domingo, 9 de junio de 2019

Chernóbil se cura en La Habana: El episodio que no contó HBO




Miles de niños se atendieron en Cuba tras la explosión de Chernobil.

Las playas de Tarará son todo lo que se puede esperar del Caribe cubano. Mar cálido azul turquesa, palmeras idílicas sobre arena fina y ocre, brisa suave. Un puñado de casitas bajas con jardín se ordenan sobre una cuadrícula perfecta a escasos 30 kilómetros al este de La Habana. En el centro, un tosco edificio con la pintura rojiza ajada por el salitre esconde uno de los episodios menos conocidos del desastre de Chernóbil.

Erigida en la década de los 50’, la urbanización de Tarará sirvió de barriada de veraneo para la élite burguesa y militar del país durante la dictadura de Fulgencio Batista y luego pasó a ser un gigantesco campamento deportivo infantil de la Organización de Pioneros José Martí. Pero, a partir del 29 de marzo de 1990, este balneario paradisíaco pasaría a albergar el mayor programa sanitario para los niños afectados por el accidente de la planta nuclear de Chernóbil cuatro años antes.


Entre 1990 y 2011, el hospital pediátrico de Tarará atendió a más de 25.000 infantes víctimas de la radiación en Ucrania, Rusia y Bielorrusia, la mayoría afectados por cáncer, deformaciones, atrofia muscular, problemas dermatológicos y estomacales. Y muchos con altos niveles de estrés postraumático por haber experimentado el horror nuclear.

Además de las instalaciones clínicas para los afectados —que llegaron a concentrar dos hospitales y una veintena de ramas médicas en el cuadro profesional—, la pequeña ciudad disponía de un teatro, varias escuelas y áreas recreativas que se extendían por casi dos kilómetros de playas cristalinas.

«Fidel me dijo ‘no quiero que estés yendo a la prensa, ni que la prensa esté yendo al consulado. Este es un deber elemental que estamos haciendo con el pueblo soviético, con un pueblo hermano. No lo estamos haciendo para publicidad'», relata el excónsul cubano Sergio López en el documental ‘Chernóbil en nosotros’.


Casi 30 años después de que el propio Fidel Castro recibiera al pie de la escalerilla del avión al primer contingente de 139 niños, un reciente acuerdo firmado entre el Ministerio de Salud de Cuba y el Gobierno ucraniano abre la puerta a una posible reedición del programa coincidiendo con la atención suscitada por la serie de HBO sobre Chernóbil.

La Agencia Cubana de Noticias anunció que un nuevo grupo de 50 niños ucranianos, muchos de ellos hijos de quienes a comienzos de los 90’ vivieron la misma experiencia en la nación caribeña, viajará en 2019 a La Habana para tratarse sus dolencias.

La playa ‘antirradiación’



Durante años, las playas de Tarará se poblaron de niñas rubicundas y chavales pálidos que los habaneros se acostumbraron a ver tomando el sol en la playa fuera de la temporada veraniega.

La mañana del 26 de abril de 1986, una serie de errores fatales afectaron al reactor número 4 de la central atómica Vladimir Ilyich Lenin, cuyo núcleo del reactor quedó expuesto arrojando gran cantidad de material radioactivo en medio de varias explosiones y un intenso incendio que duró diez días.

Pripyat, una ciudad de 50.000 habitantes construida para alojar a los trabajadores de la instalación y a sus familias, no fue evacuada hasta 36 horas después de la explosión. Cientos de miles de adultos y niños quedaron expuestos a la contaminación. Muchos de los menores desarrollaron luego cáncer de tiroides y leucemia, probablemente por inhalación o ingestión de yodo 131 o celsio 173.

Los pacientes solían ser “portadores de más de una enfermedad crónica”, acompañadas de severas alteraciones psicológicas, según un estudio realizado por los doctores cubanos Julio Medina, coordinador durante años del Programa; y Omar García, investigador del Centro de Protección e Higiene de las Radiaciones. Por ello clasificaron a los afectados en cuatro grupos, desde los más graves, que podían permanecer durante meses en la isla, a los “relativamente sanos” del grupo IV, que permanecían entre 45 y 60 días.

