Por:
Alina Perera Robbio
Por trampas que la vida tiende, por absurdos en los cuales nuestra imperfecta naturaleza humana suele caer, he borrado sin querer una larga y proteica entrevista que hace algún tiempo sostuve con el cineasta y amigo Jorge Luis Sánchez, cuyo último largometraje, Cuba libre, muchos pudimos ver en las salas de cine y en la televisión, y que yo, casualmente, pude disfrutar el 17 de diciembre de 2015.
Como todo parece estar escrito, otros percances ya habían dado señales antes del instante del encuentro: la cita se posponía hasta que decidimos fijar día y hora y hacer la entrevista en el momento acordado, o desistir para siempre.
El diálogo finalmente vivido se esfumó sin remedio de la grabadora moderna. Pero como lo que realmente impacta, y con razón lo ha dicho Gabriel García Márquez, no se olvida aun sin tomar notas, recuerdo ahora que el utilísimo filme fue un proyecto anhelado por su creador desde 1998, ahora sale a la luz, coincidente con un momento histórico que obliga a una lectura especial.
Cuando Jorge Luis comenzó a dar la batalla por su proyecto de Cuba libre, estábamos lejos de imaginar que el 17 de diciembre de 2014, Cuba y Estados Unidos sorprenderían al mundo con la noticia de una recíproca voluntad de acercamiento.
La historia de dos niños, a través de quienes se cuenta en la película algo de lo sucedido en los días de la intervención yanqui, cuando se había desvanecido la gesta mambisa iniciada en 1895, nos enfrenta al drama de un harapiento ejército libertador que ha perdido a dos de sus grandes líderes —Martí y Maceo—, luchando hasta la fatiga, y que al llegar a muchos pueblos hambrientos encuentra en los americanos a unos ágiles adelantados que llevan la impronta del «progreso», del pragmatismo y de la invitación a pasar la página de la insurgencia.
La dignidad del jefe mambí que llega con su maltrecha tropa al pueblo donde está su pequeño hijo, solo le deja el desenlace del suicidio ante la propuesta de entregar su fusil a cambio de 75 pesos. El director del filme no encuentra otra salida en una obra que rinde tributo a los patriotas y, de especial manera, a su bisabuelo materno, que echó su suerte en los campos de Cuba.
La urgencia por salvar la honra en medio de la devastación dejada por la guerra es el clamor profundo del filme, donde incluso se nos cuenta que cierta Estatua de La Libertad estuvo sobre un pedestal en la Isla, hasta que un ciclón la echó al suelo en 1903; y así fue, me ha dicho el cineasta, como hasta la naturaleza sacó la cara por la decencia de la nación.
Mucho tuvo que estudiar Jorge Luis, hurgar en archivos y en diversas fuentes, conversar con prestigiosos historiadores, para llevar adelante su filme. Y en esa búsqueda resultó una revelación constatar que no pocos de quienes llegaron desde Norteamérica vestidos con elegantes uniformes azules, eran negros y mestizos, de los estados del sur; condición que sin duda matizó el encuentro entre dos culturas.
El director del filme, en diversas imágenes que encontró de la época, advirtió un ejército extraño (los del Norte): los ocupantes entraban marchando a los pueblos, sus miradas solían ir hacia la nuca del soldado delantero, mas no buscaban el gesto de los habitantes transidos de desolación y asombro, hechos de memoria propia.
La película es una propuesta construida con amor y rigor histórico, y así debe ser vista escena a escena, porque como me decía su artífice, la voluntad que emana de aquel momento agónico, de firmeza para quienes por décadas se habían lanzado a los campos para destituir un poder colonial y afirmar «Cuba está aquí», es la misma que hoy nos seguiría poniendo a salvo de todo extravío, espejismo, parálisis, de toda ceguera que no pondere un digno sentido de la vida por encima de cualquier interés mezquino.
Muchos hombres y mujeres valiosos, desde los días que refleja el filme hasta hoy, dieron sus vidas o lo mejor de sí para limpiar a Cuba de aquel dolor que definió el Generalísimo Máximo Gómez durante la intervención de aquellos nuevos dueños: «Tristes se han ido ellos —decía Gómez de los españoles— y tristes nos hemos quedado nosotros, porque un poder extranjero los ha sustituido».
La amargura pervivió hasta que la Generación del Centenario hizo definitivamente libre a Cuba en un viaje profundo a la autoestima del país, haciéndonos recordar que solo la debilidad podría hoy hacernos perder lo ganado. Como siempre previsor y a solo meses de iniciar la contienda del 95, Martí había publicado en Patria, el 30 de octubre de 1894, en breve y encendido texto, que «solo la Revolución —y nadie fuera de ella— puede dañarse a sí misma. —Otras cosas no importan (…)».
