Por Laidi Fernández de Juan
A las madres de los más de 100 niños que murieron en la epidemia de dengue de 1981, y a todos los trabajadores de la salud.
María Eugenia cumplía su turno nocturno en el Hospital cuando sonó el
teléfono de la Unidad de Terapia Intensiva, y contestó con su habitual
ecuanimidad. Estaba acostumbrada a la gravedad de casi todo. A que la
inesperada mejoría de un paciente crítico no le resultara extraña, a que
un enfermo no tan grave, amaneciera sin vida, o para ser más exactos, a
que no despertara en uno de sus turnos.
Cuatro veces por semana cubría el horario nocturno. Aunque pasó
muchos años justificando su preferencia por trabajar de noche, a la
altura de sus 45 años ya nadie creía que su hija, a punto de cumplir
los 11, necesitara, como ella afirmaba, de tantos cuidados durante el
día.
De cualquier manera, son tan lúgubres las madrugadas en los
hospitales, que a las demás enfermeras les parecía conveniente (curioso,
pero conveniente) que María Eugenia insistiera en “hacer la madrugada”
una y otra vez.
Once años antes (nadie lo recordaba) había llegado al Hospital del
pueblo el ingeniero habanero que estaba de visita para la supervisión
del Central azucarero, y fue María Eugenia quien lo atendió.
Estoy un poco agitado – Dijo. ¿Me prepara un aerosol, por favor?
Enseguida – Dijo ella. Pero aquí no decimos “agitado”, sino “fatigado”.
A mí me da lo mismo cómo se diga. Usted entiende que tengo asma. ¿no?
Claro, ingeniero, relájese que enseguida se va a aliviar, usted verá.
¿Y usted cómo sabe que soy ingeniero?
Ah…. (y le extendió la boquilla ya conectada al balón de oxígeno)
Porque usted tiene cara de ingeniero, y de que no es de aquí. No..no me
hable, siga aspirando la nebulización.
No es que aquella noche fuera especial, con más estrellas o menos
calor que las otras, ni que el bagacillo hubiera dejado de ensuciar su
blanco uniforme de enfermera. Ni siquiera era noche de carnaval. Es más,
era una noche aburrida, y tal vez por eso el ingeniero, una vez
aliviado, se quedó con María Eugenia hasta que el sol y el pito del
Central anunciaron que la vida del pueblo comenzaba de nuevo. Ella se
vistió de prisa en el cuarto de las enfermeras, todavía sin dar crédito a
todo lo que había sucedido. Para ser más exactos, sin creer todo lo que
ella permitió que sucediera.
Hoy regreso a La Habana – Dijo él. Una de estas noches te llamo.
El curso de Licenciatura en Cuidados Intensivos que se impartía en la
capital de la provincia le vino a María Eugenia como anillo al dedo.
Su impecable expediente, su reconocida dedicación, sus habilidades y
también su incipiente embarazo hicieron que fuera escogida como la
candidata idónea para el curso.
Regresó año y medio después describiendo el esplendor del Hospital
Provincial, hablando de Museos, de Casas de Cultura y de hoteles,
mostrándole a los vecinos la niña que había parido por allá, de un
hombre de quien se divorciara enseguida.
Varias veces le ofrecieron viajes a La Habana para Encuentros
Nacionales de Enfermería, y cada vez los rechazó argumentando que ya era
bastante con que los vecinos se ocuparan de su hija mientras ella
trabajaba, para también pedirles que la cuidaran cuando ella fuera a La
Habana.
Sin embargo, luego de meditar largamente (las madrugadas, además de
lúgubres, son ideales para meditar) llegó al convencimiento de que once
años son suficientes para empezar a comprender ciertas cosas, y que
cuando él llamara, una de estas noches, había dicho, ella le contaría de
la niña, a ella le hablaría de él, y sin importar cuántos otros niños o
niñas él tuviera, ella (María Eugenia) iba a decirle que era hora de ir
a La Habana.
Que quería tomar helados en Coppelia, manzanilla en la Casa del Té,
merendar medias noches en el Carmelo de 23, retratarse frente al
Capitolio, sentarse en los leones del Prado, ver una película en el
Yara. Que quería que la niña conociera a Silvio Rodríguez, a Pablo
Milanés, aspirara salitre en el muro del Malecón y que gritara su nombre
en la glorieta del parque de 21 para que el eco se lo devolviera, y
todas esas maravillas que él le contó la noche en que estaba agitado (es
decir, fatigado)
Todo eso pensaba decirle María Eugenia. En realidad, fue añadiendo
exigencias en cada madrugada, y eliminando algunas de las iniciales.
