Aron
Modig, el sueco que vino a Cuba a asesorar y financiar a la oposición,
durante su conferencia de prensa en La Habana. (Foto: Raquel Pérez)
Pronto comenzará en Cuba el juicio contra Ángel Carromero, el líder juvenil del Partido Popular español que conducía el vehículo
en el que murieron, en un accidente de tránsito, el principal dirigente
de la disidencia cubana, Osvaldo Payá, y el también opositor Harold
Cepero.
La tragedia ocurrió mientras hacían proselitismo por todo el
país, asesoraban sobre cómo crear organizaciones juveniles y repartían
dinero. Al parecer pretendían reanimar a la disidencia para impulsar la
lucha por la democracia y los derechos humanos.
Uno podría pensar que se trata una campaña mundial pero lo cierto es que solo intervienen en Cuba.
Como me explicó el sueco Aron Modig -compañero de aventuras de
Carromero- ellos no van a ningún otro país del mundo a ofrecer una ayuda
semejante.
No es que falten dictaduras en el planeta sino que unas
son aliados políticos y otras son petroleras. Así que por muy oprimidas
que estén las mujeres sauditas nadie las financia ni las asesora sobre
cómo organizarse en defensa de sus derechos.
La elección de Cuba tiene un claro un matiz ideológico pero la muerte
de Payá pone de relieve el debate sobre la conveniencia de entregar
dinero y asesoramiento a la disidencia para fortalecerla o dejar que se
desarrolle por sus propios medios.
Desde hace medio siglo, Washington la apoya y financia de forma
pública. Ningún presidente se esconde para entregar los US$20 millones
anuales pero lo cierto es que la oposición interna sigue siendo ínfima y
carente de influencia social.
Lo reconoció incluso el ex jefe diplomático de EE.UU. en La Habana, Jonhatan Farrar, quien envió un cable al Departamento de Estado
diciendo que los cubanos tienen "una ignorancia prácticamente total de
las personalidades de la disidencia y de sus organizaciones".
En el mensaje, revelado posteriormente por Wikileaks, el funcionario
estadounidense se queja de que los opositores "están más preocupados por
conseguir dinero que en llevar sus propuestas a sectores más amplios de
la sociedad cubana".
El análisis de Farrar es crudo pero tiene la virtud de mostrar los
"daños colaterales" que este financiamiento provoca en la disidencia,
desenfocándola políticamente de su tarea esencial, que debería ser sumar
ciudadanos a la lucha contra el gobierno.
Resulta incluso más complicado dado que se genera una fuerte
dependencia del exterior, la cual podría explicar por qué las demandas
de la disidencia cubana se identifican más con las exigencias de EE.UU. y
Europa que con las aspiraciones del cubano de a pie.
Mientras la oposición levanta las banderas del pluripartidismo, la
economía de mercado y los derechos humanos, la mayoría de los cubanos
están preocupados por el precio de los alimentos, la dualidad monetaria,
los bajos salarios, la escasez de viviendas y el transporte público.
La política de EE.UU. y Europa desconoce tanto la realidad de la isla
que envían a Alan Gross a la cárcel por traer equipos para conectarse a
internet cuando decenas de miles de cubanos compran sus cuentas en el
mercado negro por US$50 al mes.
Con apenas US$1.000 los "buscavidas" de la isla crean empresas
clandestinas de cable y dotan al barrio entero de televisión satelital
con canales de todo el mundo, mientras Washington se gasta decenas de
millones financiando a TV Martí, un medio que nadie puede ver.
Pero aun así algunos creen que tienen la solución del "problema cubano". Anita Ardin, la sueca que acusó a Julián Assange
(2), también traía dinero a Cuba pero además pretendía dirigir a los
disidentes, lo cual acabó rompiendo las relaciones, según me explicó
Manuel Cuesta, líder del opositor Arco Progresista.
Ahora envían a otro sueco y a un madrileño para enseñar a organizar
grupos juveniles de oposición, pero lo cierto es que las realidades de
sus países son tan diferentes a las de Cuba que dudo mucho que las
lecciones hayan sido de alguna utilidad.
El asesoramiento externo no parece dar buenos resultados. El número
de opositores sigue siendo mínimo, Osvaldo Payá solo logró recolectar
15.000 firmas para cambiar la Constitución y la disidente Marta Beatriz
Roque asegura que en total la oposición cuenta con 20.000 miembros.
Además el crecimiento de los grupos es muy lento. Berta Soler, vocera
de las Damas de Blanco, me comentó que al inicio eran 30 mujeres y casi
una década después son 130 en todo el país. Apenas han logrado sumar a
10 "damas" más cada año.
Y no crecen a pesar de que la revolución ha perdido mucha gente desde
la crisis económica. Parece que al grueso de los "desencantados" les
resulta más atractivo aprovechar las facilidades migratorias brindadas
por EE.UU. que sumarse a los grupos opositores.
Si la disidencia pretende convertirse en una alternativa política
necesitará transitar por un camino más independiente y autóctono que
recoja las aspiraciones y demandas de una parte de los cubanos para
sumarlos, convirtiéndose en una fuerza con peso social.
Pero este camino no pasa por Madrid ni por Estocolmo, ningún aprendiz
de brujo nórdico sabrá tanto de Cuba como los mismos cubanos. Los
asesores que necesita la disidencia están mucho más cerca de lo que
imaginan, son sus propios compatriotas.
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