lunes, 5 de septiembre de 2016

Periodismo e insolidaridad

Carlos Fernández Liria

Habría que ser un gran antropólogo para entender el escándalo desatado por los medios de comunicación a raíz de las declaraciones de Pablo Iglesias en el acto de la Universidad Complutense. Lo que más me ha sorprendido es que los periodistas que no han parado de rasgarse las vestiduras parecen sinceros. Los escucho y creo de verdad que se creen lo que están diciendo. La capacidad del ser humano para creerse sus propias mentiras es, a veces, un misterio insondable. Yo no le encuentro explicación. ¿Qué dijo Pablo Iglesias? Dijo que los medios de comunicación tenían una línea editorial y que los periodistas que querían destacar en ellos no tenían más remedio que plegarse a ella. Y esta evidencia se considera un insulto intolerable al periodismo y un ataque contra la libertad de expresión. Lo que me ha extrañado, insisto, no es que se diga esto, sino que quienes lo dicen parece que se lo creen de verdad.

Hay que comenzar por decir que hay algo muy insolidario en los periodistas que han levantado el escándalo. Insolidario y desleal con sus propios compañeros periodistas. Los periodistas que están trabajando instalados en los medios de comunicación no son los únicos periodistas de este país. Hay millares y millares de periodistas sin trabajo, que no encuentran sitio en los medios precisamente porque no están dispuestos a plegarse a las exigencias de los medios que, al fin y al cabo, son empresas privadas que pueden despedir y contratar a su antojo, en virtud de sus propios intereses (o medios estatales intervenidos gubernamentalmente, lo que es igualmente innegable y tiene los mismos efectos). Cuando los periodistas con trabajo reaccionan como han reaccionado, como si ellos fueran los dueños de la profesión, están pisoteando y silenciando la voz de todos los periodistas en paro, muchos de ellos magníficos profesionales que han demostrado su valía en medios marginales y en las redes porque jamás se les ha ofrecido ni se les ofrecerá trabajar en ningún medio de comunicación privado o estatal. Hay que decirlo bien claro y bien alto: en este país padecemos la forma de censura más brutal y salvaje que se puede concebir. Aquí no hacen falta las tijeras franquistas. Hay un sistema de censura mucho más eficaz. Sencillamente, todos los periodistas a los que habría que censurar, están en paro. Hay algunas excepciones, algunos profesionales que han logrado mal que bien mantener su trabajo y su independencia, pero la norma es ésta. Y para los que están trabajando, el temor al despido o a arruinar su carrera periodística pesa sobre ellos como la forma más salvaje de censura que se puede imaginar.
Cuando escucho a los periodistas decir que ellos no han recibido jamás presiones para publicar una u otra noticia, claro que me lo creo. Si hubiera que presionarlos para decir lo que dicen simplemente haría mucho tiempo que estarían despedidos o jamás habrían encontrado trabajo (como les pasa a tantos y tantos periodistas compañeros suyos, para los que no sé si se advierte lo ofensivas que pueden resultar estas declaraciones). Se les contrató precisamente por su idoneidad para la línea editorial del oligopolio mediático para el que trabajan. ¿Pero es que van a negar que la prensa y las televisiones privadas contratan a quienes de antemano van a coincidir con su línea editorial o sus intereses empresariales? Es repugnante que los periodistas con trabajo se burlen así de los periodistas en paro que no han aceptado el chantaje de la censura empresarial. Es insolidario, ofensivo y desleal.

Si a la profesión de periodista se accediera por oposición y los periodistas, en consecuencia, tuvieran una libertad de cátedra al menos semejante a la que tienen los profesores de la enseñanza pública (muy dañada hoy en día, sin duda, pero todavía suficiente), la conmoción política sería inimaginable. Yo, en tanto que profesor titular de la UCM sí puedo decir que nadie me ha presionado jamás para que cuente una cosa u otra en clase. Pero si trabajara para una Universidad privada, sabría muy bien cuál es la ley de hierro: nadie te va a presionar, porque si hubiera que presionarte, jamás habrías sido contratado; y el día que haya que presionarte lo más mínimo, estás, sencillamente, despedido. No creo que pudiera llegar a ser tan insensato o estúpido para creerme eso de que como nadie me presiona es que gozo de independencia en el ejercicio de mi profesión. La enseñanza privada no ejerce su control ideológico con recortes a la libertad de expresión o con controles disciplinarios (aunque a veces, también se llega a eso). Esa práctica de la censura es propia de dictadores principiantes. Nuestra dictadura mediática es muchísimo más sutil y muchísimo más totalitaria: o tragas o te vas al paro.

Lo peor de este espectáculo que están montando los periodistas ofendidos es que están suplantando la voz de todos los profesionales que han tenido menos suerte (por llamarlo suerte) que ellos. Nunca he visto un colectivo más cruel y despectivo con sus propios compañeros. Nunca he visto un colectivo que reduzca a la inexistencia a sus parados. No digo que los profesores, en tanto que colectivo, no seamos abyectos desde muchos puntos de vista, no hay más que ver lo poco que hemos sabido defender nuestra profesión. Pero nunca hemos llegado a olvidar que, mientras algunos estamos instalados con una plaza en propiedad, gozando de nuestra libertad de cátedra, hay un ejército de interinos, contratados y becarios que tienen que plegarse a diario a vejaciones insólitas (para empezar por su sueldo a veces insultante) con tal de no perder su puesto de trabajo. La insolidaridad del cuerpo de los periodistas con sus compañeros en paro, me resulta, en cambio, impactante.

Y toda esta sacrosanta indignación resulta tanto más ofensiva e hiriente en un día como hoy, en el que se publica la noticia (pero no en primera página ni para abrir la portada de los telediarios) de que el diario El Mundo va a despedir a 91 de los 224 periodistas y trabajadores del ERE dictado por Unidad Editorial. Es difícil imaginar una hipocresía más abyecta que silenciar estos despidos, con clamores indignados por la libertad de prensa.

En este país, se llama libertad de expresión a la dictadura mediática de tres o cuatro oligopolios. Es lo que hay. Los periodistas son las primeras víctimas de ello y por esto merecen nuestro respeto y, muchas veces, nuestra más sincera admiración. Pero rasgarse las vestiduras porque haya quien denuncie esta situación es repulsivo.

(*) Carlos Fernández Liria es profesor de Filosofía en la UCM. Su última obra publicada es En defensa del populismo (Catarata, 2016).

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