Por ejemplo, ya no le parecía buena la idea, como al principio, de
decirle a la niña quién era su padre. Demasiado traumático, y además
inútil.
Cada vez que llegaban las vacaciones de verano, María Eugenia
comentaba, como al pasar, a lo mejor este año vamos a La Habana, y
también como al pasar le describía a la niña los recuerdos que
conservaba de lugares desconocidos.
Dicen que en el cine Yara, que antes se llamaba Radiocentro, ponen películas muy lindas.
Y al año siguiente:
Una vez me contaron que el Carmelo de 23 es un lugar elegante que está en una Avenida grandísima que se llama 23.
Y al otro:
Te va a encantar Coppelia. Es una heladería gigante con muchos pasillos y una escalera en el centro.
La noche en que sonó el teléfono, María Eugenia contestó con su habitual ecuanimidad, y le pareció escuchar:
Soy Darío. Quiero que vengas a La Habana. Te esperaré en la estación de trenes el próximo domingo.
Todo el miedo del mundo le vino encima (así lo creyó entonces) No le
habló de sus deseos específicos por lugares determinados, ni de bebidas
ni de helados ni de las fotos que llevaba planeando por casi once
años, ni, lo peor, le habló de la niña. Esperó a que amaneciera,
solicitó 60 días de vacaciones, sí…consecutivos…después yo trabajo
doblando turnos….sí, es una emergencia…sí, claro que regreso, fue
corriendo a la estación, separó dos pasajes, y recogió a la niña.
Disponía de 16 horas para conversar con ella, y aunque seguía con el
convencimiento de que no era buena idea decirle que el hombre que las
estaría esperando en La Habana era su padre, hubo momentos, por ejemplo,
entre Cacocun y Las Tunas, en que dudó.
Leyendo el largo itinerario que tenía delante, según el listado de
los pueblos y ciudades en el mapa que una vez había comprado, por si
acaso, mentalmente hizo el esquema de cuántas cosas podían hablar ella y
su hija antes de bajarse en La Habana.
Llegando a Hatuey le describió, una vez más, el sabor de los helados
de naranja piña en Coppelia, que se diferencian de los de piña glacé
por el ligero componente de naranja que le agregan a los primeros en la
fábrica.
La marcha del tren por Siboney, Camaguey y Florida, la dedicaron a
las Avenidas principales de La Habana. La niña aportaba detalles que ya
María Eugenia había olvidado, y se divirtieron al confundir el Paseo
del Prado con la Avenida de los Presidentes, la majestuosa L que es la
calle del Yara (decían), con Línea, por donde antes pasaba un tren, y
así hasta que se durmieron.
Cuando se anunció la parada de Santa Clara, María Eugenia se
despertó, y aunque sintió que de pronto había mucho calor en el tren,
volvió a adormilarse pensando en la felicidad que la esperaba a ella y a
la niña.
Los vagones se iban atestando de muchachos y muchachas que
aprovechaban ese mes de julio para irse a La Habana a pasar en grande
las vacaciones, más o menos como ellas mismas.
Ya en Limonar, justo antes de Matanzas, reiniciaron los recorridos que en sus mentes, de tanto anhelarlos, conocían:
Caminando por la Avenida de los Presidentes, se llega al Carmelo de
23, que tiene dos partes. Dijo María Eugenia. La de afuera es la
cafetería, la de las medias noches, y la parte de adentro es el
verdadero restorán, con aire acondicionado y todo.
¿Y no habrá medias noches adentro?- Preguntó la niña
No creo, pero lo comprobaremos con nuestros ojos.
Fue en Aguacate (en Matanzas no hablaron. La niña dijo volver a tener
sueño y cayó en el sopor típico de los trenes) donde María Eugenia
volvió a notar que había demasiado calor. No que ella tenía calor, sino
que en el tren la temperatura era inusualmente alta. Al llegar a La
Habana, la niña seguía adormilada, y a las sacudidas emocionadas de la
madre, se incorporó para mirar por las ventanillas.
