miércoles, 9 de diciembre de 2015

La hora de las UMAP: Notas para un tema de investigación

por Rafael Hernández

Las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) se crearon hace ahora cincuenta años. El primer llamado a cumplir el Servicio Militar Obligatorio (SMO) en esta variante tuvo lugar a fines de noviembre de 1965. El segundo ocurriría en junio de 1966. El tercero nunca se haría. Por las UMAP pasaron más de 25 000 reclutas. Una parte se fue desmovilizando desde finales de 1966; los últimos lo harían en junio de 1968. En total, duraron dos años y siete meses.

La interpretación de este evento tiene un sesgo particular. La mayoría de lo publicado consiste en testimonios personales y fragmentarios, suministrados por reclutas que vivieron en uno entre los más de setenta campamentos, esparcidos por los llanos de Camagüey, donde hicieron trabajos agrícolas como cortar caña, y otras tareas, incluida la construcción. La mayoría de estos testimonios, escritos y difundidos fuera de la Isla, se concentra en describir situaciones extremas, caracterizadas por reclusión arbitraria, abusos generalizados, condiciones propias de una prisión de alta seguridad o un campo de concentración, manejado por guardias sádicos, donde la norma es el castigo corporal, y se llega incluso a la ejecución extrajudicial.
Los publicados en Cuba, en ediciones de algunas iglesias evangélicas, caracterizan las UMAP como injustas y refieren excesos cometidos en estas, aunque presentan una visión más ecuánime y humanizada no solo de los reclutas, sino de los guardias, matizan la vida dentro de estos campamentos, distinguen momentos de cambio y etapas menos malas, e incluyen un examen de conciencia de los autores, donde se destacan el crecimiento personal y el aprendizaje sobre la sociedad real y la naturaleza humana que significó para ellos.[1]

En general, los textos disponibles sobre las UMAP carecen de un examen documentado sobre el contexto histórico y político de la Cuba de entonces. Ninguno se basa en fuentes oficiales donde se fundamente la razón de ser o se expliquen los propósitos de este tipo de SMO; ni en testimonios de oficiales, jefes de campamentos, autoridades a cargo. Salvo varios reportajes laudatorios publicados en Granma, Verde Olivo y El Mundo, en 1966 y 1967, los medios cubanos han permanecido en silencio sobre el tema. La falta de información documentada y de revisión histórica crítica, el predominio de los estereotipos y el anatema, han hecho de las UMAP un tópico maldito, como ningún otro en más de medio siglo.

Una investigación a fondo requeriría, naturalmente, acceso a fuentes y testimonios ignorados, que permitan analizar lo que pasó, sus causas y contexto. Estas breves notas se proponen apenas reunir, de manera todavía muy preliminar, algunos elementos en el camino de esa indagación.



Cuba en 1965-1968

En 1964-65, la Revolución cubana se quedó aislada en el hemisferio. No solo los Estados Unidos habían roto relaciones económicas y diplomáticas con la Isla, sino el resto de América Latina y el Caribe —menos México y Canadá, que no eran precisamente aliados. Los tubos de respiración económica con el campo socialista se mantenían, así como el suministro de armamento defensivo convencional. Sin embargo, desde el pacto entre los Estados Unidos y la URSS que puso fin a la Crisis de octubre de 1962, las relaciones políticas con Moscú se habían enfriado, y con Beijing lo harían desde 1965-1966. El Partido Comunista de Cuba, fundado en octubre de 1965, sufría las presiones de ambas potencias socialistas, para que se alineara con alguna de las dos. La discrepancia cubana, muy apreciable y pública, acerca de los caminos para la liberación nacional en la región y en África, y en torno a los fundamentos ideológicos de la nueva sociedad socialista, la distanciaba de ambas. No es extraño que, entre 1964-65 y 1970, cuando ese aislamiento geopolítico se hizo crítico, Cuba se asumiera a sí misma como un navegante en solitario, que abría la ruta hacia una constelación llamada el comunismo. En enero de 1967, Fidel Castro anunciaría que en tres pueblos rurales —San Andrés de Caiguanabo, Banao y Gran Tierra– se empezaría a experimentar formas comunistas de vida y organización social, que excluían no solo el mercado, sino el uso del dinero.

