Una meditación sobre Romanos 4,18 y la lucha entre dos esperanzas: la del bien que levanta y la del mal que espera nuestra caída.
Hace poco me encontré con un amigo de buenos tiempos,
alguien a quien siempre he tenido en alta estima por su sabiduría incisiva.
Conversamos largo rato sobre diversos asuntos, y cómo no, sobre la
situación actual de nuestro país. No hace falta extenderse en
diagnósticos; basta con mirar los titulares para percibir la grieta,
el deterioro en tantos aspectos de la vida.
Como cristiano, al igual que mi amigo, le compartí mi convicción
en el texto paulino de Romanos 4:18:
“Él creyó en esperanza contra esperanza, para llegar
a ser padre de muchas naciones, conforme a lo que se le había dicho:
Así será tu descendencia.”
Siempre lo he entendido como una construcción poética profunda, que nos invita a creer en un mundo distinto, más allá de
toda adversidad, como aquellos primeros cristianos que no claudicaron
en su fe a pesar de los contratiempos. Pero mi amigo, para sorpresa
mía, respondió que el texto le era muy oscuro, más bien una
construcción gramatical deficiente.
Me quedé pensativo mucho tiempo después de aquella conversación.
Reflexionando en soledad, descubrí un ángulo distinto: “esperanza
contra esperanza” no solo habla de un contraste interior, sino
también de un enfrentamiento entre dos esperanzas opuestas. La de
Abraham, que creyó más allá de lo imposible, y la de quienes
esperaban su fracaso, quienes desconfiaban del poder de la promesa.
San Agustín decía que la esperanza de Abraham era un acto de
amor: “Creer contra toda esperanza humana, apoyándose solo en la
esperanza divina, es confiar en lo que aún no se ve” (Enarrationes
in Psalmos). Lutero, por su parte, interpretaba este pasaje como
la capacidad de aferrarse a la Palabra de Dios aun cuando todo lo
visible parece desmentirla, un combate entre la fe y la razón
incrédula. Y más cerca de nosotros, Jürgen Moltmann recordaba que
la esperanza cristiana es siempre esperanza en medio de la
contradicción, porque “creer significa aguardar lo imposible,
esperar aquello que el mundo declara perdido” (Teología de la
esperanza).
Mirado así, la frase se vuelve también un retrato de la lucha de
todos los tiempos: la esperanza de los humildes, los oprimidos y los
olvidados, contra la esperanza torcida de quienes quieren dominar,
excluir o destruir. Porque sí, también el mal “espera”: espera
que caigamos en la incredulidad, que renunciemos a la justicia, que
nos rindamos al desaliento. Es una esperanza deformada, la del
adversario, la de quienes apuestan por la injusticia creyendo que
será eterna.
La Biblia no oculta esa confrontación. Habla de un enemigo que
anda como león rugiente buscando a quién devorar, y de poderes de
maldad que pretenden disputarle a Dios su obra. Y en ese campo de
batalla espiritual, mi esperanza se vuelve resistencia. No puedo
desentenderme de la esperanza del otro, del mal, si quiero vencer;
necesito reconocerla, discernirla y oponerle la mía.
La verdadera victoria no radica en ignorar esa otra “esperanza”,
sino en sobreponerme a ella con la fuerza del bien: la solidaridad,
la inclusión, la justicia y la vida plena. La esperanza cristiana
nunca es egoísta, sino compartida; no se encierra en sí misma, sino
que levanta al caído, abraza al excluido y construye comunidad.
Hoy entiendo mejor a Pablo: creer en “esperanza contra
esperanza” significa, en lo más profundo, participar de esa
tensión entre dos fuerzas. Significa elegir cada día de qué lado
espero, y perseverar, aun cuando todo indique lo contrario. La
esperanza de Abraham triunfó sobre la incredulidad de su tiempo. Así
también nuestra esperanza, puesta en el bien, se impondrá sobre la
esperanza torcida de quienes confían en la injusticia.
De manera más clara, por un lado, la esperanza de los oprimidos,
de los que desean liberarse. Por el otro, la esperanza de los
victimarios, de los poderosos que quieren perpetuar su dominio y sus
injusticias.