¿No es precioso, mi amor? – Preguntó María Eugenia sin prestarle
atención, buscando con los ojos a Darío. Al Darío que recordaba de una
larga y antigua noche, para ser más exactos.
Varios pasajeros empezaron a vomitar en cuanto descendieron del
tren, una extraña atmósfera se instaló en la Estación. Muchos de los
niños que habían viajado desde las provincias orientales y centrales no
acababan de despertarse del todo, y las madres, al principio con
extrañeza y al cabo alarmadas, comenzaron a pedir ayuda a los
trabajadores de la Estación, entre el resto de los pasajeros, y
finalmente gritaban para que alguien las auxiliara.
María Eugenia dejó a la niña a cargo de las maletas de ambas, y
dispuso, con su destreza de intensivista, de los que parecían más
aletargados. Los médicos de la Estación aceptaron su ayuda e igualmente
atónitos iban colocando sueros de Dextrosa, de Suero Fisiológico, de
cuanta solución intravenosa hubiera en la Posta Médica.
Nunca habían calculado tantas emergencias al mismo tiempo.
Mientras algunos enfermos no cesaban de vomitar, otros balbuceaban que
sentían como si la vida se les fuera, todos con fiebre, quejándose. Los
niños, cargados por sus madres, lloraban asustados pidiendo regresar a
sus pueblos.
Los bancos de la Estación fueron transformados en improvisadas
camillas, se detuvo el tráfico por las calles aledañas y sin tiempo para
anotar nombres ni direcciones, trasladaban a todo el mundo en los
carros cuyos dueños habían acudido a recibir a algún conocido.
De entre el enjambre de personas que se convirtieron en camilleros,
en sanitarios (imposible identificar quién cumplía esa labor
oficialmente y quién lo hacía de forma voluntaria), a María Eugenia le
pareció ver a Darío. Fue justo en el momento en que el Jefe de Estación
comenzaba a decir por los altavoces que todos debían conservar la
calma, que ya venían en camino las ambulancias, “que los niños van a
recibir atención en el Pediátrico de Centrohabana…..los adultos irán al
Calixto García……….por favor, que nadie olvide el carnét de identidad….ya
llegan las ambulancias…..”
María Eugenia, quedándose en medio de la Estación, del bullicio, de
la confusión, olvidó por dónde fue que le pareció haber visto a Darío.
Corrió hacia la esquina donde estaba la niña, y sólo encontró las
maletas. Fue empujando a cuanto obstáculo se le interponía, saltando
entre los pocos bancos que quedaban, sin dejar de gritar el nombre de su
hija. Todo el miedo del mundo se le vino encima (creyó entonces), y sin
saber a quién pedir ayuda, se dirigió hacia la puerta por donde estaban
llegando las ambulancias.
Nuevamente le pareció ver a Darío. Es más, le pareció que Darío la
estaba mirando. Para ser más exactos, le pareció que a Darío le estaba
pareciendo que la veía, pero fue en el momento en que la sirena de la
primera ambulancia anunciaba que ya se iba. María Eugenia sólo atinó a
pedirle al chofer que le permitiera mirar si su hija iba allí, en una de
las camillas del fondo.
La tradicional división del Hospital Pediátrico en pabellones
separados según las enfermedades, tuvo que ser necesariamente violada.
Una vez abarrotadas todas las salas, los médicos y las enfermeras
colocaron camas en los pasillos, en los salones de espera, en los
cubículos para curaciones y en todos los lugares donde pudieran
asegurar un portasueros.
María Eugenia reconoció a varias madres que habían viajado junto a
ella en el tren, y a los niños que, como su hija, llegaron por primera
vez a la ciudad de los cuentos. Aunque estaba profundamente abatida,
intentaba dar ánimos a las demás, y a pesar del letargo permanente que
mostraba la niña, se hizo cargo de la vigilancia de los sueros de la
sala. La enfermera de turno llevaba más de cuarenta y ocho horas sin
descansar, así que le agradeció poder sentarse un rato en la escalera de
la entrada. María Eugenia recorrió toda la madrugada, una por una, las
camas donde yacían niños de varias provincias, incluyendo de La Habana.
Alentaba a las madres con la ilusión de animarse ella misma, y a
espaldas de todas le pedía esperanzas a los médicos, que no dejaban de
correr de un sitio a otro, sin tiempo para explicaciones, en el
desesperado intento de salvar a los niños que agonizaban y morían en
cuestión de minutos.