Igual ahora, como entonces dijo el Apóstol, ni una brizna, ni un globo de humo, podrían contra la Revolución: «Los únicos que tendrían en Cuba poder contra la Revolución, serían los cubanos indecisos, —o los traidores. Cada día, en la vida de los hombres, es una página imborrable de la historia».
Es lo que tiempo después, en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, dijo Fidel el 17 de noviembre de 2005. La esencia de sus palabras nos señalaba que si perdemos la Revolución, sería culpa nuestra. Cuba libre, abierta al mundo y dejando entrar al mundo en sus venas, no debería temer a más fantasmas que a las debilidades, agotamientos o indecisiones endógenos. Su gran batalla tiene que ver hoy con funcionar mejor, con no sentarse en silla alguna, apostada a la vera del camino, que le invite al descanso.
Pareciera que el filme —creación largamente acariciada y defendida por su autor—, donde nos duele la libertad extraviada de la Isla, haya sido concebido para estos días cardinales de reafirmación.
Fidel, el más fiel de los seguidores del pensamiento martiano, miró el futuro cristalinamente cuando en 1988 alertara: «Aun cuando un día formalmente mejoraran las relaciones entre Cuba y el imperio, no por ello cejaría ese imperio en su idea de aplastar la Revolución Cubana, y no lo oculta, lo explican sus teóricos, lo explican los defensores de la filosofía del imperio. Hay algunos que afirman que es mejor realizar determinados cambios en la política hacia Cuba para penetrarla, para debilitarla, para destruirla, si es posible, incluso, pacíficamente».
El editorial publicado en Granma el pasado miércoles, entre otras clarificaciones cardinales, reafirma que «no se puede albergar tampoco la menor duda respecto al apego irrestricto de Cuba a sus ideales revolucionarios y antimperialistas, y a su política exterior comprometida con las causas justas del mundo, la defensa de la autodeterminación de los pueblos y el tradicional apoyo a nuestros países hermanos».
Y más adelante cita a Raúl, al señalar que «no renunciaremos a nuestros ideales de independencia y justicia social, ni claudicaremos en uno solo de nuestros principios, ni cederemos un milímetro en la defensa de la soberanía nacional. No nos dejaremos presionar en nuestros asuntos internos. Nos hemos ganado este derecho soberano con grandes sacrificios y al precio de los mayores riesgos».
Y es que en este Archipiélago sigue retumbando el grito de esos mambises de la película de Jorge Luis: «¡Viva Cuba libre!».
(Tomado de Juventud Rebelde)
Como todo parece estar escrito, otros percances ya habían dado señales antes del instante del encuentro: la cita se posponía hasta que decidimos fijar día y hora y hacer la entrevista en el momento acordado, o desistir para siempre.
El diálogo finalmente vivido se esfumó sin remedio de la grabadora moderna. Pero como lo que realmente impacta, y con razón lo ha dicho Gabriel García Márquez, no se olvida aun sin tomar notas, recuerdo ahora que el utilísimo filme fue un proyecto anhelado por su creador desde 1998, ahora sale a la luz, coincidente con un momento histórico que obliga a una lectura especial.
Cuando Jorge Luis comenzó a dar la batalla por su proyecto de Cuba libre, estábamos lejos de imaginar que el 17 de diciembre de 2014, Cuba y Estados Unidos sorprenderían al mundo con la noticia de una recíproca voluntad de acercamiento.
La historia de dos niños, a través de quienes se cuenta en la película algo de lo sucedido en los días de la intervención yanqui, cuando se había desvanecido la gesta mambisa iniciada en 1895, nos enfrenta al drama de un harapiento ejército libertador que ha perdido a dos de sus grandes líderes —Martí y Maceo—, luchando hasta la fatiga, y que al llegar a muchos pueblos hambrientos encuentra en los americanos a unos ágiles adelantados que llevan la impronta del «progreso», del pragmatismo y de la invitación a pasar la página de la insurgencia.
La dignidad del jefe mambí que llega con su maltrecha tropa al pueblo donde está su pequeño hijo, solo le deja el desenlace del suicidio ante la propuesta de entregar su fusil a cambio de 75 pesos. El director del filme no encuentra otra salida en una obra que rinde tributo a los patriotas y, de especial manera, a su bisabuelo materno, que echó su suerte en los campos de Cuba.
La urgencia por salvar la honra en medio de la devastación dejada por la guerra es el clamor profundo del filme, donde incluso se nos cuenta que cierta Estatua de La Libertad estuvo sobre un pedestal en la Isla, hasta que un ciclón la echó al suelo en 1903; y así fue, me ha dicho el cineasta, como hasta la naturaleza sacó la cara por la decencia de la nación.
