MIAMI – El anuncio la semana pasada por parte del presidente Obama de que lanzará una campaña que describió como personal, usando tanto la tribuna de su cargo como el poder del gobierno federal, para combatir el incremento acelerado del costo de los estudios universitarios es una noticia bienvenida.
Lo inasequible de la educación superior no es la razón principal por la cual en la actualidad Estados Unidos tiene el más alto nivel de desigualdad en el mundo desarrollado (los impuestos y otras políticas gubernamentales que sistemáticamente favorecen a los ricos son más importantes), pero contribuye en una buena porción.
Numerosos estudios han demostrado que los que poseen un título universitario ganan mucho más dinero que los graduados de escuela secundaria o los que abandonan los estudios. Ellos tienden a tener los empleos con más probabilidad de otorgar seguro de salud y que están asociados con una expectativa mayor de vida. Por tanto, poder asistir a la universidad –o ser dejado fuera por razones económicas– no es poca cosa. Tiene consecuencias claras y sustanciales de lo que en la jerga de la sociología clásica llaman las “oportunidades en la vida” de un individuo.
Irónicamente, hasta el hecho de que los costos universitarios han aumentado grandemente en las universidades más caras es consuelo de tontos. Eso solo quiere decir que los ricos, que han cosechado casi todas las recompensas del crecimiento económico durante las últimas décadas, aún pueden darse el lujo de enviar a sus hijos a universidades como Harvard y Yale. Mientras tanto, los hijos de padres de ingresos medios son menos capaces de poder pagar el tipo de institución que tiene más posibilidades de garantizar una fácil entrada al mundo de la élite corporativa y legal.
Así, mientras que Estados Unidos siempre ha tenido un nivel de desigualdad significativamente más alto que, por ejemplo, los países escandinavos (aunque la brecha nunca fue mayor que ahora), siempre había alardeado de que sus políticas de libre mercado e impuestos bajos brindaban un mayor nivel de movilidad social (la perspectiva de generaciones sucesivas ascendiendo a escalones más altos de la escala socioeconómica) que los estados europeos de bienestar. Pero incontables estudios recientes han demostrado que la historia clásica norteamericana de Horatio Alger es cosa del pasado. Actualmente, la movilidad social en Estados Unidos es menor que en los países europeos ordenados tradicionalmente en clases.
Otra nota depresiva en este sombrío cuadro: la erosión progresiva de la acción afirmativa en la educación superior, impulsada en lo principal por decisiones judiciales, particularmente en el Tribunal Supremo, han disminuido el acceso, en especial a las universidades más competitivas, a la mayor parte de las minorías en momentos en que el país se está haciendo cada vez más diverso.
Por eso, es incuestionable el hecho de que Obama esté centrando su atención en un problema crítico y buscando un cambio necesario. Ahora el asunto es lo que Obama será capaz de hacer, dados los sobrecogedores obstáculos que él enfrentará y cuánta voluntad política y capital está él decidido a comprometer para llegar a donde quiere llegar.
Para comenzar, Obama puede hacer poco acerca de uno de los principales factores responsables de la escalada de los costos de la educación universitaria: el financiamiento muy disminuido para las universidades públicas por parte de los gobiernos estaduales en toda la nación. Las universidades estaduales, en especial las mejores, como la Universidad de California en Berkeley y la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, entre otras, brindan oportunidades a algunos estudiantes extremadamente brillantes y carentes de dinero, el interés o los antecedentes de clase para ser admitidos en las escuelas élite de la Ivy League. Las instituciones estatales de segunda línea también brindan una sólida educación y una buena vía de carrera a incontables estudiantes dedicados.
Disminuir el financiamiento de la educación superior es socialmente regresivo y económicamente contraproducente. La disminución del financiamiento estadual obstaculiza la capacidad de estas escuelas para servir como vehículos de la movilidad social ascendente. También degrada la calidad de la fuerza de trabajo, disminuye la productividad y hace al estado menos atractivo para los empleadores. Sin embargo, ninguna de estas consideraciones supera la filosofía dominante de menor gobierno, impuestos más bajos y el encarcelamiento masivo y muy costoso de los que cometen delitos de poca monta como resultado de la fútil “guerra a las drogas”.
La segunda cuestión es si Obama está dispuesto a jugar al duro con las universidades. Hace más de año y medio, en el discurso del Estado de la Unión de 2012, el presidente prometió que retendría los fondos federales a instituciones que no se mantuvieran firmes en el tema de la matrícula. Desde entonces, él no ha hecho nada de nada. Nada.
Ahora el presidente propone dividir los fondos federales sobre la base en alguna medida del “valor” brindado a los estudiantes por sus instituciones, en efecto, la calidad y cantidad de educación que una universidad determinada brinda en relación con lo que cobra. En caso de que se adopte esta política, es probable que su implementación sea retardada o descarrilada por un interminable debate acerca de todo, desde el criterio para definir la calidadm hasta el valor relativo de una educación humanística vs. el entrenamiento profesional.
Lo que está claro es que si fracasa la actual campaña del presidente contra el costo exorbitante de la educación superior, una nación ya alarmantemente polarizada desde el punto de vista económico y racial continuará por la vía del Sueño Norteamericano a la Pesadilla Norteamericana.
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