Editorial de La Jornada (México)
Como ha venido haciendo
desde que asumió el gobierno de Estados Unidos, Barack Obama prorrogó
por un año la Ley de Comercio con el Enemigo, documento que sustenta
jurídicamente el bloqueo sostenido por esta potencia contra Cuba desde
octubre de 1960. Pese a que la firma de la prórroga se trató de una mera
formalidad –pues la ley Helms-Burton de 1996 garantiza el mantenimiento
de las sanciones–, este año el restablecimiento de las relaciones
diplomáticas entre Washington y La Habana generó expectativas de cambio
en este rubro de la política exterior estadunidense.
La prolongación del embargo comercial y económico contradice la
política de normalización de las relaciones impulsada por Obama desde el
inicio de su gobierno, y podría ser vista como un tropiezo en el
proceso de acercamiento anunciado en diciembre de 2014. Sin embargo, la
ratificación de la medida permite al presidente estadunidense introducir
pequeños cambios y flexibilizar las restricciones impuestas a la isla.
Por otra parte, es necesario tener presente que el fin del bloqueo no
depende únicamente de decisiones ejecutivas, pues la derogación del
complejo entramado de leyes que lo sustentan requiere la aprobación del
Congreso, controlado desde hace varios años por el Partido Republicano.
Debe recordarse que, al anunciar el viraje en la política de
hostigamiento sostenida contra Cuba desde el triunfo de la revolución en
1959, el propio Obama reconoció que la estrategia tradicional contra la
isla se basaba en un enfoque obsoleto que fracasó en su propósito de
llevar al colapso del régimen castrista, además de no servir al pueblo
estadunidense ni al cubano.
Sin duda, el reconocimiento referido, así como el cierre del ciclo de
abierta hostilidad en la historia de las relaciones con la isla,
representan, hasta ahora, el viraje más relevante del gobierno de Barack
Obama en la política exterior de la superpotencia, y es evidente que
sus adversarios políticos buscan descarrilar el proceso de normalización
de las relaciones bilaterales con Cuba, así sea para impedir que el
deshielo se convierta en un legado perdurable. Pero este contexto de
limitaciones políticas a la gestión del presidente demócrata no
justifica la permanencia del bloqueo, pues en las actuales
circunstancias éste ha quedado ya como una contradicción institucional:
resulta una contradicción grotesca, en efecto, basar en una Ley de
Comercio con el Enemigo el intercambio con una nación con la que
Washington ha restablecido plenas relaciones diplomáticas.
Cabe esperar que los sectores más cavernarios de la clase
política estadunidense sean capaces de comprender lo absurdo de la
situación y lo insostenible de sus añejas posturas anticubanas, actúen
en consecuencia y permitan la eliminación definitiva del bloqueo, que
constituye una injusticia histórica no sólo contra el gobierno de Cuba
sino, sobre todo, contra su pueblo; que resulta, por añadidura,
contrario a la legalidad internacional y que es objeto, por ello, del
rechazo casi unánime de los gobiernos del mundo.
Es absurdo, en suma, que Washington establezca relaciones diplomáticas con La Habana para poner fin a la lógica de la guerra fría mientras, por el otro, sigue sujetando la relación con ese país a una
ley de comercio con el enemigo. Es imperante terminar con esta esquizofrenia institucional, por el bien de los pueblos cubano y estadunidense, y de cara al derecho internacional.
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