Por Mauricio Leandro*
Vía: HERMES
Tristeza
siento por los que se han ido sin ver más allá. Me causa desconsuelo la
imagen en los ojos de quienes todavía tienen tatuada La Habana, pero no
los juzgo. Entiendo las razones, pero insisto, no vieron más allá.
Crecí
en el barrio de Buena Vista, de los más modestos de la capital cubana
en pleno Periodo Especial. Algunas mañanas partía a la escuela con tan
sólo un pan con aceite y un agua con azúcar en la barriga, pero iba
contento.
José Martí se
llama la primaria que me forjó en el amor a mi país y a mis compañeros.
Mercedes fue mi maestra de Historia y Lengua Española, quien además
alimentó con hazañas y aventuras mi infantil delirio. Eso no puedo
olvidarlo.
Era difícil esa
época, pero tuve la suerte de conocer otras realidades que me sirvieron
para contrastar y lo hice, no con la conciencia de un adulto contaminada
de intereses, sino con la pureza de mis primero años.
Tuve
la fortuna de estar un tiempo en Bolivia gracias al trabajo de mi papá.
Allí pude abrir los ojos en otra realidad. Ya no iba a la escuela con
un pan con aceite y un agua con azúcar, pero entre mis compañeros habían
quienes ni siquiera iban con bocado alguno. Disfruté esos años porque
me llené de juegos y códigos nuevos. Aprendí cómo se relacionaban los
niños felices “que en la falda de los cerros iban a jugar”. Pero no
puedo sacar de mi memoria la anécdota aquella cuando mi madre vio a una
niña de 5 o 6 años en la calle descalza y se llenó de espanto. Mi madre,
cubana al fin, jamás había visto eso, así que cargó con la niña hasta
nuestra casa, la bañó, le dio ropas nuevas y unos 50 bolivianos y la
dejó en el Mercado Rodríguez, donde la habíamos encontrado. Al otro día
unos diez pequeñines estaban en la puerta de mi casa para que mi madre
los ayudara a ellos también.
Algunos
dirán que yo soy fatal, como “Chicho”, por haberme ido a Bolivia, el
país más pobre de Sudamérica, pero están equivocados. Bolivia es uno de
los países más ricos de América, tiene selva, llano, montaña, frutas,
ganado, gas y muchos minerales. En La Paz, ciudad donde vivía, no todos
andaban con los pies desnudos. Quien ha ido a esa bella ciudad sabrá que
La Paz tiene tres realidades: el Alto, el Centro y la Zona Sur. El
primero es un lugar pobre y desgarrador, las imágenes del Alto son
fuertes, a veces de niños en los latones de basura buscando sobras de
comida o lamiendo los paquetes de galletas buscando desesperados la
última miga perdida en el sobre; el Centro es la zona de oficinas y
comercial donde nosotros vivíamos y que está llena de barrios
acomodados, modestos y pobres; y abajo, lejano de todos está la Zona
Sur, llena de calles bellas, edificios altos, de una arquitectura
exquisitamente moderna, donde nadie va la escuela descalzo, ni en bus
escolar, sino en el auto del padre que lo va a dejar, un auto del año.
En
mi Cuba no existen esos contrastes. No puedo negar que si hay
diferencias, pero es falso decir que la sociedad cubana es una sociedad
de ostentaciones.
Jamás
olvidaré a Elizabeth, la compañerita más bonita de José Martí, quien
recibía mes a mes la remesa de su padre, un hombre que llevaba años en
“la otra orilla”. Ella llevaba una latica de Tukola, un sándwich de la
tienda, mientras que otros nos teníamos que fajar con el diminuto pan de
la bodega. El tema, es que con Elizabeth tuvimos la oportunidad de
compartir un buchito de su Tukola, porque ella no vivía en la Zona Sur,
sino en Buena Vista, a una cuadra de mi casa. Ambos éramos compañeros de
la misma escuela y juntos, con nuestras pañoletas bien atadas al
cuello, prometíamos cada mañana ser como el Che.
Al
pasar de los años descubrí nuevos amores, la literatura, la poesía, la
trova y el rock. Me hice cientos de amigos en el mundo de los frikis,
como le decimos en Cuba al mundo del rock, y con ellos aprendí nuevas
visiones. En la calle G teníamos horas de halagos a la música de Pink
Floyd, de Led Zeppelin, pero también nos poníamos a discutir sobre la
realidad y “lo dura que estaba la cosa”. Nadie en esa discusión negaba
que “la cosa” estaba fea, pero el debate que algunos planteábamos, era
poder descubrir el origen del problema. Hablar del Bloqueo sonaba a
poner el disco rayado, al discurso repetitivo que sonaba en la radio y
la televisión, eso parecía ser verdad. Era tanta la reiteración del
mensaje ese, que ya no era tema y pocos prestaban atención a las nuevas
medidas que podían aplicar Clinton, Bush u Obama. Tuvimos que ser
insidiosos y eso nos ayudó a no ser tan sólo críticos y mucho menos
automarginados, como sucedió con algunos, quienes se restaron del debate
y decidieron reclamar en los tumultos donde nadie los escuchaba. Muchas
quejas se gritaron al vacío y quienes se restaron, no participaban en
las discusiones de las asambleas locales y mucho menos en las juntas de
los CDR.
