Enrique Ubieta Gómez
Hay dos grados bajo cero, pero en el sótano de la casa de Conde, donde nos reunimos los cubanos –viejos residentes de la capital alemana y funcionarios de la embajada–, hay otro clima ajeno a cualquier predicción meteorológica. Es una casa cómoda, recién construida en las afueras de la ciudad; los anfitriones tardarán muchos años en pagar las deudas contraídas. Él lo dice con resignación. Se ha dejado crecer el pelo y agrega en broma: "no tengo dinero para ir al barbero". Unas horas antes, en el pequeño hotel donde me hospedo, mientras desayunaba, había escuchado al dueño –que es también recepcionista y camarero–, responder en ruso a una llamada telefónica. Lo abordé de inmediato en esa lengua y el hombre, ya mayor, al saber además que había estudiado en Kíev, de donde es oriundo, no contuvo su alegría. Estuvo hablándome sin parar durante un buen rato: "me duele el pecho cada vez que hablo de Kíev, de Ucrania", dijo. "Es una ciudad muy hermosa", le riposto y sonríe triste. Lleva veinticinco años en Berlín y no piensa regresar. Hace un gesto de aflicción y agrega: "Ya no es lo mismo que antes... yo nunca fui comunista" (una aclaración necesaria en este país), "pero entonces había orden y se podía vivir". Ahora, en casa de Conde, el ambiente es otro. La nostalgia es inevitable, pero prima un sentimiento de hermandad que los años no disminuyen. Los rostros, los gestos, son cubanísimos; sin embargo, algunos llevan treinta y cuarenta años en Berlín. Llegaron a trabajar o a estudiar en los años ochenta del siglo pasado y se quedaron. Otros emigraron en el nuevo milenio. El común denominador de la mayoría es el amor: casados con alemanas, tienen hijos amasados entre dos culturas. Hablamos de política, de la alemana y de la cubana, y todos se afilian a la izquierda, donde late el corazón. Son hijos de la Revolución, no quieren que desaparezca. Repudian a Trump, y su recrudecido bloqueo. Se conversa de los asuntos más cotidianos y de los más graves. Se bromea, por supuesto; se planifican vacaciones y hasta regresos definitivos. Conde, quien se graduó en Cuba como teólogo de la Iglesia Bautista, lee una reflexión de Confucio. Diego, un cantautor catalán que se busca la vida en Berlín desde hace seis años (aceptaría la independencia de su terruño si esa es finalmente una decisión del pueblo, pero no se siente ajeno a las restantes culturas de España), nos ofrece dos canciones, una suya y otra, recién aprendida, de Compay Segundo. Nos despedimos, hay abrazos, direcciones electrónicas intercambiadas, promesas de nuevos encuentros, aquí o allá, se dice. Es dura la vida del emigrado. El ucraniano, el catalán y esos cubanos lo saben, aunque cada uno tenga una experiencia de vida diferente. Algunos perdieron su país, otros nunca lo tuvieron, pero Conde, Frías, Silva, Oliva y Ávila, saben que mientras exista la Revolución tendrán Patria, ellos, sus hijos y sus nietos, mitad cubanos y mitad alemanes.
Hay dos grados bajo cero, pero en el sótano de la casa de Conde, donde nos reunimos los cubanos –viejos residentes de la capital alemana y funcionarios de la embajada–, hay otro clima ajeno a cualquier predicción meteorológica. Es una casa cómoda, recién construida en las afueras de la ciudad; los anfitriones tardarán muchos años en pagar las deudas contraídas. Él lo dice con resignación. Se ha dejado crecer el pelo y agrega en broma: "no tengo dinero para ir al barbero". Unas horas antes, en el pequeño hotel donde me hospedo, mientras desayunaba, había escuchado al dueño –que es también recepcionista y camarero–, responder en ruso a una llamada telefónica. Lo abordé de inmediato en esa lengua y el hombre, ya mayor, al saber además que había estudiado en Kíev, de donde es oriundo, no contuvo su alegría. Estuvo hablándome sin parar durante un buen rato: "me duele el pecho cada vez que hablo de Kíev, de Ucrania", dijo. "Es una ciudad muy hermosa", le riposto y sonríe triste. Lleva veinticinco años en Berlín y no piensa regresar. Hace un gesto de aflicción y agrega: "Ya no es lo mismo que antes... yo nunca fui comunista" (una aclaración necesaria en este país), "pero entonces había orden y se podía vivir". Ahora, en casa de Conde, el ambiente es otro. La nostalgia es inevitable, pero prima un sentimiento de hermandad que los años no disminuyen. Los rostros, los gestos, son cubanísimos; sin embargo, algunos llevan treinta y cuarenta años en Berlín. Llegaron a trabajar o a estudiar en los años ochenta del siglo pasado y se quedaron. Otros emigraron en el nuevo milenio. El común denominador de la mayoría es el amor: casados con alemanas, tienen hijos amasados entre dos culturas. Hablamos de política, de la alemana y de la cubana, y todos se afilian a la izquierda, donde late el corazón. Son hijos de la Revolución, no quieren que desaparezca. Repudian a Trump, y su recrudecido bloqueo. Se conversa de los asuntos más cotidianos y de los más graves. Se bromea, por supuesto; se planifican vacaciones y hasta regresos definitivos. Conde, quien se graduó en Cuba como teólogo de la Iglesia Bautista, lee una reflexión de Confucio. Diego, un cantautor catalán que se busca la vida en Berlín desde hace seis años (aceptaría la independencia de su terruño si esa es finalmente una decisión del pueblo, pero no se siente ajeno a las restantes culturas de España), nos ofrece dos canciones, una suya y otra, recién aprendida, de Compay Segundo. Nos despedimos, hay abrazos, direcciones electrónicas intercambiadas, promesas de nuevos encuentros, aquí o allá, se dice. Es dura la vida del emigrado. El ucraniano, el catalán y esos cubanos lo saben, aunque cada uno tenga una experiencia de vida diferente. Algunos perdieron su país, otros nunca lo tuvieron, pero Conde, Frías, Silva, Oliva y Ávila, saben que mientras exista la Revolución tendrán Patria, ellos, sus hijos y sus nietos, mitad cubanos y mitad alemanes.
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