Mucho tuvo que estudiar Jorge Luis, hurgar en archivos y en diversas fuentes, conversar con prestigiosos historiadores, para llevar adelante su filme. Y en esa búsqueda resultó una revelación constatar que no pocos de quienes llegaron desde Norteamérica vestidos con elegantes uniformes azules, eran negros y mestizos, de los estados del sur; condición que sin duda matizó el encuentro entre dos culturas.
El director del filme, en diversas imágenes que encontró de la época, advirtió un ejército extraño (los del Norte): los ocupantes entraban marchando a los pueblos, sus miradas solían ir hacia la nuca del soldado delantero, mas no buscaban el gesto de los habitantes transidos de desolación y asombro, hechos de memoria propia.
La película es una propuesta construida con amor y rigor histórico, y así debe ser vista escena a escena, porque como me decía su artífice, la voluntad que emana de aquel momento agónico, de firmeza para quienes por décadas se habían lanzado a los campos para destituir un poder colonial y afirmar «Cuba está aquí», es la misma que hoy nos seguiría poniendo a salvo de todo extravío, espejismo, parálisis, de toda ceguera que no pondere un digno sentido de la vida por encima de cualquier interés mezquino.
Muchos hombres y mujeres valiosos, desde los días que refleja el filme hasta hoy, dieron sus vidas o lo mejor de sí para limpiar a Cuba de aquel dolor que definió el Generalísimo Máximo Gómez durante la intervención de aquellos nuevos dueños: «Tristes se han ido ellos —decía Gómez de los españoles— y tristes nos hemos quedado nosotros, porque un poder extranjero los ha sustituido».
La amargura pervivió hasta que la Generación del Centenario hizo definitivamente libre a Cuba en un viaje profundo a la autoestima del país, haciéndonos recordar que solo la debilidad podría hoy hacernos perder lo ganado. Como siempre previsor y a solo meses de iniciar la contienda del 95, Martí había publicado en Patria, el 30 de octubre de 1894, en breve y encendido texto, que «solo la Revolución —y nadie fuera de ella— puede dañarse a sí misma. —Otras cosas no importan (…)».
Igual ahora, como entonces dijo el Apóstol, ni una brizna, ni un globo de humo, podrían contra la Revolución: «Los únicos que tendrían en Cuba poder contra la Revolución, serían los cubanos indecisos, —o los traidores. Cada día, en la vida de los hombres, es una página imborrable de la historia».
Es lo que tiempo después, en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, dijo Fidel el 17 de noviembre de 2005. La esencia de sus palabras nos señalaba que si perdemos la Revolución, sería culpa nuestra. Cuba libre, abierta al mundo y dejando entrar al mundo en sus venas, no debería temer a más fantasmas que a las debilidades, agotamientos o indecisiones endógenos. Su gran batalla tiene que ver hoy con funcionar mejor, con no sentarse en silla alguna, apostada a la vera del camino, que le invite al descanso.
Pareciera que el filme —creación largamente acariciada y defendida por su autor—, donde nos duele la libertad extraviada de la Isla, haya sido concebido para estos días cardinales de reafirmación.
Fidel, el más fiel de los seguidores del pensamiento martiano, miró el futuro cristalinamente cuando en 1988 alertara: «Aun cuando un día formalmente mejoraran las relaciones entre Cuba y el imperio, no por ello cejaría ese imperio en su idea de aplastar la Revolución Cubana, y no lo oculta, lo explican sus teóricos, lo explican los defensores de la filosofía del imperio. Hay algunos que afirman que es mejor realizar determinados cambios en la política hacia Cuba para penetrarla, para debilitarla, para destruirla, si es posible, incluso, pacíficamente».
El editorial publicado en Granma el pasado miércoles, entre otras clarificaciones cardinales, reafirma que «no se puede albergar tampoco la menor duda respecto al apego irrestricto de Cuba a sus ideales revolucionarios y antimperialistas, y a su política exterior comprometida con las causas justas del mundo, la defensa de la autodeterminación de los pueblos y el tradicional apoyo a nuestros países hermanos».
Y más adelante cita a Raúl, al señalar que «no renunciaremos a nuestros ideales de independencia y justicia social, ni claudicaremos en uno solo de nuestros principios, ni cederemos un milímetro en la defensa de la soberanía nacional. No nos dejaremos presionar en nuestros asuntos internos. Nos hemos ganado este derecho soberano con grandes sacrificios y al precio de los mayores riesgos».
Y es que en este Archipiélago sigue retumbando el grito de esos mambises de la película de Jorge Luis: «¡Viva Cuba libre!».
(Tomado de Juventud Rebelde)
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