Ahí entendí que la fuerza de los débiles está justamente en
oponer su esperanza a la de los opresores. En sostenerse firmes
aunque la lucha parezca desigual, en resistir con fe y convicción.
Porque no se trata de una ilusión pasiva, sino de una esperanza que
da fuerza, que levanta, que arma de paciencia, coraje y acción
transformadora.
Por eso, cada vez que regreso a esa frase, la siento más viva y
luminosa. Esperanza contra esperanza es el grito de quienes,
aún rodeados de oscuridad, siguen creyendo en la posibilidad de un
mundo distinto. Y yo me aferro a ella, porque estoy convencido de que
esa esperanza —la de los pobres, la de los que sufren, la de los
que no claudican— es la que, al final, terminará venciendo.
Resistimos y venceremos, porque nuestra esperanza no es una
ilusión pasajera, pero tampoco debe ser ingenua, porque ella, sin
dudas, se enfrenta a múltiples retos, y en ese proceso debe crecer,
fortalecerse.
La
esperanza en medio de las pruebas
La Biblia misma reconoce que la esperanza no garantiza éxitos
inmediatos, sino que sostiene al fiel en medio del dolor. Por
ejemplo, el Salmo 25 promete: «Quien en ti espera no quedará
defraudado […] en ti pongo mi esperanza cada día». Sin
embargo, esta confianza en Dios discurre a través de la tribulación
y la espera. En Romanos Pablo exhorta a “esperar con paciencia”
las cosas que aún no se ven (8,24-25), y dice que en las
tribulaciones también se encuentra gozo “con la alegría de la
esperanza; constantes en la tribulación”. Así, la Escritura
vincula esperanza y sufrimiento: nuestras pruebas purifican la fe y,
a la inversa, la esperanza sana el alma que las padece.
Padres y
místicos: resistencia y purificación
Los Padres y místicos cristianos desarrollaron esta misma idea.
San Agustín observa que la esperanza cristiana “capacita para
soportar el sufrimiento, y, al contrario, el sufrimiento puede ayudar
a purificar la esperanza cristiana”. Para Agustín la vida es
siempre «una prueba», en la que nadie puede considerarse a salvo;
en ese contexto sólo “la misericordia de Dios” es nuestra
única esperanza firme. Santo Tomás, por su parte, destaca
que la esperanza es un don sobrenatural que persiste incluso cuando
el cristiano pierde la gracia o la consolación espiritual. En su
teología la esperanza «proteje del desaliento
y procura gozo en la prueba misma»: sus
frutos son la fortaleza para avanzar y el “yélmo de la esperanza”
que sostiene al alma en la lucha (cfr. 1 Ts 5,8; Rm 12,12).
Santa Teresa de Ávila, dentro de la tradición mística española,
explica que el camino espiritual implica “pelear”
continuamente hacia Dios. La vida interior es un castillo en el que
hay que permanecer con “determinación” (su palabra para la
perseverancia), animados por la esperanza de un bien mayor. Teresa
advierte que en ese camino habrá “tropiezos, resbalones y caídas”,
pero cada caída es parte del aprendizaje del amor. Como ella misma
resumió: “No os desaniméis, si alguna vez cayereis, para
dejar de procurar ir adelante; que aun de esa caída sacará Dios
bien”. En otras palabras, la verdadera esperanza cristiana no
se rinde ante el fracaso: aprende de él y sigue avanzando confiando
en Dios. O, en palabras de un creador digital español que descubrí
hace poco, y que se presenta como Bob Pop: “quien tropieza siempre
avanza dos pasos”.
San Juan de la Cruz profundizó esta experiencia de “noche
oscura”. En él, el alma que busca a Dios atraviesa etapas de
oscuridad profunda: “la noche oscura” es la privación de placer
espiritual y la sensación de caminar sin luz. Pero Juan de la Cruz
afirma que precisamente «por ella el alma ha de ir a Dios»,
pues estas pruebas purgan las imperfecciones del deseo divino. En
resumen, los místicos ven en el sufrimiento y la desolación una
pedagogía divina: la esperanza auténtica crece cuando el alma se
vuelve más humilde y dependiente, preparándola para la luz que
vendrá.
