Evolución de los
derechos culturales
Aunque la primeras
regulaciones jurídicas
en el campo de la
cultura se remontan al
derecho francés, que
reguló el depósito legal
en 1534, las bases del
derecho cultural han
sido situadas en los
siglos XIX y XX en los
que se definieron tres
áreas de protección
fundamentales: el
patrimonio cultural y
los centros de depósito
cultural (museos,
archivos y bibliotecas),
las industrias
culturales (con sus
orígenes en las
regulaciones de
imprenta) y el derecho
de autor.
Constitucionalmente no
hubo mención alguna a
estos temas hasta que,
en 1917, la Constitución
mexicana utilizó el
concepto de cultura por
primera vez en un texto
de este rango. Este
hecho significó un salto
cualitativo en el
reconocimiento de los
derechos culturales, que
habían sido tratados
hasta entonces de forma
dispersa, y demostró un
especial interés
político en su
protección. En la
actualidad, en múltiples
constituciones se
establece la obligación
de los poderes públicos
de fomentar y difundir
la cultura nacional y
encontramos artículos
referidos a la
protección del
patrimonio cultural y
lingüístico, a la
defensa de los
conocimientos
tradicionales y de los
derechos de las minorías
culturales, a la
libertad de creación, al
papel de las bibliotecas
y otras instituciones de
promoción cultural.
Aquel
paso trascendente dado
en el México
revolucionario, a
inicios del siglo XX,
debió abrir el camino
para que el Derecho
cultural —como rama del
Derecho— avanzara hacia
el logro de un
equilibrio entre los
diferentes actores de
los procesos culturales
a nivel de toda la
sociedad. No obstante,
lejos de emprenderse un
avance coherente y
equilibrado en pos de la
protección y salvaguarda
de estos derechos, hemos
presenciado mundialmente
un desarrollo
desbalanceado que se
guía de manera abierta
por intereses
económicos. El momento
actual está
caracterizado, sin
dudas, por una
hipertrofia en la
protección de algunos
sujetos y relaciones, y
un abandono, tanto en
el desarrollo teórico
como en la
implementación práctica,
de otros muy necesarios.
Por ejemplo, en el marco
de la UNESCO se han
adoptado instrumentos
tan importantes como la
Convención sobre las
Medidas que Deben
Adoptarse para Prohibir
e Impedir la
Importación, la
Exportación y la
Transferencia de
Propiedad Ilícitas de
Bienes Culturales
(1970), la Recomendación
relativa a la Condición
del Artista (1980), la
Recomendación sobre la
Salvaguardia y la
Conservación de las
Imágenes en Movimiento
(1980), la Recomendación
sobre la Salvaguardia de
la Cultura Tradicional y
Popular (1989), la
Convención para la
Protección de los Bienes
Culturales en caso de
Conflicto Armado
(protocolos de 1954 y
1999), la Convención
para la salvaguardia del
patrimonio cultural
inmaterial (2003), y la
Convención sobre la
Protección y Promoción
de la Diversidad de las
Expresiones
Culturales (2005),
entre muchos otros. Las
Convenciones establecen
acuerdos que deben ser
cumplidos por los
Estados signatarios y es
de suma importancia su
labor subsiguiente en la
ejecución de sus
postulados, pues, de no
existir una voluntad
política coherente con
estos compromisos, lo
adoptado puede quedar en
letra muerta. Y es esto,
lamentablemente, lo que
ha sucedido en
innumerables casos.
Al propio tiempo,
mientras Convenciones
adoptadas en el marco de
un organismo de Naciones
Unidas esperan por las
buenas intenciones de la
comunidad internacional
para llevarse a la
práctica, un entramado
de normas es tejido por
el poder transnacional
y, en complicidad con
gobiernos y otros
organismos y
organizaciones
internacionales, ha
logrado establecer un
sistema de protección
que pone en un segundo
plano los derechos de
acceso de los ciudadanos
y privilegia, no a los
creadores, sino a las
empresas dueñas de sus
derechos. Esta terrible
armazón jurídica
utiliza, para colmo, los
mecanismos de exigencia
y sanciones económicas
de la OMC (Organización
Mundial de Comercio)
Mediante acuerdos
internacionales de
diversa índole y
tratados multilaterales
y bilaterales de libre
comercio, los países
industrializados
presionan al resto del
mundo a favor de la
homogenización de las
legislaciones de
derechos de
autor. Empleando la
misma trampa de que la
liberalización del
comercio traerá
beneficios a grandes y
pequeños, garantizan la
protección de sus
inversiones en el campo
de la cultura y fuerzan
a los países
subdesarrollados a
invertir recursos en
ello. Estados donde se
están extinguiendo
lenguas y prácticas
culturales de sus
pobladores originarios,
se ven comprometidos a
garantizar la
persecución de quienes
copien los productos de
la gran industria y
destinan a ello sus
escasísimos recursos so
pena de ser sujetos de
sanciones económicas.
