Por Guillermo Rodríguez Rivera
Campaña
es un término militar, porque la vida civil, asediada por la guerra, se
ha nutrido extensamente de palabras que provienen de la militar.
Incluso en el arte, hablamos de una “vanguardia”.
La
misma palabra que usan los generales para aludir a la batalla de sus
fuerzas en el escenario de la guerra, es la que despliegan los políticos
que aspiran, primero a ser los candidatos de sus partidos y, luego, a
ser electos para un cargo en cuestión.
En
los Estados Unidos la política siempre es de los ricos porque, o el
candidato es muy rico como para costearse la campaña en solitario, o
está totalmente comprometido con los intereses que lo financian.
Se
calcula que la campaña de Barack Obama para intentar ser reelecto el
próximo año 2012, costará unos mil millones de dólares. Uno no puede
menos que imaginar cuánto esperan ganar los que invierten ese dinero en
la política.
Los
Estados Unidos siempre se han presentado como la primera de las
democracias modernas. Primera, al menos en dos sentidos: por la
perfección de esa democracia, y porque es la primera en aparecer en el
mundo moderno. La primera del mundo habría sido la ateniense, en la
antigüedad, allá por el siglo V a. d. C.
La
democracia proclamada por las trece colonias de Norteamérica que, luego
de extenderse ampliamente constituyeron los Estados Unidos de América,
fue una democracia que apareció 22 siglos después de la de Pericles,
pero era una democracia esclavista igual que la de Atenas. La primera
democracia que abolió la esclavitud fue una democracia directa, y la
fundadora de la modernidad: la Convención Francesa, de 1793.
Muchos
norteamericanos se enorgullecen de las ideas democráticas de los que
llaman los Padres Fundadores, –Washington, Jefferson, Paine– que
proclamaron la independencia en 1776. Se repiten las hermosas palabras
que dan inicio a la Declaración de Independencia:
Sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas:
que todos los hombres han sido creados iguales; que todos han
sido dotados por su creador de ciertos derechos inalienables;
que entre estos están la vida, la libertad y el procurarse la felicidad.
Aquí,
con arraigo en este ilustre origen, tal vez comience la inveterada
costumbre de los políticos norteamericanos de colocar al frente de sus
más graves acciones, un irreprochable precepto humanista, que enseguida
desconocen en su práctica.
Como la de la antigüedad ateniense, la democracia estadounidense fue, por casi un siglo, una democracia esclavista.
Cuando
el norte industrial decidió que no necesitaba esclavos sino obreros,
los esclavistas sureños, propietarios de grandes plantaciones
algodoneras, decidieron separarse de la Unión, y el país se desangró en
una terrible guerra civil.
Después
de la Segunda Guerra Mundial, aunque habían sido aliados de la Unión
Soviética, país que pagó un precio colosal en la lucha contra el
fascismo y fue esencial en la derrota de Alemania, loa Estados Unidos
establecieron lo que en tiempos de Truman se llamó la “guerra fría”. Y
la guerra no fue sólo contra la gran potencia militar, sino contra
cualquier acción que dañara los intereses norteamericanos, aunque fuera
la de una desarmada república centroamericana.
Después
de su Guerra de Secesión, los Estados Unidos hicieron una profunda
reforma agraria, porque la extinción del latifundismo es condición
imprescindible para el desarrollo de una nación moderna.
Pero
en Centroamérica y el Caribe, las empresas norteamericanas como la
United Fruit Company, la United Sugar Company, el King Ranch, la
Atlántica del Golfo, fueron las herederas del feudalismo español que
incluso incrementaron, porque el destino que para nuestros países
concebían los norteamericanos, no era ser modernas naciones
desarrolladas, sino suministradoras de materias primas a la única nación
que merecía desarrollarse en este continente.
Así,
acabaron con la progresista reforma agraria promovida por el gobierno
democrático de Jacobo Árbenz en Guatemala, y sometieron al país a 30
años de sangrientas tiranías.
Les
falló el mismo “plan guatemalteco” de la CIA, cuando quisieron
aplicárselo a la Revolución Cubana de 1959, que también se atrevió a
hacer una reforma agraria.
Ronald Reagan declaró que la desaparecida Unión Soviética era el “imperio del mal”.
No
voy a hacer la defensa de la URSS, que sus ciudadanos dejaron caer en
lugar de reformarla. Lo que pasó después no fue el fin de “la guerra
fría”, que Joaquín Sabina cantó, alborozado porque la bisutería ocupara
el sitio de la ideología. Lo que ocurrió después fue que teníamos un
único fortachón en el barrio, que decidió hacer lo que le pareciera,
como buen chulo, porque ya no había nadie capaz de pararlo.