Por un tiempo la
cosa se contaminó seriamente, porque había mucha necesidad. Nacieron los
cuenta propistas, que hoy tienen su auge, pero al mismo tiempo nacieron
quienes alimentaron la desvergüenza regalando propinas por aquí y por
allá, alimentando el oportunismo.
A
pesar de esto y de aquello, de las necesidades y alguna que otra
carencia, era feliz con mi guitarra vieja, descargando con el piquete en
el malecón, sonando “Lágrimas negras” en el parque del Amadeo Roldan o
divirtiéndonos un rato en la Casona de la Trova. Esas madrugadas eran
libres. La confronta siempre estaba antes que nosotros, pero nos íbamos
cantando alegres hasta “El Niágara”, mientras que el eco de las calles
nos hacía el coro. Allí pedíamos un refresco dispensado, un disco con
queso crema y a esperar a que llegara la guagua. Al final nos montábamos
en la 222 hasta la calle 58, lugar donde me dejaba caer rumbo a 60 y
25. Luego entraba a mi casa, tiraba los zapatos, vacilaba un poco la
noche y me dormía con la música de los grillos.
Otra
vez, por las circunstancias de la vida, tuve la oportunidad de conocer
el país de mi padre, Chile. Mi viejo me pidió que estudiara aquí junto a
él, para recuperar todos los años que estuvimos alejados, pero la
condición a eso, era que al final retornaría a Cuba.
Todos
los días en Chile han sido de añoranza. Me he sumado a las luchas de
los estudiantes y los trabajadores del que es también mi país, porque mi
padre me enseñó que antes que cubano, soy latinoamericano, pero a pesar
de ello, no puedo zafarme de mi tierra. Cada mañana me levanto, pongo
Radio Reloj por Internet y trato de inventarme una rutina como si
estuviera en La Habana.
A
veces me da tristeza cuando “pregunto por un viejo amigo” y me cuentan
“que nos lo ha podrido el enemigo” o que “degollaron su alma en nuestras
manos”. Más desazón me da cuando converso con aquellos que se han ido y
me hablan de oportunidades, de progreso, de buena vida. Yo aquí estoy
rodeado de objetos que sólo me dan soledad. No hallo en el computador un
amigo con el cual descargar, ni con el cual esperar infinitas horas la
guagua; no hallo las madrugadas calurosas, ni los mosquitos; pero
tampoco el sabor del mamocillo, ni de la guayaba.
Hay
otros que me hablan de la desilusión, de Martí, de la cita aquella
donde critica el socialismo y los veo tan lejanos al apóstol aunque lo
citen mil veces. La lejanía la siento porque desconocen ellos que Martí y
Fidel tuvieron como impulso el mismo motor humanista; desconocen que
ambos se equivocaron alguna vez. He conocido algo a Martí y siento que
me falta un millón, pero conciencia tengo de que este hijo de la
sociedad feudal, al conocer el capitalismo, sintió admiración porque
supo de la meritocracia, el emprendimiento y una sociedad sin
esclavitud, pero no pocos años pasaron para que descubriera la política
Monroe, la ambición imperialista, la gula insaciable de los monopolios,
la desdicha de los trabajadores, hechos que lo llevaron a escribir sobre
Marx cuando falleció:
“Karl
Marx estudió los modos de enseñar al mundo sobre nuevas bases, y
despertó a los dormidos, y les enseñó el modo de echar a tierra los
puntales rotos”.
“Aquí
están buenos amigos de Carlos Marx, que no fue sólo movedor titánico de
las cóleras de los obreros europeos, sino veedor profundo en la razón
de las miserias humanas, y en los destinos de los hombres, y hombre
comido del ansia de hacer el bien. El veía en todo lo que en sí propio
llevaba: rebeldía, camino a lo alto, lucha”.
No
critico a nadie que se haya marchado por temas económicos o de otra
índole, pero permítanme ser como soy, construir el país que quiero,
permítanme llamarle autonomía a ese sentimiento que llevo en el pecho.
Pido humildemente que nadie venga de afuera a decirme cuál es mi camino y
a quienes lo hagan desde el país que más agrede a mi bastión, que
disfruten su freedom. Yo soy feliz con mi libertad, que la puedo
compartir porque es inmensa y a la vez “cabe en un grano de maíz”.
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