Las inversiones en la
preservación del
patrimonio material
e inmaterial, las
posibles acciones de
rescate y salvaguardia
de la memoria de estos
pueblos, quedan una vez
más como deudas
pendientes, pues las
deudas ante los
poderosos resultan de
mayor urgencia. Se
trata, en resumen, de
dar un golpe mortal a
los derechos culturales
de esas naciones y
pueblos y ofrecer
garantías absolutas para
el poder transnacional.
Se puede asegurar que
hoy los instrumentos
normativos
internacionales y la
mayoría de las
legislaciones nacionales
de propiedad intelectual
nada tienen que ver con
las necesidades de los
creadores y de la
sociedad y están
diseñados de acuerdo con
los intereses de quienes
resultan titulares de
derechos, es decir, de
las grandes industrias
editoriales, de la
música, del audiovisual,
del software y en
general de la llamada
industria del
entretenimiento.
Las muestras son cada
vez más visibles: los
creadores que utilizan
nuevas formas de
expresión surgidas con
las nuevas tecnologías
no encuentran cabida en
las arcaicas leyes que
suponen una originalidad
a ultranza, que ignora
intencionalmente el
constante juego
intertextual del arte
contemporáneo. Las
normas hegemónicas
exigen un autor y una
obra aislado de sus
receptores sin diálogo
ni interacción posible.
El arte, para ellas,
debe coincidir con la
añeja formula de la
obra-mercancía que
permita el sonar de las
cajas contadoras. Esa es
la premisa. Por otra
parte, las antiguas
manifestaciones
artísticas de los
pueblos originarios
siguen siendo objeto de
la depredación más
inescrupulosa, y se
promueve, como solución,
la privatización de
expresiones colectivas
por naturaleza. Las
culturas más diversas
presencian su extinción
al carecer de espacios
propicios para su
transmisión y
enriquecimiento.
En cuanto a los derechos
de acceso, son claros y
evidentes los
retrocesos: las
bibliotecas acosadas por
la falta de recursos
para pagar
suscripciones, los
editores tratando de
imponer el pago por el
préstamo bibliotecario,
la prohibición de
fotocopias de libros en
las Universidades, las
sociedades de gestión
acosando a cuanto
ciudadano utilice de
algún modo una obra
musical. Un mundo cada
vez más interconectado
tecnológicamente se hace
cada vez más privado, y
lo que la tecnología
pudiera permitir lo
cierran los candados de
la propiedad intelectual
en manos del poder
corporativo. ¿A quién
benefician entonces
estas legislaciones?
Con el Acuerdo sobre los
ADPIC y demás acuerdos
de la OMC y la ola
neoliberal de los años
90 del siglo XX en
América Latina, el
ejercicio de los
derechos culturales
chocó con obstáculos
severos.
La inclusión de la
protección al derecho de
autor dentro de los
acuerdos comerciales, la
consideración de los
bienes y servicios
culturales como una
mercancía más sujeta al
“libre comercio” entre
desiguales (con sus
consecuencias esperadas
en el consumo cultural y
los derechos de acceso),
la
privatización de los
servicios educacionales
y culturales, la pérdida
por parte del Estado de
toda función reguladora
y el consecuente
aniquilamiento de toda
política cultural, los
recortes en los
presupuestos de
educación y cultura, la
imposibilidad de
fomento, subvención ni
protección a la
industria cultural
nacional, la apertura a
las inversiones
extranjeras de todos los
espacios nacionales y la
ofensiva para la
homogeneización ya
mencionada de
legislaciones nacionales
de acuerdo a las pautas
de la OMPI-OMC, entre
otros factores,
signaron momentos
trágicos en la evolución
de los derechos
culturales en
Latinoamérica.
Derechos culturales y
derechos humanos
Aun cuando las
tradiciones anglosajona
y latina conciben los
derechos de autor de
forma diferente, en
textos normativos y
tratados internacionales
se reconocen, en el
contenido del Derecho de
Autor, dos cualidades u
objetivos: la protección
del autor como creador
de una obra intelectual
concreta y la protección
a todos los seres
humanos como receptores
o “consumidores” a los
que se le debe
garantizar el acceso a
los resultados
creativos. Este doble
contenido está definido
en la Declaración
Universal de Derechos
Humanos1
cuando en su artículo 27
establece, en primer
lugar, que:
1. “Toda persona tiene
derecho a tomar parte
libremente en la vida
cultural de la
comunidad, a gozar de
las artes y a participar
en el progreso
científico y en los
beneficios que de él
resulten”.
Y en segundo:
2. “Toda persona tiene
derecho a la protección
de los intereses morales
y materiales que le
correspondan por razón
de las producciones
científicas, literarias
o artísticas de que sea
autora”.
La frontera que marca el
límite en el ejercicio
de estos derechos, ha
sido francamente
desplazada, y no para
favorecer a esas
“personas” en su
condición de “autoras”.
Se han venido limitando
de manera dramática los
derechos “a tomar parte
libremente en la vida
cultural de la
sociedad”, no a causa de
otros derechos humanos
sino de derechos
“corporativos”. Por esta
causa, la clasificación
del derecho de autor
como un derecho humano
es hoy cuestionada con
gran severidad. Aunque
pretenda presentarse de
este modo para
legitimarse, la
propiedad intelectual de
empresas y corporaciones
no es un derecho humano.
Es un instrumento para
la monopolización de la
circulación de las obras
opuesto a la esencia de
los derechos culturales
del ciudadano y de la
sociedad en su conjunto.
La posibilidad de que
todos accedan a los
resultados de la
creación, es un
presupuesto de la
creación misma. Ante
todo, el ciudadano debe
contar con un espacio
para el ejercicio de su
libertad de creación, o
lo que es lo mismo, debe
tener la posibilidad de
acceder al conocimiento
e interactuar con la
riqueza cultural
preexistente.
Este
espacio de protección
previo a la creación,
lleva implícito como
precedente el
reconocimiento y la
posibilidad del
ejercicio efectivo de
otros derechos humanos
esenciales de los que
grandes masas hoy están
privadas: el derecho al
agua, a la alimentación,
a la salud, recogidos en
la propia Declaración
Universal de los DDHH.
El reconocimiento de
este ámbito de la
libertad humana, debe
completarse con el
acceso gratuito y
universal a la
educación, con la
posibilidad real de las
personas de elevar su
capacidad de apreciación
de las artes, de
oportunidades para
manifestarse y acceder a
la enseñanza
especializada y a otras
opciones culturales que
le permitan enriquecer
su espiritualidad y
desarrollar su talento.
Estos derechos
constituyen
efectivamente la base
del fomento de la
protección a la creación
y a los autores.
Hoy vemos pagar en el
mundo enormes sumas como
retribución a unos pocos
y afamados artistas que
han creado obras de
aceptación comercial y,
sin embargo, las
mayorías carecen de
condiciones mínimas para
desarrollar sus
potencialidades
creativas. Frente a
Estados con las manos
atadas, incapaces de
diseñar e impulsar
políticas culturales, se
alza el Mercado como
juez supremo,
inapelable, para
establecer jerarquías y
decidir qué debe ser
promovido y consumido
entre quienes puedan
pagar los altos precios
de los bienes y
servicios culturales. De
este mismo modo, se
anula
la difusión de obras y
géneros sin aceptación
comercial, junto a toda
posibilidad de
promover la creación a
nivel social, y
se
atenta gravemente contra
la diversidad cultural.
Los derechos culturales
deben hoy proteger al
creador y a la sociedad,
frente a los intereses
que mutilan y empobrecen
la creación.
El acceso a las obras no
puede depender de la
capacidad de pago de los
ciudadanos —de por sí
limitadísima en estos
tiempos de crisis— ni la
protección puede
basarse únicamente en
la capacidad y
posibilidad de generar
ingresos. Sistemas de
pago más rígidos no han
traído como resultado
mejores condiciones para
la gran mayoría de los
creadores, ni mayor
riqueza espiritual, ni
más tolerancia, ni nos
ha acercado al diálogo
entre las culturas. Por
el contrario, han hecho
más excluyentes y
selectivos los
escenarios, han
favorecido la
monopolización de la
promoción y difusión
culturales y han
restringido el acceso a
la cultura y el
conocimiento.
Derechos culturales en
Cuba
Un recorrido formal por
las normas legales se
hace innecesario. De
nada valiera enumerar
leyes si la realidad
dijera otra cosa. No
obstante, ahí está
sentando pautas la
Constitución de la
República con sus
postulados rectores.