Durante años, las playas de Tarará se poblaron de niñas rubicundas y chavales pálidos que los habaneros se acostumbraron a ver tomando el sol en la playa fuera de la temporada veraniega. Broncearse y sumergirse en el agua marina era parte complementaria del tratamiento con melagenina y pilotrofina que recibían para mejorar la pigmentación de su piel y el crecimiento del cabello.

«Puedo decir, sin exageración, que para nosotros Cuba ha sido la salvación», cuenta la joven madre Natasha Salimova mientras mece a su niño afectado por parálisis cerebral en un carrito, en una pieza de la agencia estadounidense Associated Press de 1999, en el que se puede ver la clínica cubana en funcionamiento.

Milagro en Período Especial

Tres meses antes de la llegada de los primeros niños, Fidel Castro avisaba desde el Teatro Karl Marx en La Habana que venían malos tiempos. La caída del Muro de Berlín era el preludio de la inminente implosión del bloque soviético. Los problemas en Europa Oriental podrían ser “tan graves que nuestro país tuviera que enfrentar una situación de abastecimiento sumamente difícil”, dijo Castro ya en enero de 1990.

Era el prólogo del Período Especial en el que se sumergió la isla durante más de un lustro, marcado por la escasez y los apagones. Pese a la desaparición del campo socialista europeo, Cuba quiso mantener en marcha el programa de los niños de Chernóbil.

«Aunque Cuba atravesó momentos económicamente difíciles, nuestro Estado siguió ofreciendo a los menores atención especializada, cumpliendo un compromiso de solidaridad», señalaba en 2017 el doctor Medina, en una entrevista para el canal multinacional Telesur, sobre el notable reto de continuar aceptando pacientes en esos años.

Pese a que el programa oficialmente finalizó, se mantuvieron vuelos médicos para grupos de pacientes ucranianos y rusos en la isla. Desde 2016, la mayoría han sido tratados en la Clínica Internacional de Siboney, al oeste de la capital cubana. Este será probablemente el nuevo hogar de los niños de Chernóbil en La Habana.

No serán extraños para la población local. Desde mucho antes de que HBO redescubriera la historia de Chernóbil para una audiencia global, cualquier cubano de a pie ya sabía dónde ubicar la central nuclear en el mapa y explicar, en algunos casos de primera mano, las consecuencias de lo que allí ocurrió. Herencias del internacionalismo proletario.
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(Tomado de El Confidencial)

El Chernobyl estadounidense del que no se hacen series



El presidente de EEUU, Jimmy Carter, abandonando las instalaciones de Three Mile Island el 1 de abril de 1979.

Homer Simpson, inspector de seguridad del sector 7-G de la central de Springfield, es el fiel reflejo de lo que pasó en el accidente nuclear más grave de la historia de EEUU: la precaria cualificación de los trabajadores de las plantas estadounidenses casi provoca un roto que hubiera contado por miles los cadáveres.

Hace cuarenta años, el 28 de marzo de 1979, Harrisburg se despertaba con la noticia de que algo pasaba en la central nuclear situada a apenas 16 kilómetros. Aún restaban siete años hasta Chernobyl, la catástrofe nuclear más grande que ha sufrido la humanidad. El accidente norteamericano cambió drásticamente la política atómica de EEUU, que entendió las consecuencias irreparables que deja un error en una central nuclear, y puso en relieve la escasa formación de los técnicos que operaban en las plantas del país.

El desastre, el operativo y las ñapas fueron tan irregulares y azarosas que la transcripción de la Comisión Reguladora Nuclear (NRC) da a entender que la magnitud del desastre podría haber sido irreparable: «Esto se parece a un par de ciegos que se tambalean alrededor de una toma de decisiones”, dijo Joseph M. Hendrie, presidente de la NRC por aquel entonces.

«Se detectó que el problema era que los trabajadores apenas tenían una formación básica, no tenían conocimientos cualificados»

«Las causas no suelen ser por problemas técnicos. En este caso, fue falta de organización. Se detectó que el problema era que los trabajadores apenas tenían una formación básica, no tenían conocimientos cualificados», cuenta Ignacio Fernández, físico e inspector de Centrales Nucleares en España, ya jubilado.
El accidente que cambió la dinámica

Durante la madrugada del 28 de marzo el núcleo de Three Mile Island (TMI) sufrió una fusión parcial y puso en riesgo a toda la flora y fauna que rodeaba el terreno. El accidente nuclear más grave de la historia de EEUU generó todo un debate en torno a la radiación, ya que casi dos millones de personas quedaron práticamente expuestas, de las cuales unos 70.000 recibieron un aviso para estar preparados ante una posible evacuación.

