Por Luis Sexto
Ediciones Unión, la Habana, 2012
Dicho sin ánimo de pontificar, ni siquiera con intenciones de imitar a Luz y Caballero en alguno de sus aforismos, más bien arriesgándome a tropezar con un lugar común, declaro que hay libros que tienen la estatura o el volumen de sus autores. Este que hoy presentamos, cuyo título compone un manual de cómo han de ser los títulos para un libro o un artículo de periódico; este libro, digo, Cuando el pueblo jugó a ser papá Dios, es un libro gemelo del hombre que lo pensó y lo compuso. Gemelo, porque ambos miden lo mismo, como las gotas - dígase de salfumán, de agua bendita o de otros líquidos menos recomendables-que uno deja caer en un vaso mediante un gotero. Tanto el libro como el escritor son de pequeño formato. Y si uno no lamenta que Argelio no mida seis pies y seis pulgadas, conocida su broncomanía, o sus reacciones quijotescas, sin miedo y sin tacha, uno sí se queja de que este libro no duplicara el tamaño que Argelio Santiesteban le destinó no se sabe si por envidia a que resultara mayor que el autor, o por un exceso de humildad que prefiere no sobrepasarse ni en el papel, aunque se sobrepase en otras funciones no tan santas.
He dicho duplicar el tamaño, no la esencia del arte de decir en pocas letras -síntesis y concisión coligadas- en cuyo dominio Argelio es señor justificado por sus obras, aunque precisando mis intenciones, no me parece que hubiera sido mejor este libro si fuera más gordo. Lo que ocurre es que, dos o tres veces su presente número de páginas, los lectores hubieran disfrutado más en comunión, casi carnal, con un estilo etéreo, ingenioso, irónico, correcto y sabio. Incluso, Argelio conoce tanto del oficio de escribir que hace lo que a veces no suele hacerse: adecuar las palabras al tema en ese recurso estilístico que los especialistas llaman tono. Por ello, este paseo por la toponimia cubana, ese andar por el momento cuando ciertos lugarejos empezaron a existir porque recibieron nombre, está envuelto en un lenguaje que exhibe los colores de la antigüedad, es decir, no estoy diciendo que estas páginas estén escritas viejamente, sino que el escritor evoca el pasado dándonoslo con los tintes o con la tinta y la pluma de ganso del pasado.
Parece evidente: algunos de los topónimos cubanos habrá podido surgir hace poco, con el nacimiento de las comunidades más recientes. Pero este archipiélago ya va siendo viejo humanamente y también topónimamente. Y al dejar fijado el nombre de lugares habitados o de espacios naturales, la gente, esa que nos antecedió, les dio verdadera existencia. Es como el papelito que “jabla” lengua. Con el nombre y el apellido reconocido, uno existe, aunque no viva, y vive, aunque no exista. Por nuestras calles andan personas con las inscripciones extraviadas, y para la burocracia no existen, pero viven, viven recondenadas por la desgracia de no estar anotadas en un acta desparecida quién sabe en qué sombrerito con letrero de burro. Y si quieren recordar la fuerza del nombre para afincar la existencia, les cuento que tuve un amigo, maestro más bien, que para vengarse del periodismo que le obligaban a hacer también en su época, firmó sus textos con el seudónimo de Cero, esto es, el que no existe, al menos en solitario o a la izquierda. En fin, nombrar o renombrar las cosas nos vuelve como dioses. Pero tengamos presente que el ceremil de topónimos que nos acompañan no fueron, por supuesto, solo faena de cristianos españoles y criollos. Los aborígenes también sabían que la realidad necesitaba señales de tránsito. Y como ya sabemos, el nombre de cosas y parajes es lo poco que nos queda y pertenece de aquellas culturas angelicales, concebidas sin pecado original. El pecado original, sea recordado, vino en las carabelas de Colón, junto, entre otros, con apellidos vascos como gonorrea.
También en esas célebres barcazas, vino el humor, el deseo de reírse de las cosas y de la gente y sus cosas. Y en este libro, Argelio Santiesteban nos da la demostración de la actitud irreverente que se nos pegó en el carácter, tanto como para convertirla en un arma defensiva, como el choteo, y emplear los nombres menos apropiados para algo tan jurídicamente serio como es el bautismo de un poblado. Pues bien, Cuando el pueblo jugó a ser papá Dios nos va inventariando los topónimos y sus relaciones con la vida, la lengua y las costumbres. Todos esos elementos se juntan, a veces sugeridamente, en este librito escrito para ilustrar, para darnos como en una diversión el conocimiento que anule la ignorancia en que a veces engavetamos a nuestro país.
Un libro como este, no lo concibe, ni lo escribe cualquier escritor o periodista. Y que me perdonen los aquí presentes, pues si han asistido a este acto ya se recomiendan como buenos e inteligentes. Pero, entiéndanme, he querido decir que hace falta sentir un entrañado amor por Cuba, un interés de gran tamaño sobre Cuba y su historia, sobre todo la menuda historia de Cuba, menuda, recalco, porque, como parece ley, es la dimensión que define la inclinación volumétrica y longitudinal de Argelio Santiesteban.
Según mi experiencia, toda presentación se caracteriza por la complicidad. La complicidad con el autor y con el tema. Uno escribe y habla bien de cuanto ama. Y no lo niego: amo, en todo su significado viril, a un viril amigo, tan de pequeño formato como yo, y al admitirlo no sé si estoy inaugurando la cofradía de los pigmeos, o el sindicato de los enanos entre nosotros. Me ha gustado este libro. Y me ha hecho recordar que si Argelio Santiesteban se ha metido a topógrafo, en una acepción del oficio –descriptor de lugares-, yo también fui topógrafo graduado antes de ejercer el oficio que, desde hace 40 exactos, me ha regalado la fortuna de hallar amigos y colegas como Argelio. Leyendo el inventario de topónimos me acordé de mis libretas de tránsito, esto es, de esos cuadernos de bolsillo donde anotábamos las mediciones métricas y angulares y los nombres de fincas, bateyes o tramos de ferrocarril. Pero a pesar de los vínculos afectivos y profesionales por partida doble, y la admiración y el respeto que siento por Argelio Santiesteban, repito tajantemente, en contra de mis técnicas de expresión, que este libro de título antológico, Cuando el pueblo jugó a ser papá Dios, podrá ser un volumen de escasas páginas, pero no será un librito, ni un librucho. Soy amigo de Argelio Santiesteban, aunque, como dijo el filósofo, soy más amigo de la verdad. Al menos, de mi verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario