Vivimos un tiempo peculiar. Un tiempo en el que lo repetitivo —antes fundamento de la vida espiritual, de la comunidad y hasta de la sabiduría— se considera aburrido, improductivo, inútil. Lo que en las culturas tradicionales era camino hacia lo profundo, hoy se ve como un estorbo en medio de la urgencia moderna por la novedad constante.
Sin embargo, es precisamente esa pérdida del ritmo, del rito y de la repetición cargada de sentido lo que ha vaciado la experiencia humana de hondura espiritual. Y dicho vacío, lejos de ser llenado por las religiones o los sistemas políticos, ha sido capturado por el capitalismo, que se presenta —de forma engañosa— como salvador de un alma que él mismo contribuye a destruir.
1. La sabiduría de lo repetitivo
Las culturas indígenas de América, como la taína, entendían que la repetición era un camino hacia la profundidad: repetir un canto, un gesto, un rito, un ciclo agrícola. Los patrones naturales —como la piña con sus espirales perfectas— simbolizaban esa misma estructura cósmica: volver una y otra vez al mismo punto para avanzar hacia el centro, donde se encuentra lo sagrado.
En el cristianismo también ocurre: la liturgia se repite cada año, los salmos se recitan, el rosario vuelve sobre sí mismo como una espiral espiritual. Lo repetitivo no es rutina: es ritmo. Es orden. Es un modo de tocar lo que está más allá de lo cotidiano.
Pero en la modernidad acelerada, la repetición perdió prestigio; fue vista como atraso, como freno, como falta de creatividad. Lo repetitivo ya no profundiza: estorba. Y con esa ruptura se dañó una dimensión esencial del ser humano: su espiritualidad.
2. La sociedad del rendimiento y la destrucción de lo espiritual
Byung-Chul Han, en su crítica a la modernidad, explica que vivimos en una sociedad del rendimiento, donde lo único que importa es producir, avanzar, demostrar. La aceleración permanente ha borrado los espacios sagrados, los rituales, la contemplación y la lentitud.
El capitalismo nos empuja hacia un vértigo constante: todo debe ser nuevo, veloz, estimulante. Pero ese vértigo erosiona lo humano: agota, vacía, desconecta. La espiritualidad —entendida no como religión, sino como profundidad de vida— se vuelve imposible en medio del ruido.
Es un mundo sin centro, sin pausa, sin misterio.
Un mundo que no recuerda cómo volver sobre sus propios pasos.
3. El socialismo también cayó en la trampa
Aquí aparece un elemento que pocas veces se discute, pero que resulta crucial: el socialismo del siglo XX también asumió, en parte, la lógica del positivismo y del pensamiento ilustrado. Se enamoró de la técnica, de la planificación, de los números, del progreso medible. En ese proceso, redujo o desatendió la dimensión espiritual de los pueblos.
Muchos proyectos socialistas vieron la tradición, la religiosidad popular, la memoria y los rituales como residuo, superstición o atraso. Y al hacerlo, renunciaron a una fuerza que había estado en el corazón del socialismo original: la transformación humana, la ética profunda, el sentido de comunidad, la solidaridad como valor espiritual.
El resultado fue claro:
un socialismo justo en sus aspiraciones, pero a veces incapaz de hablarle al alma de las personas. Un socialismo que podía movilizar por necesidad, pero no siempre por inspiración.
4. El capitalismo ocupó el vacío espiritual
Ese descuido fue aprovechado por el capitalismo en su lucha contra el socialismo. No porque el capitalismo sea espiritual, sino porque aprendió a simular la espiritualidad. Así surgieron:
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la espiritualidad convertida en mercancía,
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el bienestar como producto,
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la autoayuda vaciada de profundidad,
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el consumo emocional,
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los rituales convertidos en entretenimiento.
El capitalismo se disfrazó de terapia, de sentido de vida, de salvación individualista. Aunque en realidad destruye lo comunitario, trivializa los vínculos y convierte el alma en un mercado interior.
No ofrece espiritualidad:
ofrece una ilusión cómoda y despolitizada, que calma pero no transforma.
5. La tarea de nuestro tiempo: recuperar el centro humano
Hoy más que nunca se hace necesario reconstruir una espiritualidad humanista, una dimensión profunda que no dependa de la religión pero tampoco del mercado. Una espiritualidad que recupere:
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el ritmo,
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la comunidad,
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el trabajo como acto creativo,
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la repetición como camino al sentido,
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la naturaleza como maestra,
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el mito como guía ética,
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el rito como espacio de sanación y convivencia.
Es decir: devolver alma al proyecto humano.
El socialismo debe mirarse a sí mismo y recuperar su raíz ética, comunitaria, martiana, marxista en su espíritu más humanista. No aquella versión tecnocrática que se obsesiona con estadísticas, sino la que coloca la dignidad humana por encima del capital, del mercado y del consumo.
Si no recuperamos esa dimensión espiritual —no religiosa, sino profundamente humana—, seguiremos siendo presa fácil de quienes comercializan nuestras angustias.
6. Volver al centro
Como la piña del pino, necesitamos volver al centro de la espiral.
La modernidad nos empujó hacia afuera, hacia la distracción y la superficie.
Pero los pueblos que sobreviven, resisten y regeneran su fuerza son aquellos que conservan un núcleo espiritual firme.
Ese núcleo no se compra: se cultiva.
No se improvisa: se repite, se celebra, se comparte.
No se inventa: se hereda y se transforma.
Hoy la humanidad necesita, más que nunca, ese regreso al centro.
Un regreso que no es nostalgia, sino reconstrucción de lo humano.
JECM








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