El significado de un nombre puede cambiar a lo largo de una vida. La primera Adriana que recuerdo fue una maestra de primaria de la escuela pública para hembras en mi pueblo. Ella, Ana María y Carolina Lasarte eran de aquellas sacrificadas mujeres que dedicaron su existencia a la educación de los más pobres de mi municipio. Se decía escuela pública y era, en realidad, la más privada de todas: privada de libros, privada de libretas, privada de lápices, privada hasta de pupitres.
Otra mujer sacrificada, Adriana del Castillo, se introdujo en mis lecturas cuando escribía un serial de televisión que recogía episodios de la guerra, en épocas de Carlos Manuel de Céspedes y Francisco Vicente Aguilera.
Recluida en su casa de Bayamo, víctima de la tuberculosis, el gobernador Udaeta le asignó, para su atención, a un médico cubano que servía en el ejército español. Al salir de su inconsciencia, Adriana rechazó la presencia del médico alegando: “con ese uniforme usted no puede curarme, yo no le permito que me atienda”. Y volvió a quedar sin conocimiento. Pocas horas después Adriana abría los ojos. Allí estaba el médico cubano al servicio del ejército español. Adriana se incorporó con dolor en la cama y comenzó a cantar: Al combate corred bayameses, que la Patria os contempla orgullosa, no temáis una muerte gloriosa, que morir por la Patria es vivir, y se desplomó definitivamente.
Digna hija de Luz Vázquez, a la que Céspedes, Fornaris y del Castillo le dedicaron la famosa “Bayamesa”, Adriana rubricó su vida con uno de los más emocionantes momentos de la historia patria.
Otra Adriana que iba a ganarse su puesto en la historia fue sencillamente Adriana, la compañera de mi hija que prestaba servicios en la Embajada de Cuba en España. Sólo la conocía entonces como la compañera que nos alegraba, de cuando en cuando, con noticias frescas acabadas de llegar de Madrid.
Su nombre volvió junto a un mensaje tranquilizador: mi hija, primeriza y muy joven, estaba próxima a dar a luz. Adriana, ya para entonces madre de tres simpáticos niños, había decidido, con el consentimiento de su esposo Palenzuela, mudarse por unos días al apartamento de mi hija para estar junto a ella cuando llegara el difícil trance de su primer parto. Después llegó la foto de Adriana sosteniendo en brazos a mi primer nieto.
El nieto, al que empezamos a llamarle “el Galleguito”, se reveló apenas cumplidos los cinco años cuando afirmó: “Yo nací en Madrid, pero al servicio de la embajada cubana, así que no soy gallego, yo soy cubano”.
Luego Adriana era portadora de amables mensajes cuando venía de vacaciones a Cuba y, algún tiempo después, llegó la noticia entre otras informaciones familiares: Adriana se trasladaba a la embajada en Portugal. Allí iba a sellar su destino con la historia.
Narraré sencillamente los hechos como me llegaron entonces. No he querido realizar una investigación histórica. Me limito a narrarlos aquí como los conocí entre los asuntos familiares más entrañables de aquellos momentos.
Eran días duros en que terroristas de origen cubano realizaban atentados contra nuestras representaciones en el exterior. Un día se supo en nuestra embajada en Portugal que habían colocado una bomba en el edificio. Se dio la orden de que todos los funcionarios y empleados se retiraran hacia
una habitación que resultaba la más protegida contra la fuerza expansiva del artefacto. Todo el mundo cumplió la orden. Adriana con ellos. Entonces se notó la ausencia del clavista que trabajaba en uno de
los lugares más vulnerables. Sin consultarlo con nadie Adriana fue a avisarle a su compañero Efrén Monteagudo y, en ese momento, estalló la bomba.
Desde entonces, para nosotros, y para toda Cuba, Adriana dejó de ser la compañera de mi hija, la funcionaria de la embajada cubana en España, la esposa de Palenzuela, y se convirtió para siempre en un nombre que nos acompañará toda la vida: Adriana Corcho, mártir.
Nota: El 22 de abril de 1976 en la Embajada de Cuba en Portugal estalló una bomba colocada por terroristas.
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