Luego, la Ley No. 1 de
Protección del
Patrimonio Cultural, la
Ley No. 2 de Monumentos
Nacionales y Locales,
la Ley No. 14 de
Derecho de autor,
el Decreto Ley 106, el
144 y el 145, que
reconocen la condición
laboral especial de los
artistas, entre muchas
otras normas que
institucionalizan y
disponen los deberes del
Estado para con el
disfrute de los derechos
culturales.
Pero mucho más atrás en
el tiempo están también,
en el propio año 1959,
la fundación por el
Gobierno Revolucionario
del Instituto Cubano de
Arte e Industria
Cinematográficos y de la
Casa de las Américas,
instituciones a las que
siguieron la Imprenta
Nacional y las escuelas
de arte, que abrieron
para los cubanos una
nueva era de
emancipación y
descolonización
culturales. La Campaña
de Alfabetización, en
1961, sentó las bases
imprescindibles para
saltos cualitativos
impensables en la Cuba
prerrevolucionaria.
La política cultural
cubana apoya
decisivamente la
creación; pero este
respaldo no debe ser
visto solo como la
retribución económica
puntual que pueden
brindar las
legislaciones autorales.
Va mucho más allá, como
demuestra la subvención
a muchos y muy valiosos
proyectos culturales sin
posibilidades de
subsistir por sí mismos.
¿Cómo podría explicarse
el gran momento que vive
el movimiento teatral
cubano, en términos
creativos y de público,
sin esas políticas de
subvención? ¿O el
impulso a la música
sinfónica? ¿O la
creación de decenas de
bandas municipales de
concierto que han
revolucionado el clima
cultural de tantas
comunidades? ¿O un
evento de tanto impacto
social y espiritual como
nuestra Feria del Libro,
que se extiende a todas
las provincias del país
y se ha convertido en el
acontecimiento cultural
de mayor masividad? ¿O
que existan escuelas de
arte diseminadas por
todo el territorio
nacional? ¿O la red de
bibliotecas, museos y
casas de cultura que en
medio de gravísimas
carencias sigue haciendo
su trabajo de valor
incalculable? ¿O
la celebración
ininterrumpida de
eventos tan importantes
como los festivales de
cine y ballet, la Bienal
de la Habana, CUBADISCO
y el Festival del
Caribe?
El Fondo de Desarrollo
de la Educación y la
Cultura es otro ejemplo
del ejercicio de esta
política comprometida y
responsable. Con
ingresos provenientes
de empresas del
Ministerio de Cultura,
financia programas
ramales y territoriales,
asociados a la
conservación del
patrimonio, a
inversiones de la
enseñanza artística y al
sostenimiento de eventos
nacionales e
internacionales y presta
incluso apoyo directo y
personalizado a figuras
del arte y la
literatura.
En Cuba un régimen de
Seguridad social
especial protege a los
artistas de
determinadas actividades
que exigen particulares
condiciones y les
concede el derecho a una
pensión por tiempo de
servicios. También está
en vigor un régimen
especial de Seguridad
Social para los
creadores
independientes.
Nuestra ley de derecho
de autor —aunque con más
de 30 años de promulgada
y amén de su necesaria
actualización— reconoce
los derechos de los
autores, tanto morales
como materiales, a la
vez que dispone
lúcidamente la
posibilidad de utilizar
en el país, sin ánimo de
lucro, las obras sin la
autorización de sus
autores, cuando sea
imprescindible para las
necesidades de la
educación, la ciencia, o
la cultura, previo
otorgamiento de una
licencia para estos
fines. Este artículo es
el que nos ha permitido,
en medio de las
condiciones adversas que
nos impone el bloqueo y
nuestra condición de
país subdesarrollado,
preparar la fuerza
técnica y profesional
calificada con que
contamos.
Independientemente de
errores, problemas por
resolver, limitaciones
de recursos e
ineficiencias, podemos
afirmar, sin temor a
equivocarnos, que en
nuestro país se cumple
como en pocos el
“derecho a tomar parte
libremente en la vida
cultural de la
comunidad, a gozar de
las artes y a participar
en el progreso
científico y en los
beneficios que de él
resulten”. Y es que
nuestra política
cultural se ha orientado
esencialmente a
propiciar la
participación de los
ciudadanos en los
procesos culturales y su
acceso a lo mejor del
arte y la literatura
cubanos y universales, y
ha garantizado, por otra
parte, la activa
intervención de los
creadores en el diseño y
la práctica de esa
política.
