ¿De quiénes y con quién?


La reconciliación es, en ocasiones, un camino válido. Pero no es automático, ni puede darse por decreto. Es un proceso delicado, profundo, que exige mucho más que buenas intenciones. Y en medio de tantas voces que hoy enarbolan esa palabra, me pregunto con honestidad: ¿la reconciliación entre quiénes y con quién?

Anthony de Mello, en una de sus parábolas, habla de dos judíos que sobreviven a los campos de concentración. Uno de ellos, aunque herido, decide no odiar. El otro sigue cargando un resentimiento feroz. “Yo no puedo perdonar”, dice. Y su amigo le responde: “Entonces, aún eres prisionero de los nazis”. No siempre se perdona por el otro. A veces se perdona para que el odio no te consuma por dentro. Para no seguir preso de lo que ya pasó.

Pero el caso cubano no es solo individual. Es político, histórico, colectivo. No se trata simplemente de si yo, o tú, perdonamos. Se trata de si un pueblo entero puede reconstruirse tras décadas de fracturas, agresiones, errores, resentimientos, silencios impuestos y gritos manipulados.

Muchos hablan de reconciliación, pero ¿con qué propósito? ¿Reconciliarnos con quienes han negado incluso nuestro derecho a existir como país? ¿Con quienes han aplaudido sanciones, bloqueos, campañas de odio y de tergiversación que nos han hecho más difícil la vida a todos? ¿Con los que han buscado convertir nuestras dificultades en su oportunidad política?

No. No puede haber reconciliación a cualquier precio. Mucho menos si se pretende que signifique olvido, renuncia o claudicación. No puede llamarse reconciliación a la exigencia de borrar nuestra historia, de negar lo que fuimos, lo que somos y lo que aún aspiramos a ser.

Pero también es verdad que debemos distinguir. Porque hay muchos cubanos, dentro y fuera, que piensan distinto. Que tienen críticas válidas. Que se formaron con otras vivencias, otras narrativas. Que aman a Cuba aunque no compartan todas nuestras verdades. Y ahí, sí cabe otra pregunta: ¿cómo nos reencontramos sin ceder en lo esencial, pero sin repetir la exclusión?

Reconciliarse no es rendirse. Tampoco es tolerar el odio. Pero sí puede ser —y debe ser— un ejercicio de madurez nacional. Un compromiso con el futuro. Un diálogo honesto, sin superioridades morales, sin purismos, sin manipulaciones. Porque si no aprendemos a escucharnos, aunque duela, el país se seguirá deshaciendo por dentro.

Yo no creo en una reconciliación sin verdad. Ni sin justicia. Ni sin respeto. Pero sí creo que un día debemos hablar todos los cubanos, cara a cara, sin gritar. Con memoria. Con dignidad. Sin olvidar de dónde venimos, pero sin quedarnos anclados en el pasado.

Cuba necesita reconciliación, sí. Pero no cualquiera. No la del perdón obligado, ni la del olvido interesado. Necesita la reconciliación que nace de la verdad y del compromiso con un país para todos, no de la imposición de unos sobre otros. Porque sin verdad, la reconciliación es solo una máscara más.

JECM

sábado, 2 de agosto de 2025

La fe sin obras es vana

Un amigo escribió recientemente: “No ganamos el cielo por las buenas obras, ni lo perdemos por errores doctrinales. La salvación es un regalo de Dios por la fe.” Una afirmación que, en parte, contiene verdad: la salvación no se compra, es gracia. Pero también es incompleta. Porque puede ser peligrosa si se convierte en excusa para la pasividad o para una fe sin compromiso.

La Biblia lo expresa con fuerza a través de la epístola de Santiago:

“La fe, si no tiene obras, está completamente muerta.” (Santiago 2:17)

No dice que es débil, ni que necesita mejoras. Dice que está muerta.
Y añade: “¿Acaso puede la fe salvar a alguien si no actúa?” (Santiago 2:14). Incluso los demonios creen, dice Santiago, pero no por eso hacen el bien.

Lutero, Calvino y un giro radical

Durante la Reforma protestante, figuras como Martín Lutero y Juan Calvino reaccionaron —con razón— contra los abusos de la Iglesia de su tiempo, que vendía “obras” como si fueran salvación. De ahí nació la conocida doctrina de la sola fide: solo por la fe somos justificados.

Sin embargo, este énfasis llevó a algunos reformadores a rechazar partes esenciales del mensaje evangélico. Lutero llegó a llamar a la carta de Santiago “epístola de paja”, por su insistencia en que la fe sin obras no sirve. Calvino, por su parte, construyó una doctrina de la predestinación extrema, donde todo estaba decidido de antemano: algunos eran elegidos para salvarse, otros para condenarse.

Esta visión, como señaló el psicoanalista y filósofo Erich Fromm, tuvo consecuencias graves. En su libro El miedo a la libertad, Fromm analiza cómo esta idea calvinista, llevada al extremo, ayudó a cimentar el pensamiento autoritario, incluso llegando a ser utilizada como base ideológica para que el nazismo se justificara moralmente.

La fe que salva, actúa

Decir que la fe es un regalo de Dios es cierto. Pero Dios no nos salva sin nuestra respuesta. Lo dijo san Agustín hace siglos:

“Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti.”

La fe no es un papel que firmamos, ni un pensamiento que asentimos en la mente. Es una forma de vivir, de amar, de actuar. Por eso, Jesús no les dirá al final de los tiempos: “Tuviste la doctrina correcta”, sino:

“Tuve hambre y me diste de comer, estuve preso y me visitaste, fui extranjero y me recibiste.” (Mateo 25:35-36)

Esa es la verdadera prueba del cristianismo: cómo tratamos al otro, especialmente al más pequeño, al más necesitado. No basta con “tener fe”. Si esa fe no se traduce en acciones concretas, en solidaridad, en lucha por la justicia, en amor real, entonces es solo una idea vacía.

La fe no es excusa para hacer lo que quieras

La fe no puede ser usada como coartada para la indiferencia. Como advirtió san Pablo:

“Ustedes han sido llamados a la libertad, pero no tomen esa libertad como excusa para satisfacer los deseos egoístas.” (Gálatas 5:13)

Creer no es una licencia para desentenderse del mundo. Al contrario, es una invitación a transformarlo. La fe no es renuncia a las obras, es su raíz. Si creemos de verdad, amamos. Y si amamos, actuamos. No hay otra.

El teólogo Karl Rahner dijo que “el cristiano del futuro será un místico o no será nada”. Y ese místico no es alguien que escapa del mundo, sino quien vive profundamente conectado con Dios y con la humanidad. Su fe se expresa en obras.

No, las buenas obras no “compran” la salvación. Pero tampoco existe salvación sin transformación del corazón, y esa transformación se demuestra con hechos. La fe verdadera produce vida. Una vida nueva. Una vida que da frutos. Que ama. Que sirve. Que se entrega.

La fe que no produce obras... simplemente no es fe.

JECM