En ese contexto particular de aislamiento y radicalización ideológica, sucedieron acontecimientos, algunos gloriosos y otros deplorables, que solo pueden explicarse si se entiende la época. Como en una tormenta perfecta, en el vórtice de aquella etapa concurrieron, de modo excepcional, factores que produjeron un estallido en la cultura política revolucionaria. Atribuírselos a resabios estalinistas derivados de la relación con la Unión Soviética, o a influencias de la China de la Revolución cultural revela ignorancia histórica, mala fe o simple novelería. Nunca el proceso cubano fue más autónomo, ni sus políticas estuvieron más arraigadas en el propio tejido nacional y en el espacio internacional creado por la Revolución —con sus luces y sus sombras.

En ese espacio internacional construido en respuesta al aislamiento hemisférico y el distanciamiento del resto del campo socialista, sus casi exclusivos aliados políticos eran los revolucionarios del mundo. La Conferencia Tricontinental los reuniría en La Habana, en enero de 1966, para fundar una nueva Internacional socialista, bajo la consigna de “hacer la revolución” —es decir, “la lucha armada por la liberación nacional”. La carta del Che Guevara a la Tricontinental, escrita desde la selva boliviana un año después, llamaba a crear "dos, tres, muchos Viet Nam", no como una mera consigna, sino en respuesta a la escalada norteamericana, iniciada en 1965, ascendente a tres cuartos de millón de tropas en 1968. Unos meses antes, la víspera de su salida para el Congo, en ese mismo 1965, el Che había publicado "El socialismo y el hombre en Cuba", su obra de mayor impacto en la cultura política de aquellos años, donde sostenía que la Revolución en Cuba era auténtica y distinta, porque se basaba en la creación de un hombre nuevo.

No todos los cubanos coincidían con este hombre nuevo, en términos de definición o adhesión. De hecho, en los meses finales de 1965, la presión migratoria acumulada llevó a la apertura del puerto de Camarioca para facilitar las salidas hacia los Estados Unidos. La interrupción de los vuelos directos entre la Isla y el Norte en octubre de 1962 había dejado atrás a numerosos familiares rezagados, descontentos por no encontrar alternativa viable para emigrar. Camarioca, cerca de Varadero, representaba la primera de una serie de rupturas migratorias (replicadas luego en el puerto de Mariel en 1980 y en la crisis de los balseros de 1994), que obligarían a los Estados Unidos a firmar acuerdos con Cuba. Se iniciaría el llamado puente aéreo entre Varadero y Miami, por el que saldrían más de 250 000 cubanos entre 1966 y 1973.

El factor guerra de Viet Nam, en fase creciente, justificaría, sin embargo, la decisión cubana de retener a los varones entre 15 y 26 años, con el argumento de cumplir su Servicio Militar Obligatorio en la Isla, y prevenir así que pudieran ser reclutados por el SMO vigente entonces en Estados Unidos, y obligados a integrar la fuerza de intervención en el sudeste asiático. Esa solidaridad con la lucha vietnamita no era solo ideológica, sino un gesto de reciprocidad. En la medida en que la fuerza militar de los Estados Unidos en Indochina escalaba, la guerra de Viet Nam se veía desde La Habana como una especie de pararrayos para Cuba,

A pesar de ese efecto, sin embargo, la sensación de vulnerabilidad dejada por la Crisis de octubre de 1962, el terrorismo continuado desde bases en Miami y el Caribe, y la muy reciente intervención de 42 000 marines en República Dominicana (abril-septiembre, 1965), mantenían alta la percepción de amenaza a la seguridad nacional cubana. Por otro lado, el fin de la guerra civil en el Escambray, en ese mismo 1965, permitiría liberar a numerosos oficiales y cuadros, incluidos dirigentes, para otras tareas políticas y económicas. La creación reciente del SMO respondía precisamente a aliviar la presión sobre unas fuerzas armadas que absorbían una parte considerable de los recursos humanos y los cuadros necesarios para los planes de desarrollo.

Ante esa alternativa, sin embargo, se presentaba la cuestión del acceso a “la técnica militar” por parte de cualquier recluta, en particular los que no eran confiables por razones políticas o por su conducta social desviante respecto al canon establecido. Esta categoría involucraba a un grupo heterogéneo, integrado, en primer lugar, por antisociales, delincuentes, vagos habituales, así como desafectos políticos de variado pelaje, incluidos los aspirantes a emigrar, y en segundo, por gays y miembros de congregaciones religiosas.