Apareció
la guerra del Golfo Pérsico, justificada por la brutal anexión de
Kuwait a Irak; la guerra de Kosovo, que acabó de desmembrar Yugoslavia;
la guerra de Afganistán, mediante la cual es invadida una nación para
buscar a un hombre que está en otra parte; la de Irak, que ya se invoca
para capturar unas armas de destrucción masiva que no existen y lo que
acaba capturándose es la producción petrolera del país invadido.
Ahora,
tras Obama haber defraudado a sus electores esgrimiendo un programa
para ser electo y gobernando luego con uno opuesto, un trasnochado
reaganista, Mr. Mitt Romney, candidato a la presidencia de los Estados
Unidos, ha desempolvado pareciera que el Mein Kampf hitleriano
y ha proclamado que los Estados Unidos que él aspira a presidir, serán
“el lider del mundo”, porque este siglo XXI será el siglo de los
Estados Unidos y yo – afirma – “jamás voy a pedir disculpas por los
Estados Unidos”. Antes de llegar al poder, Mr. Romney advierte que será
todopoderoso, inmune e impune. Y no deja sitio para nadie independiente
en el siglo que apenas comienza.
Despotrica
con Vladimir Putin quien ha dicho que el derrumbe de la URSS fue la
gran tragedia del siglo XX y teme lo que la humanidad obviamente
necesita: la aparición de otra superpotencia que frene al chulo que nos
ha aparecido en la vecindad desde que se quedó solo.
Romney
parece ser uno de esos energúmenos –Mc Carthy, Wallace, Goldwater, Bush
jr.–, que los Estados Unidos periódica y gentilmente le ceden a la
humanidad y que, hasta ahora, no han ido mucho más allá en su
anticipadamente fracasado proyecto –como el de todos los dominadores– de
gobernar el mundo.
Sería casi un insulto para Bonaparte compararlo con él. El Romney se parece más a Atila, aunque más que rey de los hunos, parece ser rey de los hotros.
Este
lector de aquellos viejos comics que se llamaban “El Halcón Negro”,
aspira a convertirse en una suerte de Tamakún del “Mundo Libre”. Dice
que los socialismos de Chávez y de Castro, socavan las posibilidades de
América Latina, “una región sedienta de libertad, estabilidad y
prosperidad”. Porque, claro, fueron Castro y Chávez los aliados de
Trujillo, de Somoza, de Batista, de Pinochet, de Pérez Jiménez, de
Rafael Videla y no los Estados Unidos, que han sido los sostenedores de
la democracia y del desarrollo económico en el continente.
Mr.
Romney afirma que la frontera mexicana es una herida abierta para los
Estados Unidos. Ya para México es más bien una herida casi cerrada.
Cuando se la abrieron, por ahí perdió la mitad de su territorio.
Ahora
inconcebiblemente, entran por ahí, a los Estados Unidos kilogramos y
kilogramos de cocaína. Los narcotraficantes, en lugar de vender esa
droga en Tampico o en Coahuila, lo que sería mucho más fácil, se toman
el trabajo de hacerla pasar la guarnecida frontera norteamericana.
¿No
será que la droga entra a los Estados Unidos porque allí está el mayor
número de compradores y traficantes, que el gobierno norteamericano no
persigue, del mismo modo que permite que sus fabricantes de armas le
vendan cañones y bazookas, armas de asalto, a los capos del crimen
organizado en México, que le llevan la droga a sus clientes
norteamericanos? Mitt Romney debería comprender que el panorama que
tiene ante sus ojos es el “fruto” del trabajo de políticos como él.
Lo
que están pidiendo a gritos los Estados Unidos no es este caballero de
la ultra derecha que, como dicen los propios norteamericanos, es parte
del problema y no de la solución, sino un Roosevelt de estos tiempos,
que le haga comprender a los archimillonarios, que deben resignarse a
ganar un poco menos, Aún así, esas cuatrocientas personas van a ser,
como lo son ahora, más ricos que todos los demás norteamericanos juntos.
No
es casual que los críticos del sistema hayan puesto a un lado a
republicanos y a demócratas, y hayan proclamado la necesidad de “ocupar
Wall Street”, la sede del capital financiero que rige el sistema y
utiliza a los políticos de los dos partidos.
Decían
los antiguos griegos –de cuyas obras Mitt Romney no debe haber visto ni
las carátulas– que “los dioses ciegan a los que quieren perder”: Ojalá
el noble pueblo norteamericano no permita que este ejemplar se instale
en la Casa Blanca, porque como todos sus viejos maestros, no va a
conseguir lo que quiere, pero puede hacer un daño incalculable al mundo y
por supuesto que también a su país.
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