El
mundo aguarda el año 2000. Hay desatada una cordial polémica universal
sobre si se trata del comienzo de un nuevo siglo y de un nuevo milenio, o
si tales acontecimientos debían celebrarse doce meses después, con el
advenimiento de 2001. Por lo pronto la mayoría de las capitales de la
Tierra se alistan para asumir el 2000 como el comienzo de un nuevo
siglo.
París ya tiene encendidos más focos que nunca. Esa noche la Ciudad
Luz se hará día a las doce pasado meridiano, es 31 de diciembre de 1999.
En Times Square, Nueva York, una multitud impresionante, venida de
muchos países esperará el siglo XXI. Los anuncios luminosos y
fosforescentes, con imágenes en movimiento, compiten en belleza, y cada
quien tiene en su mano un racimo de uvas rojas: es el turismo más
espléndido que el hombre puede imaginar. El desarrollo de la electrónica
le imprime fascinación. En los hogares habrá gente esperando las doce
campanadas, según el hemisferio.
Los canales de televisión recogen y difunden los pormenores que
millares de millones de personas están viendo desde ya, como anticipo,
en pantallas gigantes, colocadas en los lugares más céntricos de
capitales y ciudades emblemáticas. Hay gente que beberán champán en el
viaje de un continente a otro, a decenas de miles de pies de altura, y
podrían estar en distintos países celebrando el acontecimiento más de
una vez en veinticuatro horas. China habrá de hacer dos festejos, uno
por esta fecha y el otro por el Año Nuevo Lunar, más adelante. Las
expectativas de alegrías serán diversas y bulliciosas, las músicas
diferentes, así como los bailes.
Muy pocas personas, en la historia de la humanidad, tienen la dicha
de vivir dos siglos y menos aún, pasar de un milenio a otro para vivir
el porvenir, siquiera unas horas; es por eso que hasta los más pobres y
desafortunados esperan el 2000, animados de esperanza. Para viejas
culturas será el año 6000 o quién sabe, pero entre nosotros, es el
segundo milenio de la era cristiana. ¿Y cuándo nació Cristo? No importa.
Con su nacimiento el mundo que nos toca entró en la nueva era y es
suficiente motivo para una fiesta en grande.
Sin embargo, en una Isla perla o espina clavada en el mar que separa a
dos territorios de América, las cosas difieren. La alegría, donde la
hay, se disfruta con pudor en la intimidad. Las familias se reunieron la
víspera como un fin de año más. Hay una pena común que marchita la
alegría. Al día siguiente del 31 de diciembre de 1999, los periódicos
inscriben simplemente una nueva fecha, en la portada: “Año 2000”, y a
continuación los acontecimientos que nos atañen y duelen.
Ocurre que en la televisión ha estado asomándose desde hace algún
tiempo el rostro perplejo de un niño secuestrado, que vive el terror, a
sólo unas millas de sus costas. Con el niño víctima, entre “lobos” y
“lobas” de Miami, no había gusto de esperar el nuevo año con algarabía.
Al Niño se le ha visto asomar a una puerta que él mismo cierra, vestido
con una ropa que simboliza su prisión. Tuvo que haber mirado sin querer,
un poco antes y por una vez más —como infame tortura—, pintado en una
pancarta grotesca, el rostro de la madre que ha perdido en el mar. Eso y
todo a su alrededor lo confunde desde el día del salvamento, como
náufrago de una inmigración desordenada que los terroristas que lo
“acogen” —“lobos” y “lobas”— estimulan incesantemente. Eso él no lo
sabe, es inocente aunque está preso.
La gente lo ha visto también, exteriorizando un pedacito de júbilo
cuando en el patio de su centro de confinamiento, mientras juega con
inocencia, oye de pronto el ruido de un avión, mira al cielo y le grita:
Yo quiero que me regreses a Cuba. El pájaro metálico es un interlocutor
sordo y mudo; por tanto continúa la ruta. Sus ojitos, alegres por
primera vez, siguen la estela del pájaro metálico hasta que trepa más
alto y desaparece de su vista. El cándido dislate del cautivo le costará
un castigo. Lo pellizcarán: sus secuestradores terroristas, entrenados
para destruir la mente de un niño, no cesan de amenazarlo. Están
siguiendo, al pie de la letra, como empleados idóneos, un macabro plan
de desmontaje de recuerdos felices, a la vez que lo convierten en un
“niño mercancía” con el que lucran a las mil maravillas.
Entonces, hemos visto que hay motivos suficientes en la Isla perla y
la Isla espina del vecino que anida a los cuervos, para no acompañar al
mundo en la fiesta universal del año 2000, la entrada del Tercer
Milenio. Él, El Niño, debe recordar poco o nada de su odisea en el
Estrecho de la Florida.
