jueves, 26 de abril de 2012

El exilio, la emigración y la hoja de parra

Por Luis Sexto

Lo exigen los lexicógrafos: los diccionarios de la lengua deben definir las palabras con limpieza, de modo que el significado aparezca incontaminado de ideología o de intereses políticos. Porque si la entrada del término pobreza se definiera desde su sentido evangélico, no habría por qué organizar rebeliones populares, ni indignarse por las carencias o el costo de la vida. Y los ricos vendrían a ser como la expresión colateral de un lujo que solo pondría en evidencia la bienaventuranza moral de los pobres.

Entrando en lo particular, emigración y exilio son objeto de distorsión. En el lenguaje manipulado principalmente desde los Estados Unidos sobre ese conglomerado que también llaman impropiamente diáspora cubana, emigrado es sinónimo de exiliado. Cualquier diccionario establece la diferencia. El exilio es la salida del país por razones políticas, es decir, quien se exilia esquiva un probable castigo por su oposición, o por sus crímenes políticos. El emigrado, en cambio, se va de su patria buscando en otros ambientes la oportunidad de índole económica que tal vez no halle en su país por cualquier razón, incluso indirectamente política. Y existe el emigrante por vocación andariega, o por irreflexivo deseo de estar en otro sitio. Sin embargo, ninguno lleva la revancha en su equipaje. Por tanto, a todos los cubanos que residen en el extranjero no se les puede calificar de exiliados. Ni tampoco hablar de diáspora cubana. Con este término se alude semánticamente a la dispersión de un pueblo fuera de su territorio. Pero si andan por diversos rumbos dos millones de cubanos, en Cuba radican 12 millones. ¿De qué diáspora hablamos? Hasta dónde seguirán estirando el idioma los propagandistas, que no ideólogos, de la derecha antisocialista cuyas barracas climatizadas se levantan en Miami.

El tema recurre. Es tan actual como la hora del reloj de cualquier oficinista. Cuba ha anunciado, de acuerdo con declaraciones de Ricardo Alarcón, una “radical y profunda reforma migratoria”. Algunos exiliados, que ahora se clasifican a si mismos de históricos, intentan aprovecharse de la urgente e inaplazable solución de los conflictos migratorios de miles de personas ansiosas por salir sin condiciones ni límites, y poder regresar, aunque sea de visita, sin que lo tachen de extraños. Y quieren ciertos exiliados, además, estar a tiempo en la apertura económica que propone el proyecto de modernización o renovación del llamado modelo socialista centralizado, para – y hasta hoy no han podido convencerme de lo contrario-, pretender mover el norte magnético de la brújula revolucionaria hacia el norte geográfico. ¿Es éticamente justo suponer intenciones negativas en quienes dicen ofrecerse con buena voluntad? ¿Pero no es acaso políticamente ingenuo suponer intenciones solidarias en un exilio, sea histórico o sea histérico, de acuerdo con una reciente y chispeante denominación, que no ha renunciado a su esencia, porque no ha modificado ni nombre ni actitud?

La intención suprema del exilio es volver. Volver por lo que todavía los exilados consideran suyo. Esa característica la teoriza el ensayista español Gregorio Marañón en un libro hoy viejo, y extraviado entre mis rincones domésticos, pero con ideas vigentes como esta: el exilio es la fuga o un viaje que ya en la ida aspira a regresar por lo que ha perdido. El emigrante, en cambio, carece de esa retrospectiva. Nada ha perdido, o nada tiene, y parte hacia el extranjero para encontrarlo.

Conviene a cubanos de dentro como del exterior saber las diferencias entre exilio y emigración. Nadie que se clasifique por boca propia o ajena como parte del exilio, podrá participar en una concertación entre la emigración y la nación. Aún el exilio calienta su retorno posesivo. No importa los calificativos que se asigne. Mientras la conducta del exiliado indique o resuma una actitud de oposición al socialismo como aspiración, y entre este y el capitalismo confiesen gustar más del último, no parecerá políticamente atinado compartir espacios. Y a quienes prefieran el capitalismo por eficiente, pero esencialmente injusto al mantener cuatro mil millones de personas por debajo del nivel de pobreza en el planeta, y rechacen el socialismo imperfecto, pero perfectible en su vocación justicia y en su obra de legitimización económica, es atinado preguntarles si podrán pretender de buena fe la cooperación con su país de origen, empeñado en el mejoramiento de un socialismo distinto al fracasado. ¿Podremos reconciliarnos suponiendo que al exilio, por voluntad y significado, no le interesa la reconciliación para convivir, sino para intentar conquistar su “tierra prometida”?

Al parecer, tendrán que continuar esperando a que los Estados Unidos, el país donde se albergan mayoritariamente y a muchos paga, cumpla el compromiso de devolverles la bandera en una Cuba libre. Libre como la entiende Washington y el exilio. Libre, es decir, norteamericanizada, e iluminando a las principales ciudades cubanas con la luz de neón de las empresas de los Estados Unidos o de un sector de los cubanoamericanos que, como se ha probado, son menos lo primero y más lo segundo. Y en última instancia son herederos del buen vivir del burgués criollo en la Cuba de antes de la revolución.

Si Cuba derivara hacia el capitalismo, como algunos criterios de la izquierda prevén como inevitable, al menos a mí, si debo afrontar ese final, lo preferiría sin depender de los Estados Unidos. ¿Será posible? Por ello, la reconciliación con el exilio, por minoritario que sea, solo beneficiará a la parte más poderosa: la que influye en el Congreso de la Unión y promueve representantes y senadores que se expresan en un español yanquizado. El gobierno cubano y la Cuba de adentro tendrán que conciliarse, según mi manera de juzgar, con la emigración. Esto es, aprobar reglas migratorias que concilien los intereses nacionales con los deseos y necesidades de los verdaderos emigrados. Y esa política migratoria tendrá que establecerse, aunque Washington continúe con su Ley de ajuste, y sus pies secos o mojados, estimulando el viaje contra la corriente de la legalidad y llamando “refugiados” a los emigrantes. En Miami, una encuesta reciente difundida por EFE hace varios meses, reveló que el 44 por ciento de los entrevistados “apoya el fin del bloqueo económico y el 80 lo considera disfuncional; alrededor del 75 respalda las ventas de medicinas y alimentos; un 57 los viajes sin restricciones y el 61 se opone a cualquier ley que restrinja esta posibilidad, lo que indica el desfase de la extrema derecha, respecto a los criterios de la mayoría de la población, ya que un 58 por ciento defiende el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre los dos países”.

Con tantos cubanos de origen expresándose en contra de las confabulaciones predominantes en Miami, ciudad del primer mundo colmada de emigrados, pero gobernada por cada vez menos exiliados del Tercero, ya parece que se confirma, por esta vez, la diferencia lexicográfica y política entre emigración y exilio.

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