¿Cómo se explica la presencia de estos dos últimos grupos en la categoría de no elegibles para el SMO normal? La condición homosexual se consideraba una patología de la personalidad por la psicología clínica de la época, no solo en Cuba, sino en los países de Occidente. Su imagen social predominante —también en los Estados Unidos— consideraba a los homosexuales de carácter frágil, imprevisibles, impulsivos, a menudo promiscuos, y, en términos de seguridad nacional, expuestos a la manipulación enemiga. Admitirlos en el servicio militar resultaba problemático, además, por razones sociales y morales propias de la época, y de prejuicios acumulados —algunos de los cuales sobreviven en sectores de la sociedad cubana actual, incluidas diversas iglesias.

Por otro lado, a pesar de que el discurso oficial cubano no declaraba a los religiosos como enemigos del proceso, sí se consideraban instrumentos conscientes o inconscientes de la contrarrevolución. Algunas organizaciones religiosas habían nutrido desde muy temprano las redes clandestinas armadas que se oponían al socialismo; numerosos sacerdotes, casi todos extranjeros, habían sido expulsados del país, acusados de actividad política. Y aunque lo más intenso de ese enfrentamiento había quedado atrás, una cantidad considerable de pastores evangélicos, inculpados por delitos contra la seguridad del estado,[2] habían sido condenados a largas penas en ese mismo 1965.

En aquel contexto, gays y religiosos fueron juzgados no confiables para integrar unidades militares y manejar armamento moderno. La idea de que eran susceptibles de “reeducación”, en el sentido de cambiar su orientación sexual o sus creencias religiosas, aunque sin ninguna base científica, formaba parte no solo de la ideología, sino del sentido común de la época. La confianza desbordada en el poder pedagógico del trabajo manual y la vida en colectivo propia de aquella nueva cultura cívica representaba una vía de reinserción social para los que se apartaban de la norma —en lugar de condenarlos al ostracismo moral o ideológico. En efecto, aunque basada en prejuicios, en una concepción estrecha sobre la naturaleza de la fe y la orientación sexual, y en una visión errónea sobre la posibilidad de “reeducarlos”, prevalecía en esta política la intención de preservarlos como parte de la nueva sociedad.

Finalmente, ante la necesidad de asegurar la producción de alimentos, el gobierno revolucionario estaba empeñado en repoblar algunas zonas agrícolas que se habían vaciado debido a las nuevas oportunidades de empleo permanente y el fomento de la urbanización que el propio proceso había propiciado. Camagüey, así como la entonces Isla de Pinos, eran regiones priorizadas para aplicar los incentivos principales —empleos, salarios, viviendas— que fomentaran la emigración laboral, incluida la de desmovilizados de las FAR. Sin embargo, a la altura de 1965, apenas 5% de estos habían aceptado la oferta de poblar los llanos de esa provincia y convertirse en fuerza de trabajo agrícola permanente. Mil desmovilizados estaban lejos de suplir la falta de 50 000 obreros en aquellos campos.



La concepción de las UMAP: “escuelas de conducta, no cárceles”

La idea de sancionar y rehabilitar mediante el trabajo agrícola era frecuente desde los años iniciales de la Revolución. Sembrar pinos en la remota península de Guanahacabibes, por ejemplo, fue una variante recurrente para dirigentes o cuadros civiles y militares que cometían errores o violaciones en el desempeño de sus cargos. En ocasiones, los propios responsables, en acto de contrición, solicitaban ir a purgar sus faltas en estas “tareas de choque”. El principio subyacente, más allá del simple castigo, era que el trabajo físico duro tenía una virtud moral, que contribuía a inculcar disciplina, modestia, fuerza de espíritu, eliminaba “blandenguerías burguesas”, y educaba a los citadinos en los principios de responsabilidad y abnegación propios de una cultura campesina. Naturalmente, no estaban en el régimen indefinido y de aniquilamiento propios de un campo de trabajo en Siberia, un campo de exterminio nazi, o una prisión de alta seguridad. Haber sembrado pinos en Guanahacabibes tampoco era necesariamente un estigma.

Las UMAP respondieron a una política trazada, no a la iniciativa de una institución. Su objetivo principal era la educación de un grupo de hombres jóvenes, que aunque no confiables para el SMO normal, debían poder reintegrarse a la sociedad como ciudadanos al cabo de tres años. El medio para conseguirlo era la disciplina militar y el trabajo. Se proponía llegar a ser una de las organizaciones más respetables y prestigiosas, por la función que debía desempeñar, y por las cualidades de los cuadros militares a cargo de dirigirlas y trabajar en ellas.

Estos cuadros debían pasar un curso de preparación, el primero de los cuales se graduó el 16 de octubre de 1965. A estos oficiales intermedios se les orientó que su misión no era ocuparse de presos en proceso de rehabilitación, sino de jóvenes que, a causa de su socialización, tenían pensamientos y conductas desviantes de distinto tipo. Estos debían ser “salvados” para la sociedad, adonde debían retornar convertidos en personas útiles. La idea original era que, en los primeros llamados, serían seleccionados “jóvenes descarriados” social, moral o políticamente; pero en el futuro, cuando las necesidades de las fuerzas armadas se redujeran, vendrían otros mejores, como los estudiantes que no se portaban bien en sus escuelas.

La relación de aquellos mandos de la UMAP con sus reclutas no debía ser solo como jefes militares, sino como “guías espirituales”, que les ofrecieran confianza para plantear sus problemas, de manera amistosa, y a la vez recta, rigurosa, educándolos mediante el ejemplo. Nunca tratarlos con desprecio, ridiculizarlos, herirlos, o haciéndolos sentir que estaban allí castigados, sino convencerlos mediante la argumentación y el razonamiento.

Naturalmente, las unidades militares no eran becas pedagógicas. Los cuadros de mando estarían allí para hacer que las normas de la disciplina militar se cumplieran. Los reclutas estarían obligados a cumplir un horario riguroso desde la mañana hasta la noche, marchar, usar un uniforme, construir sus propias instalaciones, trabajar en la agricultura —especialmente cortar caña— incluidos los fines de semana declarados laborales, cumplir estrictamente el protocolo militar, salir de pase solo cuando se decidiera. Si los reclutas violaban estas normas, se les debería aplicar la disciplina propia de una unidad militar, pues los jefes no podían permitir nada que se interpretara como desafío a su autoridad.

El cumplimiento de esta política trazada estuvo a cargo de un oficial de alto rango y máxima confianza, combatiente de la Sierra Maestra y del Segundo Frente “Frank País”, miembro del recién creado Comité Central del PCC, el comandante Ernesto Casillas.[3]



Entre el guión y la puesta en escena

En sus dos llamados, noviembre de 1965 y junio de 1966, las UMAP desbordaron las cifras originalmente planeadas.

Aunque eran las FAR las que llamaban al SMO y las UMAP, estas se basaban en una caracterización a cargo de un departamento o buró del MININT, denominado “Lacras sociales”. Era este el que identificaba a los religiosos y los gays como “lacras”, y naturalmente, a los antisociales y la totalidad de los restantes grupos.

Algunos ex-reclutas estiman que el grupo de mayor concentración en el primer llamado estuvo formado por antisociales y vagos habituales en edad militar, es decir, personas con antecedentes penales o considerados pre-delincuentes.[4] A estos casos de “conductas desviantes” se sumaban otros sancionados, enviados a las unidades entre 1966 y 1968, por diferentes causas administrativas, indisciplinas, abusos de poder, corrupción, entre ellos los castigados por lo que entonces se llamaba “la dulce vida”. Según las mismas fuentes, a algunos campamentos llegaron, incorporados en el año final de las UMAP, una cantidad de presos comunes, que venían directamente de las prisiones. La convivencia entre individuos de características tan disímiles no contribuía a crear condiciones favorables para los objetivos que se planteaba este especial servicio militar en su concepción original. Más bien, todo lo contrario.

Los oficiales y soldados necesarios para atender a más de 25 000 de estos reclutas provenían en su mayoría de las filas del Ejército Rebelde, y de los grupos sociales que lo nutrieron. Muchos no llegaron a pasar verdaderos adiestramientos donde asimilaran sus funciones como reeducadores, sino apenas instrucciones concisas sobre la misión que la Revolución les asignaba. En todo caso, una gran parte tenía un nivel escolar muy bajo.