El reactor 2 de TMI fue el que sufrió la fuga, y según los análisis se debió a un fallo humano al realizar ciertos protocolos de cierres de válvulas. «Ese accidente fue un toque de atención. A partir de aquello se exigió mayor formación a los técnicos. Una persona que no sabe ciertas cuestiones sobre física no puede trabajar en una central, porque no sabe cómo funciona un reactor. Se exigió mejorar los procesos de reciclaje, se promovió la formación continua…, y además, desde aquello, cada central tuvo su propio simulador para practicar ante hipotéticos problemas, mientras que antes había uno genérico para todos. Los métodos se volvieron más cuidadosos y se hacían muchas más operaciones preventivas», cuenta el físico Ignacio Fernández.

«Los métodos se volvieron más cuidadosos y se hacían muchas más operaciones preventivas»


Incluso se hizo mayor campaña de concienciación con los técnicos e inspectores, para que no bajaran la guardia y evitar así nuevos accidentes: «Varios técnicos españoles se fueron a un curso al Georgia Institute of Technology –lugar de EEUU donde se investiga sobre la energía nuclear– y les hacían repetirse todos los días frases como ‘Soy consciente de que tengo a mi cargo un núcleo a mucha temperatura’, para que no se les olvidase la gravedad de un error», asegura el trabajador.

El accidente hizo saltar alarmas y provocó la creación en 1980 de un Sistema de Notificación de Incidentes con la intención de que todos los países informasen de los acontecimientos e incidentes inusuales en las centrales nucleares para el conocimiento de otros países.

¿No hay radioactividad en los alrededores?

La fuga de TMI se catalogó como problema de nivel cinco –accidente con consecuencias amplias– y hasta Chernobyl y Fukushima era el percance nuclear más grave de la historia. ¿Cómo es posible que no se hayan revelado problemas y consecuencias en la salud y en el medio ambiente a largo plazo?

Según las estimaciones del NRC, del Departamento de Salud, Educación y Bienestar y de la Agencia de Protección Ambiental, se observó un incremento en la exposición de radiactividad, pero sin llegar a guarismos peligrosos.

Desde Ecologistas en Acción aseguran que no se puede llegar a conclusiones sobre las consecuencias del accidente por culpa de la opacidad de las investigaciones: «El problema es que el acceso a estudios fiables con la intensidad que debería no existen, entonces es difícil prever los problema de la radiación. No es solo la exposición directa, sino la que se produce a lo largo del tiempo», asegura Javier Andáluz, portavoz de la organización.

«Hay evidencia de contaminación radiactiva, es obvio que afectó al medio ambiente. Decir que no hubo consecuencias es no querer contar la verdad. Además, hay enfermedades relacionadas, no sólo cáncer: estrés postraumatico, problemas psicológicos derivados de este tipo de catástrofes, ansiedad, angustia que puede acabar en alcoholismo… Hay que entender la angustia vital si tú o los tuyos van a padecer algún tipo de enfermedad», asegura Raquel Montón, responsable de la campaña antinucleares de Greenpeace en España.

«La Organización Mundial de la Salud (OMS) debería liderar estos estudios, pero nunca ha analizado TMI y hay un porqué claro: la OMS depende de Naciones Unidas, que también tiene dentro de sus administraciones al Organismo de Energía Atómica, por lo que hay un claro conflicto de intereses. La American Nuclear Society también ha publicado informes, pero no tienen credibilidad», critica Montón.

Un informe del investigador Steven Wing al que Greenpace cita y da credibilidad asegura que el escape de radiación fue más de diez veces superior al reconocido oficialmente. A través de la cercanía geográfica respecto a la central, el investigador asegura que los índices de cáncer pulmonar son de cuatro a seis veces más elevados, al igual que hay entre dos y diez veces más casos de leucemia ahí donde el viento era favorable a las corrientes que arrastran el aire de TMI.

Steve Ala, profesor asociado de epidemiología de la Universidad de Carolina del Norte, daba alas a desoír las interpretaciones del Gobierno: «Es consistente la hipótesis de que la radiación del accidente llevó a un aumento en el cáncer en las zonas que se encontraban en el camino de la plumas radiactiva», concluía en su informe.

(Tomado de Público)

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