Los que sí la recuerdan y no la podrán olvidar de por vida, como un
castigo, serán las dos únicas personas sobrevivientes de la tragedia en
el mar —que se repetirá de distinta forma muchas veces—, la pareja está
oculta en las sombras y al parecer ha huido de Miami, se esconde. Cuando
el niño fue hallado por dos hombres que pescaban en el mar, estaba
dormido dentro de una balsa de goma inflada. El mar de noche habrá sido
su más terrible experiencia de náufrago, que la fragilidad corporal de
sus leves cinco años haría breve, al dejarlo exhausto. Fue asumido por
el sueño o se habría desmayado.
De la tragedia en el mar dicen que no habló ni ha hablado sino tan sólo de lo que me pasó, y punto.
Un perrito es su gracioso compañero en tierra; con el perrito
hablaba. Como filman la “mercancía” que tanta ganancia produce al
pariente en función de cancerbero, en la Isla se ha visto su
comunicación con el perrito, el único que no le hace daño en el
cautiverio “dorado”. Según las psicólogas, entre el perrito y él se
estableció una complicidad de silencio. El silencio le traería paz
después de estar obligado a andar con los mafiosos terroristas —J.M.S., “rey” de la maffia, como chofer— en autos lujosos, que
sonaban sirenas, escoltados a veces por carros de bomberos abriéndoles
paso a la caravana que lo llevaba como trofeo, anunciando su paso,
siendo filmado a toda hora, en todo lugar, robándole el candor.
Por esos días en que lo veíamos asomarse a las pantallas del
televisor, el niño secuestrado no tenía el rostro iluminado. En realidad
la única comunicación afectiva que hasta entonces había tenido, fue la
experimentada al paso del avión a quien reclamó que lo regresara para
Cuba.
Allá en su cruel confinamiento él comprendía, por instinto, que era
un objeto en constante exhibición interesada: money is money.
Un día que le preguntaron desde la Isla lo que le había sucedido se
limitó a decir: “Mi mamá murió”, y nada más, aunque él no sabía qué cosa
era la muerte. Los promotores de la muerte, mediante la Ley de Ajuste
Cubano —así se llama la muerte en el mar, mayor probabilidad de la
inmigración ilegal—, seguían aprovechándose de su carisma, de su belleza
infantil, de su inocencia. Mientras, por la Isla se desataba una
batalla de inteligencia, una guerra de ideas y de sentimiento en favor
del niño reclamado por su padre.
La prensa internacional compara su caso con el secuestro del pequeño
hijo de Lindbergh, el aviador; secuestro que conmocionó a los Estados
Unidos de Norteamérica y al mundo, medio siglo atrás. Y el pueblo de
Norteamérica pudo haber asociado ese hecho con el secuestro que se
perpetraba ahora con “el niño balsero” —aunque por diferentes motivos—, o
éste rechazó el terror que se cebaba con el inocente. Cualquier cosa
sucedería pero, lo cierto y concreto es que conocida la verdad del
secuestro y el arrebato impune de la Patria Potestad a su progenitor, ya
Elián —que así se llama el niño presa de los terroristas— estaba
teniendo otro vínculo, otro aliado en su defensa, que le alegraba el
corazón, además del paso en un cielo despejado, del pájaro de metal. Por
eso, se cuenta que estando ya con su padre, llamado Juan Miguel, en un
sitio de paz llamado Wye Plantation, en el norte, aunque todavía lejos
de la Isla, los propios escoltas del Estado de la Unión que lo protegían
de los secuestradores, enseñaron al niño a montar bicicleta y jugaban
con él a los escondidos. Hombres de seis pies, de músculos endurecidos
propios para la tarea, jugaban de igual a igual con él, aunque
técnicamente fuera una fórmula humana de respetar su juego infantil y
tenerlo localizado y protegido en la plantación donde el inocente
esperaba el veredicto de una Corte para ser devuelto a su padre, su
familia y su país.
Ya en ese entonces su mente había registrado y guardado una voz
afectiva, aunque desconocida para él, que seguramente no podrá olvidar
cuando en la adolescencia pueda armar el rompecabezas de esos días: será
la voz de La Mujer Policía —quizás así la identifique al pasar de los
años—, que en minutos de gran expectación, violencia y miedo, cuando fue
liberado de sus secuestradores, en la hora D, del rescate, lo cargó y
apretándolo fuertemente a su pecho le iba diciendo al oído con ternura:
Tranquilo, que vamos a ver a tu papá. No llores, no llores, que vamos a
ver a papá. Vamos a ver a tu papá, a tu papá… vas a ver a tu papá, a tu
papá, yo te llevo a ver a tu papá. Ahora vas a ver a tu papá, a tu papá.
19 de septiembre de 2002
Nota: El lunes 22 de noviembre de 1999 catorce emigrantes ilegales,
en una frágil embarcación, zozobraron cerca de las costas de la Florida,
y un niño cubano, Elián González, de 5 años, fue descubierto asido a un
neumático, cerca de Miami. Durante siete meses se mantuvo en contra de
la voluntad del padre en manos de sus secuestradores, manipulados por la
Fundación Nacional Cubano Americana. Luego de un proceso judicial que
llegó al Tribunal Supremo de Estados Unidos, y con el apoyo, basado en
encuestas, del 80 por ciento de la población norteamericana, el niño
pudo regresar con su padre a Cuba.
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