Como me comentara el sargento Luis Manuel Castellanos, asignado a las unidades, las condiciones de transporte, instalaciones, la calidad y regularidad de los suministros, la lejanía, e incluso la práctica habitual del corte de caña, junto a otros rasgos de la vida en las UMAP, no se diferenciaban tanto de las condiciones de la vida en muchas unidades militares normales, ni en otros planes y movilizaciones de la época. En cambio, las medidas de seguridad imperantes en esos campamentos, dada su composición, y el control preventivo impuesto sobre una masa de reclutas obligados a permanecer en contra de su voluntad, bajo una disciplina especialmente rigurosa, con cercas de catorce alambres de púas y guardias armados, les daban a las UMAP más aspecto de prisiones que de unidades militares.

En ciertos casos, la misión de preservar las normas de disciplina ponían a los guardias ante situaciones difíciles de resolver. Aquellos reclutas cuyo credo religioso proscribía usar uniforme, marchar, saludar la bandera y otros usos del protocolo militar, así como trabajar los sábados, estaban predestinados a un conflicto irremisible con el régimen propio de cualquier SMO. El caso más connotado era el de los Testigos de Jehová. El argumento de que la ley y la sociedad les imponían normas que estaban obligados a aceptar como ciudadanos, al margen de su conciencia religiosa, se reveló inútil para convencerlos. Los Testigos estaban dispuestos, como dice la Biblia, a “dar coces contra el aguijón”. En torno de ellos, según la mayoría de los testimonios, se produjeron las situaciones de castigo más extremas.

La asignación a las unidades llegó a aplicarse como mecanismo de sanción dentro de las propias FAR. A causa de indisciplinas, algunos oficiales fueron enviados a los campamentos, durante largos periodos, a veces por faltas que no se juzgarían hoy de mayor envergadura. Entre estos sancionados, los hubo quienes alcanzaron luego altos grados en las Fuerzas Armadas.

Las señales de que las UMAP se habían alejado del proyecto original, los casos de arbitrariedades en la selección de los reclutas, abusos y excesos disciplinarios en los campamentos, llegaron a la dirección del MINFAR y el PCC casi desde el principio. En un artículo publicado en Granma, apenas cinco meses después del primer llamado, se informaba que “cuando empezaron a llegar los primeros grupos, que no eran nada buenos, algunos oficiales no tuvieron la paciencia necesaria ni la experiencia requerida, y perdieron los estribos. Por esos motivos, fueron sometidos a Consejo de Guerra, en algunos casos se les desgradó [sic], y en otros se les expulsó de las Fuerzas Armadas”.[5]

A fines de ese año 1966, el capitán Quintín Pino Machado, jefe de la Dirección Política de la DAAFAR,[6] fue designado por el alto mando de las Fuerzas Armadas para dirigir, investigar, rectificar los métodos y condiciones de vida en los campamentos, y en última instancia, poner término a las UMAP. Impresionado por lo que se encontró, Quintín —que había sido un destacado combatiente clandestino del Movimiento 26 de Julio en Santa Clara— solicitó la colaboración de la Facultad de Psicología de la Universidad de La Habana, para que enviara un equipo de investigación. Este grupo, formado y dirigido por estudiantes de años superiores, al frente de los cuales estaba María Elena Solé, se dedicó a entrevistar y clasificar a una parte de los reclusos, en particular los gays, con la orientación de desmovilizar a la mayoría lo antes posible, así como asesorar a los oficiales respecto al trato recomendable hacia los que permanecían en las UMAP, facilitar la comunicación y minimizar los conflictos.

Desde los primeros meses de 1967, se empezó a licenciar a una cantidad de reclutas, en particular los de mayor edad, o cuya desmovilización había sido recomendada por los investigadores u otras instancias, algunos antes de cumplir un año en las unidades. Las condiciones de los campamentos, en general, cambiaron. Se hicieron menos rigurosas las medidas de seguridad. Los reclutas del primer llamado fueron incorporados como cabos de escuadra en los pelotones, compartiendo responsabilidades con los militares. Los que mantenían buena conducta, en particular, los religiosos, que estaban entre los de mayor nivel educacional, fueron designados para otras labores dentro de los campamentos —administración, clases de superación.

A fines de ese año 1967, se designó al Capitán Felipe Guerra Matos, también combatiente de la Sierra, y a la sazón Jefe de Personal del MINFAR, para que relevara a Quintín. En junio de 1968, los reclutas que permanecían en las unidades fueron licenciados en masa. En septiembre de ese año, las UMAP fueron oficialmente suprimidas.