Nuestros acusadores
Históricamente el
gobierno de los EE.UU.
se ha empeñado en
desacreditar la imagen
de Cuba. Los derechos
humanos se han
convertido año tras año
en tema central de una
acusación caricaturesca.
La potencia responsable
de genocidios y guerras
de saqueo, poseedora de
los mayores arsenales
militares del planeta,
con un historial
escalofriante de
crímenes, torturas y
cárceles secretas, acusa
a Cuba de violar los
derechos humanos.
Si este acusador tiene
el tejado de vidrio en
campos tan sensibles,
también lo tiene, hay
que decirlo, en los
derechos culturales. El
papel de los EE.UU. en
la Organización de las
Naciones Unidas para la
Educación la Ciencia y
la Cultura (UNESCO) da
muestras de ello.
Han utilizado su
presencia y su aporte
económico a la
organización como un
instrumento burdo de
chantaje. Se
retiraron en 1984, a
causa de la creciente
ascendencia que por esos
años habían adquirido
los reclamos a favor de
un nuevo orden
informativo
internacional, y el
cuestionamiento a los
monopolios de los medios
y se reincorporaron
luego, en 2003, al
parecer para estar
presentes en las
discusiones que se
avecinaban y poder
ejercer presiones en
función de sus
intereses.
En el año 2005, cuando
se discutía el proyecto
final de la esperada
“Convención sobre la
protección y la
promoción de la
diversidad de las
expresiones culturales”,
la entonces Secretaria
de Estado Condoleezza
Rice envió una carta
intimidante a los
Ministros de Asuntos
Exteriores de los países
miembros de la UNESCO:
“La adopción de esta
convención (dice) podría
enfriar las
negociaciones que se
están realizando en la
OMC. Por estas razones,
la convención se presta
al abuso por parte de
los enemigos de la
democracia y el libre
comercio (…) Los Estados
Unidos se reincorporaron
a la UNESCO con la
intención de participar
activamente en ella y de
contribuir a la labor
importante de la
organización en los
campos de la educación,
la ciencia y la
preservación cultural.
No queremos cambiar eso,
pero esta convención
amenaza el apoyo a la
UNESCO en los Estados
Unidos. Le instamos
vivamente a participar y
trabajar con nosotros
para asegurar que la
convención no deshaga
toda la buena labor que
juntos hemos realizado
en la UNESCO”.
Las amenazas no dieron
resultado. La
“Convención sobre la
protección y la
promoción de la
diversidad de las
expresiones culturales”,
fue aprobada por
148 votos a favor, solo
dos votos en contra
(EE.UU. e Israel) y
cuatro abstenciones.
EE.UU. aún no ha
suscrito la Convención,
llamada ya el ”Kioto”
cultural, en alusión a
lo sucedido con el
“Protocolo de Kioto
sobre el cambio
climático”, otro
documento de importancia
capital que resultó
ignorado por el país con
mayor responsabilidad en
los desastres que
intenta remediar.
Recientemente, en 2011,
EE.UU. retiró el apoyo
financiero a la UNESCO,
acompañado —otra vez—
por Israel, como
represalia ante la
aprobación de la entrada
de Palestina como estado
miembro.
A estas posiciones
oficiales en el seno de
la UNESCO habría que
sumar la
responsabilidad directa
de los EE.UU. en guerras
que han motivado, junto
a un altísimo costo en
vidas humanas, el
desplazamiento de
comunidades y pueblos,
el aniquilamiento de sus
culturas y la
destrucción del
patrimonio cultural
2.
Súmese además su
impúdico injerencismo en
países de todos los
continentes
para imponerles
tratados, hacerles
aprobar normas
nacionales, e incluso
capacitar a sus jueces y
fiscales para
aplicarlas, cuando estas
benefician al poder
corporativo
transnacional y atentan
abiertamente contra los
derechos culturales de
sus ciudadanos. Y su
papel protagónico en la
extensión a la escala
global de un modelo
signado por intereses
mercantiles, que nada
tiene que ver con la
auténtica creación y que
ahoga la diversidad
cultural y promueve el
consumo de la peor
“chatarra”
seudoartística, que
coloniza mentes,
simplifica, homogeneíza
y arruina la facultad
para crear y disfrutar
expresiones culturales
complejas. Ese daño a la
memoria cultural de la
humanidad y al entorno
en que debieran
fomentarse y
reproducirse
experiencias fecundas y
enaltecedoras de lo
mejor del ser humano, es
también un golpe, quizá
irrecuperable, a los
derechos culturales.
En esta materia, como en
los derechos humanos en
general, a nuestros
acusadores más les
valdría callar.
Notas:
|
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