miércoles, 28 de septiembre de 2011

El mensajero


Nelson Fredy Padilla
Tomado de El Espectador (Colombia)
En 1999, siendo dueño y cronista de la revista Cambio, Gabriel García Márquez admitió entre líneas haber sido el emisario de un texto ultrasecreto que su amigo Fidel Castro le envió al entonces presidente de Estados Unidos, Bill Clinton. Sin embargo, nunca trascendieron los detalles de la misión en la que el Nobel colombiano protagonizó episodios dignos de una novela de espionaje y que acaban de ser revelados en el libro Os últimos soldados da Guerra Fria, escrito por el periodista brasileño Fernando Morais.
El Espectador tuvo acceso a varios de los documentos del caso, publicados en portugués, junto con la historia de 14 informantes cubanos infiltrados ilegalmente en Miami y hoy condenados en EE.UU. En 1998 Fidel Castro completaba 14 años de intentos infructuosos para tomar contacto directo con la Presidencia de los Estados Unidos con el fin de ponerla al tanto de 127 atentados terroristas atribuidos al grupo extremista cubano-americano liderado por Luis Posada Carriles. Quiso ser el primero en advertir a Washington que en las escuelas de aviación de la Florida había un peligroso potencial que estaba siendo dirigido hacia Cuba, a través de vuelos intimidatorios contra el turismo y para interferir comunicaciones oficiales, el cual también podía ser usado por terroristas internacionales contra Norteamérica. Otra de las alertas incluyó, según el libro de Morais, hacer llegar al director de la CIA, William Casey, a mediados de 1984, un detallado informe sobre “un complot, abortado a tiempo, para asesinar al presidente de EE.UU”.
La posibilidad de una línea directa con la Oficina Oval pasó a depender de la amistad de García Márquez y Bill Clinton. La misión fue marcada con “la impronta de las ocasiones íntimas”, el calificativo de Fidel Castro en sus memorias al cruce de caminos de los dos desde que a los 21 años de edad coincidieron, sin saberlo, en El Bogotazo, el 9 de abril de 1948 en la capital colombiana. Se conocieron cuando Castro estaba en el poder. El torbellino de las violencias de sus países, sus inquietudes políticas de izquierda y la literatura forjaron una amistad de hierro que ha hecho historia por más de medio siglo.

Los buenos oficios de Gabo
Corría abril de 1998 cuando el Nobel de Literatura llegó a La Habana, esa vez para escribir un reportaje sobre la visita del papa Juan Pablo II a la isla, realizada tres meses antes. Fidel le comentó sobre lo difícil que era hacer contacto con Clinton y el colombiano le reveló que por casualidad estaba esperando una audiencia con él para hablar de Colombia, el narcotráfico y la guerrilla. Se trataba de uno de sus sondeos secretos en busca del clima propicio para un proceso de paz con las Farc, lo que efectivamente se hizo realidad durante el gobierno de Andrés Pastrana, con la ayuda entretelones de Gabo, quien de blanco hasta el sombrero estuvo en la instalación de las negociaciones con ese grupo guerrillero en San Vicente del Caguán.
Esa obsesión con la paz le costó el exilio en la época del gobierno de Julio César Turbay, hasta que logró su cometido en los diálogos que permitieron a comienzos de los 90 la desmovilización del M-19. Fue invitado al acto de desarme y a la firma del acuerdo final. Él se negó con un argumento demoledor: “Lo que me gusta es conspirar por la paz”. El mismo perfil mantuvo durante el gobierno Pastrana, no sólo en el caso de las Farc, sino para facilitar los contactos con el Eln en Cuba, con anuencia de Cuba.
A ese “talento cósmico”, de prestidigitador, acudió Castro. A finales de abril de 1998 García Márquez dictó un taller de literatura en la Universidad de Princeton, en Nueva Jersey, y para esos días le pidió a Bill Richardson, hombre de confianza del gobierno Clinton, una cita con el presidente. Gabo y Fidel estuvieron de acuerdo en aprovecharla no sólo para hablar del caso colombiano, sino para entregarle un mensaje del líder cubano.
Discutieron el contenido hasta que la decisión del comandante fue no enviarle una carta membreteada y firmada por él, sino un documento con siete puntos, mecanografiado en español, traducido al inglés y guardado en un sobre lacrado sin firma ni remitente (ver recuadro). Dos compromisos asumió Gabo: entregárselo personalmente e intentar hacerle dos preguntas cuyas respuestas podrían significar el restablecimiento de contactos entre Washington y La Habana.

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