Posteridad y balance

“Las UMAP fueron una máquina migratoria”, me comentó el reverendo Alberto González, pastor bautista, quien las vivió desde el primer llamado, el 26 de noviembre de 1965, hasta su desmovilización general, el 29 de junio de 1968. Una vez licenciados, una mayoría de los evangélicos —seminaristas, pastores o laicos— se fue del país. Resulta difícil calcular la cantidad de gays o desafectos que tomaron el mismo camino; o para cuántos de ellos se convirtió en una cicatriz imborrable, incluso una herida por la que siguieron resollando. Hubo casos que no pudieron recuperarse del efecto postraumático y la depresión, que los conducirían a un final trágico.

Algunos, sin embargo, en particular un grupo de los religiosos que se quedaron, asimilaron esta dura experiencia como parte de su formación, en la medida en que puso a prueba su conciencia religiosa, profundizó su compromiso y capacidad como pastores o creyentes, y les permitió entrar en contacto estrecho con la sociedad real, incluidos sus grupos marginales, muy ajenos al clima de las iglesias.[7]

Sin embargo, tampoco en casos como estos, en que contribuyeron al crecimiento personal y a fijar valores, las UMAP llegaron a cumplir su papel como escuelas de reeducación, pues en ellas predominó la función de campos de castigo. Los reclutas UMAP no se sintieron nunca identificados con el propósito de aquella política, muchos no se la lograron explicar entonces, y siguieron sin entender hasta hoy cómo un proceso tan cargado de sentido humano como el que inspiraba a la Revolución pudo establecer una institución semejante.

Las UMAP no dejaron, per se, una memoria positiva. Su concepción estuvo atravesada por contradicciones propias de la cultura política de la época, marcadas por la tensión que creaban los desafíos del desarrollo económico y la construcción del hombre nuevo. El reconocimiento a la libertad religiosa y el derecho declarado a su ejercicio chocaban con la visión de la religión (propia del marxismo ateísta), que la consideraba una sarta de supersticiones enraizadas en la incultura y la falta de educación científica. La demanda de trabajo en los cañaverales de Camagüey era un objetivo excéntrico al de crear una institución prestigiosa como escuela de conducta, con cuya cultura cívica y laboral los educandos se sintieran identificados. El propósito de reeducar, mediante métodos de convencimiento, resultaba ambivalente con la orientación de mantener la autoridad y hacer cumplir las normas establecidas, mediante la imposición si era necesario. El concepto de una institución educativa era excluyente con el ambiente de un reclusorio donde terminaron mezclándose seminaristas, delincuentes, promiscuos y adolescentes. El rol de educadores no se compaginaba con el perfil de los cuadros y oficiales asignados, muchos personas nobles y sinceramente revolucionarias, pero carentes de la formación necesaria.

Las UMAP no se repetirían. Pero el trato discriminatorio contra los religiosos y los gays, y otros grupos considerados desviantes, como los llamados hippies, las sobreviviría. Las recogidas de “lacras sociales” en sitios concurridos de la capital y otras provincias, su reclusión temporal en granjas, las restricciones por motivos “morales” (gays), “políticos” (desafectos), “ideológicos” (religiosos) para ocupar cargos, desempeñar ciertos empleos, estudiar en universidades (“solo para los revolucionarios”), o ingresar al Partido, se prolongarían a lo largo de los años siguientes.

Ahora bien, si se revisa detenidamente este mismo período, se verá que algunas motivaciones y orientaciones que animaban originalmente al proyecto de las unidades tuvieron otras aplicaciones más exitosas.

A reserva de que la pedagogía de la reeducación pueda resultar controversial para algunos, se debe recordar que las escuelas de conducta, e incluso los planes de rehabilitación entre sancionados por delitos comunes, especialmente desde 1968, resultaron eficaces y tuvieron resultados palpables, que se reivindican y continúan hoy con métodos más avanzados.

En agosto de ese mismo año 68, se fundaría la Columna Juvenil del Centenario, con una estructura militar y tareas muy parecidas a las UMAP, aunque dirigida por la UJC. Esta consiguió enrolar en sus filas y llevar a los cañaverales de Camagüey a decenas de miles de voluntarios de la enseñanza media y la UJC, y se convertiría en el contingente más productivo del país. Ser columnista en la CJC fue una fuente de méritos acumulados y motivo de orgullo, que exaltaran Silvio Rodríguez y Pablo Milanés en una famosa canción: “¿Qué paga este sudor, el tiempo que se va?/ ¿qué tiempo están pagando? —el de sus vidas./ ¿Qué vida están sangrando por la herida/ de virar esta tierra de una vez”.[8] Cinco años después, la Columna se integraría a las Fuerzas Armadas, fundiéndose con el Ejército Juvenil del Trabajo, que permanece hasta hoy.