La cruz
como escuela de esperanza
La espiritualidad de la cruz enseña que la verdadera
esperanza se afirma en el sufrimiento de Cristo. Muchos teólogos
modernos han desarrollado esta idea. Dietrich Bonhoeffer
insistió que el cristiano debe reconocer la cruz de Cristo en su
propia vida. Señaló que la “esperanza cristiana no está
puesta en este mundo, sino en Cristo y su Reino”. Es decir, la
fidelidad de quien sufre bajo opresión o en la vida ordinaria
expresa su fe en un bien futuro que la Cruz inaugura. De modo
parecido, Jürgen Moltmann hizo de esto el núcleo de su teología de
la esperanza. Para Moltmann, la fe cristiana se fundamenta en la
resurrección del Cristo crucificado: debemos “creer
en la resurrección de Cristo crucificado y vivir a la luz de su
realidad y su futuro”. Su Reino venidero, afirma, ya actúa desde
el futuro escatológico y da sentido a la historia presente. En
palabras de este autor, la esperanza cristiana
descansa en el Dios que sufre en la Cruz y resucita: incluso cuando
“el mundo halla su triunfo” en la opresión, «Dios obra a través
de los hombres, hace milagros a pesar de nuestros pecados». En
consecuencia, bajo la cruz —o en el silencio de Dios en ella— el
creyente no está huérfano: Cristo se identifica con los
crucificados de la historia y da a su pueblo la certeza última de la
victoria futura.
Silencio
de Dios y tensión escatológica
Los teólogos señalan además que Dios guarda silencio en el
dolor. Esta “noche oscura” es ambivalente: Dios parece ausente,
pero ese desierto tiene fin. Kierkegaard, por ejemplo, subraya que la
fe auténtica sigue adelante aunque Dios no revele sus planes al
instante (como Abraham en camino al sacrificio de Isaac). En el
ámbito católico, la expresión “silencio de Dios”
refleja la sensación de orar en sequedad espiritual, tema que
enfrentaron Agustín y los místicos. En todo caso, se insiste en que
la esperanza traza una línea entre el ya y el todavía
no del Reino de Dios. Es una esperanza escatológica:
aún no vemos cumplido el Reino, pero tenemos su promesa. En esta
línea, la teología clásica señala que la esperanza “no es mera
pasividad”, sino una actitud activa que lleva al cristiano a usar
los medios de salvación y a superar los obstáculos con el auxilio
divino. Los textos católicos incluso proclaman que «en la esperanza
encontramos fuerza en la prueba misma». El carácter incompleto
de nuestro mundo —marcado por el pecado y la fragilidad— no
arruina la esperanza: al contrario, la encarna en la lucha cotidiana.
Como señalan los catequistas modernos, la esperanza cristiana “no
merma la importancia de lo temporal, sino que le da su pleno sentido
y perfección” al apuntar hacia los «nuevos cielos y
nueva tierra» prometidos (el Reino definitivo).
En suma, los escritos bíblicos y teológicos —de san Agustín y
santo Tomás hasta Teresa de Ávila, Juan de la Cruz o Moltmann—
coinciden en que la esperanza del justo no es una línea recta ni un
atajo a la felicidad, sino el aliento que permite soportar el “camino
estrecho” de la fe. No asegura éxitos inmediatos, pero da
dirección y fuerza al alma fiel. Como advierte Teresa: “Espera,
espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora… mientras
más peleares, más mostrarás el amor que tienes a Dios”. En
definitiva, sostenerse en la esperanza —incluso cuando todo parece
perdido, en la noche oscura o en el silencio de Dios— es el acto
que revela la fe del justo en la promesa del Reino: un mundo
alternativo al que hoy se levanta sobre la opresión, la codicia y el
odio.
Para concluir, una
nota final
Cuba atraviesa hoy una situación difícil en lo económico, en lo
social y en lo político, pero también en ese terreno invisible
donde se enfrentan dos esperanzas: la del amor y la del odio. Una que
resiste y lucha por avanzar
cada día, y otra que busca, a toda costa, el fracaso de nuestro
pueblo como nación independiente. Por mi parte, siempre estaré del
lado de quienes aman y construyen. Y lo digo sin etiquetas de
militancia partidaria, porque en mi camino he conocido a cristianos
sin fe y a revolucionarios que no lo son.
JECM