La enfermera que había ido a sentarse en la escalera fue quien le
avisó. Se llevaban a la niña para la Unidad de Cuidados Intensivos,
porque no era posible controlar el sangramiento que había comenzado por
el sitio de la puntura venosa.
María Eugenia intentó comportarse con su habitual ecuanimidad, con el
profesionalismo de sus muchos años de experiencia, con la dureza que
corresponde a una madre soltera, con el aplomo que otorga la profesión
más exigente del universo, pero todo el miedo del mundo se le vino
encima (ahora sí, definitivo) y se negó a que se llevaran a su hija en
camilla, como a los demás.
La cargó ella misma, apretándola contra su pecho, y recorrió volando
el espacio hasta donde la esperaban médicos y enfermeras tan exhaustos
como los demás.
No hubiera podido soportar que le dijeran las frases que tantas veces
ella misma pronunciara, “hicimos todo lo posible” o cosas por el
estilo, sabiendo que no ofrecían ni el más mínimo consuelo, así que
entró con la niña y entre todos la entubaron, y con todos la acopló a un
respirador artificial, ayudó a todos a buscar alguna vena que
resistiera, y cuando todos la abrazaron porque todo había sido en vano, a
María Eugenia le pareció ver a Darío.
A través del cristal de Terapia Intensiva le sostuvo al fin la
mirada, porque ya no le interesaban ni Coppelia ni el Carmelo ni el
Prado ni las grandes calles. Es más, porque ya ni el amor le interesaba.
Para ser más exactos, porque ya no le interesaba absolutamente nada.
* Este cuento da nombre al libro homónimo de la autora y apareció originalmente en la antología Cicatrices en la memoria, que recoge relatos de autores cubanos basados en acciones terroristas contra la Isla.
** En mayo de 1981 se comienzan a reportar en el municipio de Boyeros, ubicado en la capital del país, casos de enfermos con síndrome febril, dolores retroorbitarios, abdominales y musculares, rash, cefalea y astenia, frecuentemente acompañados de múltiples hemorragias con diferentes niveles de gravedad. Pocos días después, y en forma explosiva, se reportaron casos similares en las provincias de Cienfuegos, Holguín y Villa Clara, diseminándose posteriormente en forma igualmente explosiva por el resto del país.
En los estudios iniciales realizados, se pudo comprobar que los primeros casos habían aparecido en forma simultánea en tres localidades de la isla distantes entre sí más de 300 kilómetros. No hubo ninguna explicación epidemiológica para la interpretación de estos hechos como una infección natural.
Los estudios de laboratorio confirmaron que el agente etiológico era el virus del dengue tipo 2. El hecho de la aparición de forma sorpresiva, sin que existiera actividad epidémica de Dengue-2 en la región de las Américas ni en ninguno de los países con los cuales Cuba mantenía un importante intercambio de personal, así como su aparición simultánea en distintas regiones del país, son elementos de soporte a los estudios realizados por científicos cubanos de reconocido prestigio, con la cooperación de científicos extranjeros altamente especializados en la detección y lucha contra las agresiones biológicas.
Las investigaciones y los estudios minuciosos llevados a cabo condujeron a la evidencia de que la epidemia fue introducida deliberadamente en el territorio nacional por agentes al servicio del Gobierno de Estados Unidos. Especialistas norteamericanos en guerra biológica habían sido los únicos en obtener una variedad de mosquito Aedes aegypti sensiblemente asociada a la trasmisión del virus 2, según informó el coronel Phillip Russell en el XIV Congreso Internacional del Océano Pacífico, efectuado en 1979, solo dos años antes de que se desatara la brutal epidemia en Cuba.
Constituye un elemento significativo el hecho de que en 1975 el científico norteamericano Charles Henry Calisher, en una visita a Cuba, se interesó y obtuvo información sobre la existencia de anticuerpos al dengue en la población cubana y la no existencia en la misma, por lo menos en 45 años, de anticuerpos al virus 2.
En el juicio celebrado en 1984 en Estados Unidos contra Eduardo Arocena, cabecilla de la organización terrorista Omega 7, este confesó paladinamente haber introducido gérmenes en Cuba y reconoció que la fiebre del dengue hemorrágico fue introducida en la isla a través de grupos afines de origen cubano radicados en Estados Unidos. (De la Demanda del pueblo de Cuba a Estados Unidos por daños humanos)
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