Finalmente, es necesario subrayar que la rectificación de las UMAP no surgió de afuera, de ningún gobierno, organismo internacional u ONG extranjera, sino de las propias organizaciones e instituciones cubanas, que transmitieron la alarma, y en particular de las Fuerzas Armadas y el PCC, que las crearon y decidieron desactivarlas.

Aunque se tomaron medidas para rectificar el rumbo tempranamente, resultó evidente pronto que la fórmula de las UMAP fallaba en sus propios términos. La orientación de trabajar hacia el cierre de las unidades fue impartida por el propio Ministro de las FAR a los altos oficiales asignados, antes de cumplirse un año del primer llamado. Los jóvenes psicólogos llamados a investigar en los campamentos ya supieron que su objetivo era contribuir a su desmantelamiento. Las UMAP duraron solo el ciclo del SMO del primer llamado; el segundo fue licenciado antes de tiempo.

A pesar de los problemas que se siguieron arrastrando, en años posteriores, fueron ocurriendo cambios de fondo, que involucraron las relaciones entre la Iglesia y el Estado, el reconocimiento real a los religiosos y los gays en la sociedad, la significación del acto de emigrar y la política migratoria, la transformación de los establecimientos penitenciarios y su papel reeducativo, e incluso la normalización del disentimiento, cuyo espacio y legitimidad en la Cuba de hoy están muy lejos de aquella hora de 1965-68.

Que las UMAP no se deban repetir, como resulta obvio, no es la principal razón para que se deba conocer su historia documentada. Si se las examina detenidamente, se observa, como en una radiografía, los elementos y problemas de aquella época clave, y los de una cultura cívica que nos ha acompañado por muchos años. Aunque ya nada es igual, la sociedad, la cultura y los problemas del socialismo actual como sistema son incomprensibles sin analizar de manera ecuánime aquel momento fundacional, con sus virtudes y defectos.

Como en el mediodía de Silvio, “cuando consignas y metas” como aquellas han quedado atrás, volver sobre eventos como las UMAP requiere no precisamente “callarse por pudor”, sino al contrario, disponer de la información documentada que permita profundizar en el tema, y en todas sus aristas. En lugar de dejarlo a la superficialidad de muchos blogs, a “este no es el momento” o “el enemigo puede utilizarlo para sus fines”, debería aprovecharse la hora y el momento precisos que hoy se han podido reunir. No hay nada más oportuno que restablecer nosotros mismos nuestra historia, para que nos sirva de espejo.

La Habana-Cárdenas-La Habana, 26-30 de noviembre, 2015.



[1] Alberto I. González Muños, Dios no entra en mi oficina, Editorial Bautista, 2003; Raúl Suárez Ramos, Cuando pasares por las aguas, [cap. 5], Editorial Caminos, 2007; Idalberto Carbonell, La generación UMAP, Santiago de Cuba, abril, 2015.

[2] Causa 697/65, por espionaje, diversionismo ideológico, colaboración con alzados, exfiltración de contrarrevolucionarios y tráfico de divisas. Raúl Suárez, ob.cit.; Alberto González, Y vimos su gloria, Ed. Bautista, 2007.

[3] “Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP)”, por Luis Báez, Granma, La Habana, 14 de abril de 1966.

[4] Antisocial, reeducación, vagancia, peligrosidad, no son vocablos creados por la ideología cubana ni el marxismo soviético, como algunos creen, sino por el derecho penal (incluido el de países muy ajenos al socialismo) y la psicología clínica de la conducta. Entre estos enfoques, se encuentran visiones ya rebasadas, como la de considerar a la homosexualidad una patología o una conducta antisocial.

[5] Luis Báez, loc. cit.

[6] Defensa Anti-Aérea de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (DAAFAR).

[7] Cfr. obras citadas de I. Carbonell, A. González y R. Suárez.

[8] Compuesta para el documental Columna Juvenil del Centenario, de Miguel Torres (1970). Los versos citados corresponden al fragmento escrito por Pablo Milanés, quien luego incorporó la canción a su repertorio y contribuyó a popularizarla. (http://bit.ly/1ICHgjo).

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